Llevaba un
hacha en la mano, mientras seguía a dos hombres que iban adelante. Caminaban sobre
los escombros de lo que hacía un par de horas había sido una callejuela, ahora
la ceniza cubría todo el lugar. La mascarilla podría filtrar las partículas grandes,
pero el hedor era horrendo. No sabía distinguirlo muy bien, una mezcla entre el
típico aroma de la madera quemada y un olor ácido, arenoso, putrefacto del
azufre. Los que caminaban al frente, se cubrían la cabeza, nariz y boca con
camisas prestadas, solo se veían sus ojos cubiertos de ese fino polvo grisáceo.
Ellos eran locales, y guiaban al grupo de siete bomberos a una vivienda en
donde sabían que toda una familia soterrada por el humo piroclástico que aquél
furioso volcán había expulsado a media mañana de ese día. Un domingo en donde
todos estaban en casa, preparándose para las visitas del fin de semana, o
saliendo a la misa mañanera.
Caminar
era dificultoso, el calor se percibía en el suelo, en el aire, y pese a que era
temprano, el cielo estaba oscuro y opaco. Las linternas de los cascos,
alumbraban por donde pisaban, que no era sino los techos, porque las cenizas
seguían calientes, cubriendo como si fuera nieve de invierno, acumulada en montículos
impenetrables.
El
silencio era interrumpido por el crujir bajo sus pies, el rebote de los pasos
en las láminas de aluminio y los fragmentos que se rompían bajo el peso. Aunque
esa misma ausencia de voces, clamando auxilio, era desconsolador. Transcurrieron
quince horas de la tragedia cuando los cuerpos de socorro arribaron a la
denominada "Zona Cero". Para Fabio, que seguía de cerca de los
aldeanos, era su primer año como bombero voluntario. Su experiencia se basaba
en apagar conatos de incendio en los bosques alrededor de la ciudad. Unos meses
atrás, durante un incendio, los vientos cambiaron de rumbo avivando un fuego
que pensaron extinto, cinco de sus compañeros, fueron arrinconados por las
llamas, muriendo uno en la escena y cuatro gravemente heridos. Había
permanecido en la retaguardia, y junto con otros lograron escapar de las
abrazadoras flamas.
Este era
otro tipo de trabajo, no era prevención o control, sino uno de búsqueda y rescate.
Sus mayores logros habían sido bajar a un gato de un poste de luz, auxiliar un
parto en una acera de un populoso bulevar y sacar a un borracho de un río. Así
que a cada paso, debía recordar todo lo enseñado y practicado, se mentalizaba
que deberían rescatar a esa familia, o al menos, recuperar los cuerpos.
Los
aldeanos se detuvieron al borde de un techo, observando que no podían avanzar,
discutieron si estaban en el lugar correcto ya que lucía muy diferente a cómo
lo recordaban. El jovencito estaba seguro que la propiedad de sus padres estaba
cuatro casas adelante. Por donde avanzaron no daba para un paso más, una brecha
enorme los separaba del siguiente domicilio. Los hombres buscaron algo que les fuera
de utilidad, las ramas caídas o los pedazos de madera utilizadas no fueron
suficientes para alcanzar ni siquiera el muro.
El radio
del líder advirtió una nueva actividad volcánica, por lo que se les dio orden
de abandonar de inmediato la zona. El joven al escuchar tal sentencia, comenzó
a dar voces, llamando a sus familiares, con la esperanza de ser escuchado y que
aquellos también se dieran a conocer; moviendo la urgencia de sacarlos pese a
la advertencia. Su compañero lo tomó del brazo, cuando la alarma se escuchó a
distancia. Ese ulular que le hizo negarse a moverse. Los hombres no sabían que
hacer, estaban demasiado expuestos para soportar una nueva ráfaga piroclástica.
Lo sensato era regresar.
Otras diez
horas los separaba de acceder a aquella zona, en donde existía la posibilidad
de encontrar personas con vida, por lo que nuevamente emprendieron camino. El
joven aldeano iba siempre al frente, no parecía ni cansado, ni desvelado, había
una fuerza interna en él. Esta vez llegaron con mayor prontitud, sabían que el
camino sobre los tejados era seguro. Cargaron una escalera que les serviría de
puente para cruzar dónde antes no pudieron.
El joven
corrió al ver la callejuela donde creció, guardando alguna esperanza. Los
bomberos lo hicieron a un lado para poder romper la puerta cerrada y tener acceso
a la vivienda. Adentro únicamente silencio. Las linternas alumbraban lo que
parecía ser una cueva, esa maloliente fetidez seguía presente, con aquella
ceniza que lo cubría todo. No existía otro color sino el gris. El joven se hizo
paso entre los hombres, buscando a su familia. Las habitaciones también
cerradas, arrojaron el peor de los escenarios. Todos ellos yacían muertos en
las esquinas, acurrucadas bajo las sábanas. Una mujer anciana estaba en una
silla mecedora, con una toalla sobre su cabeza. El joven dijo que era su
bisabuela. Comenzó a nombrarlos a todos, a su abuelo, a sus padres, a sus
hermanos y pequeños sobrinos. Un total de doce miembros.
El
bombero voluntario se conmovió de tal escena, jamás había visto semejante cosa.
Sorprendido de la fortaleza de aquel joven que con cuidado tocó la mano inerte
de su madre sin una lágrima. Se volvió y quitó a la pequeña bebé escondida en
el regazo de su cuñada. La envolvió para llevársela. Era momento de retirar los
cuerpos.
Siendo nueve
hombres, decidieron sacar a los niños primero, que faltaban cuatro por retirar.
Improvisaron hamacas con las sábanas para retirar a dos adultos. Ahora debían
hacer otra ruta de regreso, sería difícil salir por los techos. El material de cenizas
y lava en las calles seguía caliente, por lo que hacían camino con lo que
encontraban, un portón, una teja, una madera o una piedra. A medio camino, un
perro blanco manchado comenzó a ladrar, el joven aldeano le silbó por lo que el
perro se movió hacía una casa, rascando con vehemencia la entrada. El jovencito
se acercó, cargando en un brazo a su sobrinita, y abrió la puerta. Los otros
bomberos le llamaron para que no entrara solo, a los pocos momentos él salió
con un segundo bebé en los brazos, era una niña que encontró con la ayuda del
perro, escondida en un clóset, estaba viva. Así salieron todos, buscando la
salida hasta el grupo de ambulancias, el perro se vino con ellos, como si
supiera que ya no tenía nada que hacer.
Las cámaras
de los reporteros se abalanzaron sobre ellos, preguntando estupideces o
guardando respeto. El joven que cargaba a los bebés dijo que creía que nadie de
su familia había sobrevivido, eran treinta y siete los que vivían en esa zona.
La niña "Milagros" fue llevada a los paramédicos, mientras el perro
movía la cola siguiéndola. Fabio dejó el cuerpo que cargaba con otros
compañeros; mientras se quitó por fin la máscara. Las lágrimas comenzaron a
rodarle por sus mejillas cenizas, pensando en aquél joven que lo había perdido
todo; pensó en sus propios padres, su joven esposa. Pero en ese momento, no se
sintió un hombre afortunado.
***
Homenaje a
los grupos de socorro del mundo y a las víctimas de la tragedia del Volcán de
Fuego, ocurrida en Guatemala, el domingo 3 de junio, 2018.
Donaciones:
Cuenta # 3033699352 de Banrural a nombre de Cruz Roja Guatemalteca, Código
Swift/IBAN GT03 BRRL 0101 0000 0030 3369 9352