Fatigado, quedó detenido al ingreso de la caverna. Desde el fondo le
llegó el rugido. Se dio cuenta que la historia del maestro había dejado
de ser legendaria.
Takeo se educó desde pequeño en el ancestral templo Kotoku─in, bajo la
guía del maestro Yasuhiro, de la dinastía Chang. Era voluntad de sus
padres, que el mayor de sus hijos creciera en la disciplina ascética.
Para el sabio budista, el ser humano podía lograr la mayor perfección,
solo si alcanzaba el dominio de sí mismo, y con esto, un estado de paz
interior permanente. Takeo fue el primero de sus discípulos en entender
este principio, pero no podía incorporarlo a su existencia. Desde niño,
el joven era ocasionalmente presa de un sueño terrorífico: un monstruo
lo perseguía asediándole por montes y valles; jamás lo alcanzaba, pero
tampoco dejaba de atormentarlo. En la pesadilla, la historia nunca
acababa; era un reciclaje permanente del proceso siniestro y desolador.
En su estrategia pedagógica, Yasuhiro narraba la leyenda del dragón
Fudo. Habitante del Himalaya, custodiaba en su guarida el arcón
milenario “de las emociones”. Así, deseaba transmitirles que solo
mediante el coraje y el heroísmo, podrían derribar al “gran mal”,
dejando que emergiera el Bien Supremo. Claro que, para Takeo, éste mito
se transformo en realidad desde el momento en que advirtió que debía
enfrentar a la “bestia” para su liberación definitiva.
Se dirigió al sur, y durante mucho tiempo buscó, a lo largo del gran
Himalaya, una señal para llegar a la remota cueva. Caminó en soledad,
sorteando ríos, valles y montes nevados; las alturas siderales le
hicieron presentir la presencia de Dios, fuere quien fuere; habló con
gente de pueblos milenarios. Algunos decían haber escuchado sobre Fudo,
pero nadie lo había visto. Era evidente que lo que comenzó siendo
leyenda (según él mismo interpretó de su maestro), cada vez más adoptaba
forma concreta en la imaginación de los lugareños. El monstruo vivía en
el corazón de la montaña. Hacia allí debería dirigir sus pasos.
—La cueva la hallarás detrás del monte Akiyama ─ dijo el anciano
mientras ordenaba enceres en el establo─; aquel del pico nevado que ves
donde se oculta el sol. Deberás llegar hasta allí, y solo. Quienes
fueron antes, jamás regresaron. En la aldea se cree que el mismo demonio
está encarnado en Fudo. Pensó que pagaba un precio muy alto por su
libertad. Tal vez, era razón suficiente para que muchos murieran
esclavos.
Le llevo dos días atravesar el valle y la montaña hasta encontrar la oscura entrada.
Caminó a tientas por la oscuridad absoluta. Solo la luz de la tea
hecha con tela embebida en aceite, interrumpía la penumbra. El miedo
atenazaba sus sentidos, pero el pensamiento de los frutos que recogería,
lo impulsaba a avanzar. Y el rugido se escuchaba más cerca. Pensaba
que solo contaba con un puñal, regalo de su padre. Palpando la roca fría
en derredor, notó la interrupción de la pared, como si el estrecho
espacio por el que se desplazaba se ampliara a un abismo infinito y
profundo.
Por instantes interrumpió sus pasos, sin decidir qué hacer. Desplazó la
débil antorcha hacia adelante, y la tenue claridad se acentuó con lo que
él creyó una hoguera, en el otro extremo. Su impresión pronto fue
contrariada: el fuego provenía de la garganta del espantoso… ¿animal? La
llamarada salía junto a un estrepitoso alarido proveniente del rugoso
vientre, invadiendo el tenebroso espacio, tan luctuoso cómo el ser que
lo habitaba.
Intentó sorprenderlo por atrás, pero la bestia lo descubrió mostrándole
los verdes ojos que resaltaban en la oscuridad. Aprovechando las
aptitudes físicas aprendidas, apagó la tea, trepando a una terraza
labrada en la roca. Pensaba que si lograba inutilizar unos de sus ojos,
le sería más fácil llegar al corazón. Saltó en la penumbra desde la
terraza, aprovechando la claridad dada por el fuego que salía de la boca
del dragón; se posicionó en el lomo de la bestia y escaló, aprovechando
sus escamas, hasta llegar a la cabeza, mientras el monstruo se
zamarreaba para desprendérselo. Levantando el puñal con ambas manos, lo
hundió en su ojo izquierdo. Fudo entró en un frenesí de dolor y
violencia, arrojando a Takeo por los aires, hasta chocar con las rocas
aledañas.
Al regresar de su inconsciencia. El silencio en medio de la fría
oscuridad, lo atemorizó dándole una sensación inminente de muerte. No
sabía cuánto tiempo transcurrió desde que el dragón lo expulsara por el
aire. Solo encontró una llama cerca de donde él estaba y al lado, una
sombra que no podía identificar. Se acerco con dudas. El ruido
ensordecedor de unos instantes atrás, dio paso a un silencio molesto. Al
llegar junto a la pequeña hoguera, comprobó que la sombra siniestra
correspondía a un pequeño baúl, de madera gastada y correderas
metálicas. Fabrico otra tea. Alzó la tapa del arcón e iluminó en su
interior con el corazón a punto de explotar. Pero nada halló. Se
preguntó dónde estaría ahora Fudo, a la vez que se sentía revestido de
una extraña serenidad, cómo si hubiese desembarazado de pesada carga.
Emprendió el camino de regreso por el túnel oscuro hasta ver una luz que
parecía indicar la salida.
Se sorprendió verse recostado en su sencilla cama, en el monasterio. El
sol se colaba por la ventana de la celda. Sentado a su lado, el maestro
Yasuhiro lo observaba sonriente. Quiso decir algo, pero el sabio lo
interrumpió:
—Levántate, sal a la vida. Venciste tus miedos.
Comprendió que había ganado la batalla por el dominio de sí mismo.
El arcón de las emo-ciones fue cerrado y el dragón interior sepultado
para siempre.
***
Nota: El relato fue enviado para ser publicado en la recopilación, pero el autor del mismo también tiene un blog propio, si deseas visitarlo y dejarle un comentario también ahí puedes hacerlo, solo dale clic al enlace: http://mauricenipapaian.blogspot.com.ar/2018/05/fulgor-en-la-oscuridad-para-literautas.html
Como un aporte a los compañeros de Literautas, debido a que tenemos receso del taller, desean postear sus relatos en un lugar de confianza. Literautas.com es el taller que nos ha unido. Todos los escritos aquí pertenecen a sus creadores. Derechos reservados.
jueves, 17 de mayo de 2018
LA CUEVA DEL DRAGÓN - Labajos
No podía esperar más, había llegado el momento tan postergado. Cualquier
error ocasionaría consecuencias no deseadas, pero no tenía más remedio
que invadir el territorio de la querida e irascible criatura.
No siempre había sido así. La cría nació con un tamaño muy pequeño,
tan desvalida y tierna que enamoraba a todo el mundo, en sus primeros
años no paraba de jugar. Era un ser adorable. ¿Como imaginar esa
repentina transformación? Puede que fuese su propia naturaleza, las
hormonas...¡Sabe Dios! A medida que se aproximaba a su estado adulto,
desarrolló un notable incremento de ferocidad, materializado en
bramidos que, cual fogaradas, expulsaba de sí con energía en los
momentos de irritación.
En la puerta del antro, un cartel anunciaba las consecuencias de una
entrada no deseada. Aun así, penetró sigilosamente, procurando no
tropezar con la infinidad de objetos que alfombraban la estancia mal
ventilada, el ambiente estaba recalentado. Un olor especial, como a
hierba quemada, lo invadía todo. Vió brillar las llaves, se acercó, ya
las tenía en las manos y cuando procedía a salir rápidamente, pisó algo
que produjo un crujido apenas audible. Su rostro se crispó, casi podía
oír los latidos de su corazón acelerado. En ese momento, la durmiente a
sus espaldas se incorporó gritando: “¡Papá, fuera de mi habitación!”.
Salió de inmediato cerrando la puerta tras de sí, suspiró aliviado y
sonrió reconociendo que el próximo fin de semana volvería a dejarle el
coche.
RECUERDOS BORROSOS - Ilcarbo (R)
Una pequeña gota se desprendió del techo y cayó sobre su cara, sutil
pero lo suficientemente molesta como para despertarlo. Confundido miró a
su alrededor en busca de alguna referencia, algo que pudiera anclarlo a
la realidad, pero lo único que encontró fue oscuridad. Sentía un dolor
punzante en la nuca, como si su cerebro estuviera tratando de abrirse
paso a martillazos por su cabeza. Lo último que recordaba era estar
contándole un cuento a su hijo, alguna tontería llena de dibujos que
hablaba de caballeros y lejanas tierras fantásticas, pero después de eso
todo se ponía borroso. Con un poco de dificultad trató de recordar cómo
había seguido su noche, pero no conseguía que sus recuerdos formaran
una secuencia coherente. Sabía que en algún momento su hijo había
decidido, por fin, cerrar los ojos y que él se había retirado de la
habitación con movimientos de los cuales un ninja estaría celoso, pero
luego era todo gris nuevamente, con imágenes inconexas que se
materializaban en su mente: un vaso de whisky, un partido viejo que
estaban repitiendo en la tele, observar los dibujos de armaduras y
criaturas en el libro de su hijo, una pequeña discusión inocente con su
esposa… Lo que no podía recordar bajo ningún punto de vista era haber
salido de su casa y menos a esas horas de la noche, pero entonces ¿cómo
había llegado a este lugar? Fuera lo que fuera este lugar.
Sin expectativas de aclarar el pasado decidió probar con el presente, y
trató de ubicarse en tiempo y espacio (inmediatamente descartó la idea
de encontrar el tiempo en esa ecuación). Podía sentir la humedad y el
calor del lugar envolviendo cada centímetro de su cuerpo, generando una
pegajosa capa de sudor sobre su piel y para hacer las cosas un poco más
incómodas, un penetrante olor a azufre llenaba el aire. Poco a poco su
visión se fue adaptando a la oscuridad, permitiéndole ver el lugar donde
se encontraba. Las paredes eran de roca, irregular aunque bastante
pulida, al igual que el suelo y el techo del que colgaban infinitas
gotas de un líquido blancuzco, pequeñas lanzas amenazantes. Cuidadoso,
comenzó a caminar hacía el único lugar posible, dando pequeños y
temerosos pasos. A medida que avanzaba el calor era cada vez más
abrumador pero la perspectiva de salir de ese lugar refrescaba su
esperanza y lo hacía avanzar. A lo lejos se detectaban dos luces
rojizas, deberían estar a una distancia enorme porque desde su lugar
simplemente parecían dos ojos. De pronto un rugido, como un estallido
llenó toda la cueva y se replicó en su cabeza, se tiró al suelo
esperando el derrumbe, pero este nunca llegó. Confundido y atemorizado
se levantó y fue entonces cuando recordó con claridad el cuento que le
había leído a su hijo la noche anterior y lo comprendió. Estaba dentro
de la cueva del dragón.
En ambos mundos - Leosinprisa (R)
Los ojos amarillos, grandes como soles en la plenitud del mediodía y con
ese brillo interior que solo los seres imbuidos de antigua magia
poseen, observaban a la recién llegada. Una humana pequeña, una de sus
crías, seres insensatos y desvalidos como no había otros en la creación.
La niña caminaba, con su juguete de trapo entre sus brazos, internándose
en la profunda cueva para guarecerse de la lluvia y el viento helado
del exterior. Sus pasos eran lentos, indecisa al descubrir que en aquel
lugar habitaba la luz y era acogedor frente a la hostilidad que reinaba
afuera. Miles de hongos brillaban en su techo, con un resplandor verde
azulado, proporcionándole la seguridad que le faltaba para adentrarse en
lo desconocido. Se imponía el silencio y un suave viento, cálido y
susurrante, que la golpeaba en sucesivos intervalos, secaba sus húmedas
ropas.
Estornudó, y sintió un escalofrío. Se había demorado en encontrar ese
refugio y el malestar general era un justo pago por su torpeza. Sus
padres le habían enseñado a vivir en la naturaleza y...
Los dos ojos amarillos contemplaron como la niña se quedaba rígida. Algo
en ella parecía roto, como el muñeco deshecho con forma humana que
abrazaba con desesperación. La estudiaron con cuidado, con el
detenimiento que una mente preparada por la experiencia de incontables
años de vivencias y conocimientos, poseía. Decidió cambiar, y los ojos
amarillos disminuyeron de tamaño para adaptarse a su nueva forma,
avanzando desde su escondite hasta encontrarse con la cría humana.
Casta, pues ese era el nombre de la niña que se estremecía con su mirada
vacía, se dio cuenta de que allí había alguien más. Otra niña, de
cabellos oscuros con un extraño mechón irisado, que la observaba plena
de curiosidad en su rostro.
—Hola —dijo Casta a la desconocida, aún aturdida por sus pensamientos.
—Hola, ¿quién eres? A mi madre no le gustan los intrusos —dijo la niña
del mechón irisado, con una voz tan cálida como aquel viento que agitaba
las ropas de ambas.
—Soy Casta de Villanada. Me he perdido —contestó con agitación en sus palabras.
—Pues ahora te he encontrado. Perdida y hallada la niña se encuentra
salvada —habló como si aquella situación fuera un amable juego.
—¿Cual es tu nombre? —preguntó Casta confusa.
—¡Mi nombre! —la niña de la cueva se quedó pensativa—. Puedes llamarme Ancalagonaseurixmelandindraga.
—Ancala... —Casta se veía incapaz de recordarlo.
—Con Anca me basta —rectificó con rapidez.
—Sí, Anca, es más corto y bonito.
Anca sonrió, aunque a ella, su nombre completo, mucho más largo que el
abreviado que había nombrado en primer lugar, le parecía perfecto, pero
la humana no sabía captar los diversos matices que se perdían con tan
corto enunciado, por ello decidió adaptarlo a una extrema simpleza que
Casta pudiera comprender. Sin embargo, era evidente el deplorable estado
en que se encontraba la visitante. Estaba enferma, los ojos delataban
una fuerte fiebre y su cuerpo se estremecía, a punto de desmayarse. Se
acercó hasta ella para detenerse al alcance de sus brazos.
Casta pudo ver que aquella niña de la cueva tenía unos ojos brillantes,
amarillos, muy raros. No eran como los de otras personas que conocía. Su
pupila era alargada, como la de los reptiles que su padre cazaba. Aquel
recuerdo la hizo estremecerse con fuerza.
—¡Papá! ¡Mamá! —gritó desesperada.
—¡Chiss! vas a despertar a mi madre —dijo Anca mirando preocupada hacía
el interior de la cueva. Casta se inclinó como un árbol que hubiera sido
cortado de un solo tajo, la otra niña la agarró evitando que se
golpeara contra el suelo de piedra. El viento cálido se detuvo. Anca
sabía lo que eso significaba: ella se acercaba.
Los poderosos pasos se transmitieron con fuerza por el piso de la cueva.
Anca cogió a Casta y la escondió en una grieta, fuera de los
escrutadores ojos de la vengativa dragona, quien había perdido a su
pareja hacía tiempo, víctima de unos cazadores, pagando a su vez con sus
vidas aquel asesinato sin sentido. No todos los dragones eran malvados,
sino una minoría que provocaba que el resto de seres los miraran como
si fueran unos monstruos. Eso le pareció injusto, los humanos también se
comportaban de igual manera, algunos de ellos también tenían
intenciones siniestras y no se les juzgaba por unos pocos individuos,
salvo su madre. No sabía como ella reaccionaría y si la vida de Casta
sería un reconfortante tributo para un corazón herido por las
incomprensiones entre ambos mundos.
Para Anca, Casta era un ser inocente y su primer pensamiento era salvaguardar su existencia, incluso ante la cólera de su madre.
—He oído voces humanas —escuchó con poderosa insistencia, proveniente de
una titánica dragona plateada cuyo nacimiento se situaba en los inicios
del propio mundo donde habitaban, aproximándose rauda hasta su hija.
—Era yo, estaba practicando mis habilidades de cambiaforma —habló Anca,
en su lengua materna, con resuelta desenvoltura. Su madre gruñó, alzando
su poderoso cuello en cuyo final destacaba una majestuosa cabeza que la
miró sorprendida.
—Sabes que no me gusta verte con esa apariencia. Detesto a esas alimañas
carentes de inteligencia y compasión —volvió a gruñir con cierto
desagrado. Olisqueó a su alrededor frunciendo varias escamas plateadas
de sus penetrantes ojos—. Te felicito, hija mía, has sabido captar a la
perfección la insana constitución de los deplorables humanos, tanto en
forma, movimiento e incluso el olor.
Anca conocía de la dificultad de engañar a su madre. De hecho, sabía que
no podría hacerlo, tal era la suprema inteligencia de la que siempre
hacía gala y su peculiar tono al hablar delataba que conocía de su
secreto.
—Haz que salga de inmediato de su escondite. Seré generosa y le daré una muerte rápida —dijo mirando a su hija con severidad.
—Madre...
—¡Qué salga ya! —exclamó con una potente voz que hizo temblar la cueva.
Anca se dirigió a la grieta, recogió a Casta, quien aún no se había recobrado y estaba sin sentido, depositándola ante su madre.
—Aquí está. Una cría humana, enferma y desfallecida.
La ancestral dragona miró aquel ínfimo despojo, por sus ollares salieron
unas vaharadas de fuego mágico que no llegaron a alcanzar a su víctima.
Anca lo evitó, desviándolas de su trayectoria. Las piedras donde
impactaron ardieron en un potente fuego verde que las consumió al
instante.
—No, madre. No consentiré tan horrendo crimen. —La joven dragona se interpuso entre ambas.
—Mi querida hija, tienes un noble corazón. Pero con los humanos tu
generosidad será tu pérdida. No les debes dar cuartel. Nunca. No lo
merecen.
—Tampoco merece tu rencor. Las dos perdimos algo que amábamos y debemos
demostrar que, como seres inteligentes, nuestra piedad supera su total
ignorancia. Sus progenitores han sido atacados por nuestros congéneres
que deberían haber demostrado no ser como ellos. He conocido el terror
en sus ojos al ver los míos.
Su madre abrió los suyos con fuerza. Unos ojos amarillos como los de su
hija, con cierto tono anaranjado que cubría los bordes interiores y que
hablaban de la enorme longevidad que poseía. Se quedó mirando a la niña y
merced a sus poderes entró en su mente.
“Reinaba la alegría, una caravana de carromatos bajo un cielo
esplendido, donde habitaba la cordialidad y el buen humor. Luego aquel
cielo se oscurecía y el batir de poderosas alas lo llenaba todo. Fuego y
gritos, horror y muerte. La suerte la salvó al quedar debajo de un
cadáver, el de su propia madre, desgarrado por los dragones atacantes.
Después, desolación y una enorme tristeza, furia y congoja reunidas,
hambre, incertidumbre y un camino hacia ninguna parte. Al final, la
cueva donde ellas vivían, donde siempre habían tenido su cobijo”.
—¿Qué quieres hacer con ella? —dijo más calmada, consciente de la epopeya que la pequeña humana había sufrido.
—Quiero que se quede aquí y cuidarla. Enseñarle que nuestra raza es
mucho más que un sinónimo de terror y destrucción. Qué nos ayude a
combatir contra aquellos de los nuestros y de los suyos que provocan
este odio absurdo.
—Que una humana aprenda algo no cambiará gran cosa.
—Todo debe tener un principio, madre. —Casta gimió, estaba a punto de abrir sus ojos de nuevo.
—Espero que mi sabía hija esté en lo cierto. —La forma de la poderosa
dragona cambió, convirtiéndose en una mujer de cabellos plateados.
Seguía poseyendo una altiva figura, pero esperaba que así Casta la
pudiera aceptar en mayor grado. La niña las miró. La duda y el miedo la
acompañaban, pero la fiebre dominaba su cuerpo e incapacitaba cualquier
acción apresurada.
—¿Quién eres? —preguntó temblorosa la pequeña humana a la extraña mujer que acompañaba a Anca.
—Soy Glaurungfag...
—Glaur, mi madre se llama Glaur —interrumpió Anca, conocedora de que,
por el momento, sus nombres abreviados eran demasiado complejos para la
joven humana—. No temas, estas a salvo. Nosotras cuidaremos de ti, este
será tu hogar ahora.
—Mi hogar...
—Sí, nuestro hogar —habló Glaur con tono acogedor. Anca miró a su madre.
El futuro estaba lleno de incertidumbres y nadie podía predecir si su
intento sería afortunado. Lo que si sabían era que podría significar el
comienzo de algo nuevo. El comienzo de un nuevo principio. El comienzo
de la esperanza.
DRAGOMIAN - Amadeo (R)
Debo confesarles algo. Espero que comprendan mi situación. Debo
encontrar la verdad, una respuesta certera a una duda fundamental que
tengo desde hace años. La pregunta clave es: ¿Hoy, existen los dragones?
o ¿Es hoy solo el mito originario de pueblos muy antiguos, de distintas
regiones del mundo? De las respuestas que encuentre, dependerá mi
realidad actual. Cada día que pasa, me siento más aislado de todo, menos
apreciado por la gente qué hasta comencé a sospechar haber perdido
consideración y peso sobre el resto de la población o que se van
restando seguidores y que ya muy pocos confían en mí. Igual me sucede
con los dra-gones.
Debo reaccionar y para eso, constatar fehacientemente la existencia real
de dragones, de cualquier especie, tamaño, forma, con plumas o sin
ellas, que lancen fuego por sus fauces o no, con garras enormes o
pequeñas. En fin, dragones reales, vivos.
Estoy frente a una cueva de dragones descubierta hace tan solo unos dos
meses por tres espeleólogos famosos y confiables. La boca de entrada, en
una de las enormes rocas de la montaña Creatón, en el oeste de la
región occidental de Mutremba, es grande, de forma casi triangular, tal
es así que entro parado, con comodidad. La humedad en el ambiente es
bastante agobiante, pero el piso o sendero por donde camino es parejo,
algo polvoriento, pero fácilmente accesible. Las paredes rocosas, muy
desparejas, con sobresalientes peligrosos me obligan a avanzar con
precauciones. Evidentemente hay algunas grietas en lo alto que permiten
el ingre-so de poca luz, pero suficiente para no tener que utilizar la
linterna que llevo en mi bolso. Avan-zo atento en busca de señales,
rastros o indicios básicos. Debo encontrarlos y asegurarme que valen
como pruebas de la existencia de estos, mis animales.
Ya es casi medio día y solo hallé algunos dibujos rupestres, borrosos,
casi ilegibles co-mo para concluir algo. No parecen representar
dragones. Prosigo mi marcha en la cueva que se va angostando, la
oscuridad se presenta con más intensidad y un olor fétido la vuelve casi
irrespirable. Avanzo temeroso, entro en una zona cálida, muy cálida. No
hay fuego, no veo dra-gones con las fauces en llamas. No encuentro
rastros de pisadas recientes de ningún tipo. Más allá, a unos diez
metros, detecto una claridad sospechosa, llego y encuentro una
bifurcación: hay dos caminos angostos, tomo el de la derecha y debo
bajar un poco la cabeza al caminar. «Si hay dragones, son pequeños en
altura, tal vez sean reptiles emplumados o con gruesas escamas rígidas,
de colores. Espero tener suerte y poder responder mi pregunta esencial»,
pienso mientras alumbro las paredes para no lastimarme. El olor
desapareció pero no la hume-dad que es insoportable. La alegría me
invade al encontrar, entre piedras informes, tres plumas grises,
enormes. «Son de un dragón alado», grito eufórico y el eco me responde:
lado, lado, lado. Feliz, busco más plumas, por todos lados, pero
aquellas son las únicas. Entonces le pre-gunto a la cueva «¿Hoy, viven,
existen los dragones?», y escucho con poca nitidez: ones, ones, ones.
Vuelvo a gritarle a las paredes. «¿Dónde los encuentro?», y escucho:
entro…, en-tro…, entro y consulto: «¿Adentro?», pero el silencio es
total. No comprendo esa negativa de ayuda. Avanzo, busco dragones,
señales de ellos. Ya agotado y desilusionado, con los restos de luz de
mi linterna, alcanzo a descubrir unos dibujos de una serpiente enorme,
larga, gruesa, ondulante, con fuego en la boca, y una inscripción que
pareciera en idioma chino, aunque muy borrosa. «¡Es el dibujo de un
dragón actual, porque la pintura parece fresca, nueva. ¡Es solo un
dibujo!», deduzco apesadumbrado y prosigo, ya con pocas fuerzas y muchas
dudas. Llego al final de ese túnel, del camino de la derecha y decido
regresar, ante el fracaso y la poca energía ya disponible en la
linterna.
Camino presuroso, sin haber encontrado pruebas contundentes sobre
dragones vivos, esas señales tan esenciales para mi futuro. Ya en la
boca de entrada, noto que afuera reina la penumbra de un atardecer
triste como yo. Solo una brisa suave y fresca, indica vida y eso me
reconforta, pero no llega a anular mi pesimismo. Sigo inquieto al no
saber, no haber hallado la respuesta buscada y por lo tanto dudo si aún
podré mantener la vigencia de mis seguidores, de los numerosos acólitos y
feligreses devotos que confíen en mí cómo Dragomian, el Dios de los
dragones. Sin ellos, no soy nadie, no soy Dragomian.
Si encontrara dragones vivos, mantendría mi vigencia divina, mis poderes
e influencia sobre ellos y sus actividades. Busco a seres fabulosos con
figuras de serpientes corpulentas, garras de león y alas de águila, muy
feroces, que echan fuego por la boca. También animales enormes con
escamas, cuernos, dos alas o más, dos o cuatro patas y una cola. Pueden
ser de apariencia serpentina, pero mezclada con características de otros
seres vivos. Deben desem-peñarse como guardianes, o saberse monstruos y
poderosos enemigos. Deben poseer cuali-dades positivas como una gran
sabiduría y conocimientos, pero también defectos, como avari-cias y
codicias insaciables que los conducirán a devastar campos, poblaciones y
así obtener gigantescos tesoros, que compartirán con migo.
Los podría dirigir en sus actuaciones de maldades, beneficios o
solidaridades. Hoy, sin la seguridad de sus presencias y tal vez sin
dragones devotos que me respeten, soy apenas un simple humano más, un
explorador. Me niego a ser solo eso y en un futuro próximo, un simple
recuerdo mitológico, a través de descoloridos dibujos alegóricos a mi
antigua existencia.
No me doy por vencido, iré en busca de reales y certificadas pruebas
contundentes de la existencia de ellos, exploraré en bosques, en cielos y
nuevas cuevas de dragones, para no pa-sar al olvido. Pronto les contaré
las novedades sobre mi permanencia divina cómo Dragomian. Solo les pido
paciencia, que por favor, me esperen. Lo haré, pronto, antes de dejar
de existir como divinidad.
Los hermanos de Éigríoch - K. Marce
Por
alguna extraña razón, ese pequeño ser sabía muchas cosas. Estaba escondido con
sus otros hermanos en la cueva del dragón, que no era otra sino su propia
madre. Él contemplaba a los que dormían en ese oscuro, húmedo pero también
cálido lugar.
Su madre
pertenecía a la rara y selecta clase de dragones del agua, una especie más
hermosa que los terrestres. Su cuerpo era esbelto, cubierto de escamas
semejantes al topacio azul; estaba enrollada en sí misma, arropada con sus
potentes y espléndidas alas, calentando bajo su vientre todos los tesoros
acumulados en centurias. Aquellas riquezas ofrecidas por antiguos reyes en pago
para que se mantuviera alejada de las villas y los reinos; otros tantos tomados
como botín durante sus destrucciones. No sentía mayor dicha que dormir sobre
monedas de oro y piedras preciosas.
Los
hombres temieron a los dragones, pero con el pasar de los tiempos, el olvido de
lo que era real se convirtió en leyenda. Los testigos de sus avistamientos
fallecieron y la humanidad nunca los verían de nuevo. Porque vivían largo
tiempo, asimismo necesitaban descansar, refugiándose en sus escondidas cuevas.
Más por la propia supervivencia de la especie, ese letargo de centurias, donde
hibernaron acurrucados en sus tesoros, los hizo despertar. Muchas hembras
habían fallecido, o fueron asesinadas durante sus sueños, no así la dragona del
agua. Por lo que los machos sobrevivientes llegaron hasta su cueva, y su
vientre engendró hijos e hijas. Ella fatigada volvió a echarse sobre el dorado
lecho.
En
aquella cueva, el único que nunca dormía era Éigríoch, el último en ser
engendrado. Todos sus hermanos y hermanas, presumían las cualidades que
heredarían de sus progenitores. Lo miraban con desprecio por su tamaño y sus
escamas transparentes, con un cuerpo abultado y feo. Se burlaban a su vez que
él jamás hablaba de su padre, por no ser extraordinario. Por eso, prefería
vigilarles el sueño y no escuchar las burlas que le hacían cada vez que estaban
despiertos.
Sus
hermanos y hermanas adquirían aquellas cualidades que pronunciaron con orgullo.
Los que tenían padres terrestres, desarrollaron alas en sus lomos, aquellos aún
con cuerpos de serpientes, tendrían la capacidad de volar. Algunos eran hijos e
hijas de los temibles dragones de fuego. Otros lanzarían humo y hielo. No
faltaba el que presumía que le saldrían otras siete cabezas, o los que decían
que reclamarían sus reinos ubicados en los cuatro puntos cardinales. Sin faltar
quienes proclamaban que moverían las aguas, la Tierra y hasta las mismas constelaciones.
Al ir
creciendo, se movieron de aquella cavidad para trasladarse a otra, y el pequeño
volvió a llegar de último. Su transparencia no era atractiva a los ojos de sus
hermanos, quienes se alejaban evitando tocarlo. Mientras que en ellos, el color
en sus suaves escamas comenzó a abrillantarse con colores diversos e intensos,
azules cobalto, verdes esmeraldas, borgoñas, plateados o dorados, un completo
arcoíris que se echaba a dormir uno al lado del otro, esperando el día de
abandonar ese agujero. Pero Éigríoch no reflejaba los cambios de la
metamorfosis que atravesaba, guardaba silencio y observaba, siempre en vela.
La algarabía de unos despertó al resto, el
hijo de Ladón ya no estaba. Estaban seguros de que por sus cien cabezas había
abandonado la cueva primero. Él se autodenominó guardián, protector de la gruta
abismal, los ciento de lenguajes que comprendía le permitirían explorar el
mundo. Según aquellos, volvería a dar las noticias de lo que vería afuera. Se
consolaron todos creyendo tal cosa. Porque cada vez que un pesado sueño les
vencía, uno de ellos abandonaba la guarida, comprendieron que no regresarían de
nuevo. Creían que cuando se contemplara su transformación, también partirían
como lo hicieron sus hermanos mayores.
Los
últimos en irse fueron, los hijos de Amaru, que gobernaba las aguas y la vida;
le siguió el de Leviatán, el rey del fondo del mar. Quedaron entonces solos, el
que engendró Ryūjin, autoproclamado el rey de los océanos, con la capacidad de
convertirse en humano a voluntad, y Éigríoch, el pequeño que no hablaba nada,
quien lo miro fijamente a los ojos. Una voz potente salió por aquella otrora
quieta boca, y pronunció las palabras:
—Ahora,
hermano mío, voy a decirte quien es mi padre: los hombres y las bestias lo
conocen como "El Innombrable", el más temido de todos los dragones
que han existido. Su cuerpo es de humo, su aliento es de éter, dador de sueños
y pesadillas. Puede percibir las vanaglorias y los temores de cualquier ser
vivo. Su mayor cualidad es que cuando mata, roba la esencia de su víctima y yo
heredaré lo mismo que él. Así que tomaré lo tuyo, tal cual hice con ellos: un
día me convertiré a voluntad en hombre, caminaré entre las naciones, me rodearé
de reinas y reyes, seré tan benevolente, para que me adoren y tan despiadado,
para que me teman.
Y sin
misericordia mató a su hermano como lo hizo con el resto. Fue entonces que por
fin pudo dormir profundamente. Mientras dormía, la corriente lo arrastró a otra
recámara, y su metamorfosis se completó, cuando su cascarón comenzó a formarse.
Después,
la madre durmió sobre el nido por un tiempo, el crujido de su nacimiento se
escuchó. La dragona del agua, vio realizado un milagro en aquél único huevo,
del cual nació una hermosa y potente criatura de ojos profundos, capaces de
verlo todo. Eran tan negros, iguales a la vastedad del universo. Sus escamas
translucían como prismas, con destellos en esplendoroso tornasol; sus enormes
alas de diamante, destellaban más que las estrellas.
—¿Tu
padre te dio nombre, majestuoso hijo mío?
—Sí,
madre. Mi nombre es Éigríoch... que significa: el que es Infinito.
La cueva del dragón - Rita
—¿A dónde vamos…, mami? —resopla Colin. El flequillo se le pega a la frente. Su cabello castaño está oscurecido por el sudor.
Me siento culpable por hacerle correr de aquella manera a tan temprana
edad. Pero ha llegado un momento en que me pesaban tanto los brazos que
me ralentizaba.
—A la cueva… del dragón. Allí estaremos… a salvo, ¿vale?
Agarro con más firmeza la mano resbaladiza de mi hijo para seguir
tirando de él. Al menos, estará a salvo en su lugar favorito. Tal vez
allí pueda olvidar el horror vivido.
—¿Por qué… la gente… se ha vuelto mala?
Tragué para deshacer el nudo en mi garganta.
—No es culpa… suya. —Busco una manera sencilla de explicarle a un niño
de cuatro años por qué, de pronto, las personas se atacan sin motivo
aparente—. Están enfermos.
—¿Y por qué no… los curan… los médicos?
—Los van a curar…, pero van a tardar… un poco. Mientras tanto…, nosotros estaremos… a salvo en la cueva.
En realidad, no estoy tan segura de que eso vaya a pasar. Que se sepa,
aún no hay cura. El virus apareció meses atrás de la nada. No se sabe
mucho de él, por lo que tengo pocas esperanzas. Sin embargo, un niño
pequeño no tiene por qué saber que los monstruos existen.
—¿Por qué papi no viene? ¿Dónde está?
Suspiro, ansiosa, con el corazón en un puño. He llamado a mi marido un centenar de veces, pero no me ha cogido el teléfono.
—Estaba trabajando. Pero no te preocupes, seguro que está bien y vendrá a buscarnos.
No sólo quiero tranquilizar a mi hijo; trato de convencerme a mí misma
diciéndolo en voz alta. Pero no funciona. He presenciado una situación
desesperanzadora en la ciudad y no es fácil de olvidar.
Después de horas corriendo, agotados, llegamos a una carretera secundaria y, por lo tanto, vacía que lleva a nuestro destino.
—¿Quieres un poco de agua? —le pregunto a mi hijo.
Asiente con la cabeza. Está tan agotado que ni siquiera pronuncia
palabra. Lo he llevado en brazos de manera alterna, pero, aun así, Colin
ha hecho un gran esfuerzo. Y ni siquiera se ha quejado. Debe de estar
tan asustado.
Le miro con ternura antes de sentarnos en el arcén a descansar. Saco una
botella de agua de la mochila que he abastecido con suministros antes
de salir de casa y se la paso.
—Un sorbito, ¿vale? Tenemos que guardar un poco para después.
—Pero tengo mucha sed.
—Lo sé, peque. —Se me rompe el corazón de ver a mi hijo en aquella
situación, cuando nunca le ha faltado de nada—. Pero no tenemos mucha,
y, hasta que los médicos no curen a las personas enfermas, no podemos
volver a casa.
—Y, ¿cuándo las van a curar?
—No lo sé, pero tenemos que escondernos, al menos, unos días.
—Entonces, ¿no voy a ver La patrulla canina después de cenar? —Su
infantil vocecita suena tan triste que se me encoge el corazón.
—Lo siento, mi peque —le doy un fuerte y suave achuchón—, hoy no puede ser.
No tardamos mucho en retomar el camino. No quiero que se nos haga de
noche en mitad de la nada. Si en circunstancias normales es peligroso,
no quiero ni pensar qué ocurrirá si, de noche, nos sorprende un
infectado.
El sonido de un motor llega a mis oídos minutos después de comenzar a
caminar. Mi respiración se vuelve irregular. “Calma, Amy, seguro que
pasa de largo”, pienso para mí misma. Pero no es así. El vehículo ha
aminorado la marcha hasta detenerse. Me vuelvo dispuesta a proteger a mi
hijo de cualquier peligro; sin embargo, me sorprendo cuando veo a Ryan
bajar del coche y correr hacia nosotros.
—¡Papi!
Colin se lanza a sus brazos y yo lo imito.
—Te he llamado varias veces, pero no me cogías el teléfono —gimoteo en su oído—. Creía que te había pasado algo.
—Lo siento, cariño. No quería preocuparte. —Me besa en la frente—. Me he
dejado el móvil en la oficina. Pero sabía dónde buscaros. Y, por lo que
veo, no estaba equivocado.
—Gracias a Dios que estás bien —susurro con alivio.
—Ahora sí que estamos a salvo —dijo Colin—. Con papi no nos pasará nada.
Le dedico una tierna mirada, dejando entrever una cálida sonrisa.
—No voy a dejar que os ocurra nada malo —le asegura al pequeño con voz firme.
Veinte minutos después llegamos a la cueva, cuando empieza a intuirse el atardecer.
—Mami, aquí no nos pueden encontrar las personas enfermas —me dice mi
hijo mientras lo guío hacia el interior. Un sentimiento de dulzura nace
de lo más profundo de mi ser al arropo de mi pequeño, quien trata de
calmar mis miedos como el más valiente de los caballeros—. Además, papi
nos protegerá con la ayuda del dragón.
Río afectuosamente ante su imaginación. Desde que descubrimos la cueva
en el bosque tiempo atrás, su imaginación ha creado historias sin parar,
historias protagonizadas siempre por su heroico dragón.
Un sonido en la maleza me saca de mis pensamientos.
—Entrad —susurra Ryan—. Voy a ver qué es.
Saca un arma y vuelve sobre sus pasos.
—Cariño, por favor, ten mucho cuidado —le suplico, con un nudo en el estómago.
Se acerca a mí en una zancada y me acuna el rostro entre sus manos
rasposas. Me besa con fuerza en los labios y me dice al separarse:
—Volveré.
La ansiedad se acumula en mi pecho y le estrujo con fuerza los hombros,
tratando de controlar mi miedo. Asiento, incapaz de articular palabra.
—Hey, hombrecito —llama a nuestro hijo. El pequeño le mira con unos ojos
castaños atentos—. Cuida de tu madre mientras estoy fuera.
—Como un caballero de la mesa redonda —dice emocionado.
—Eso es.
—No tardes, por favor —le ruego un momento antes de verlo desaparecer entre la maleza.
—¿A dónde va papi? —pregunta Colin al tiempo que entramos en la cueva.
—Va a alejar de nuestro escondite a los malos.
—¿Con el dragón de la cueva?
—Sí, peque. —Nos acurrucamos en la penumbra, abrazados—. Ahora hay que estar en silencio, ¿vale?
—Vale —susurra con su adorable vocecita infantil.
Cierro los ojos tratando de retener las lágrimas y rezando para que Ryan
vuelva sano y salvo. “Por favor, Dios, tráelo de vuelta”.
Dragón que come poeta... - Ana de la Hoz
Estimado Literauta:
Considero un deber ponerte al tanto de las circunstancias de este
relato. Cuenta la historia de un dragón, y se basa en un manuscrito muy
antiguo encontrado en una cueva cercana a mi pueblo. Data
aproximadamente el sigo XIV. Yo mismo me he encargado de su traducción
del castellano medieval. Sí, porque el dragón fue español.
Bueno, ahora que estas advertido, te invito a iniciar la lectura:
Has de saber que los dragones sí existimos. Fuimos tan perseguidos por
el ser humano que cuando nos vimos rebasados en número y en recursos,
tuvimos que ocultarnos. Sacrificamos nuestra afición a volar sobre las
aldeas, cuidar princesas y acumular tesoros. Intentamos varias
estrategias para no ser vistos, pero todas resultaron inútiles, el
hombre nos encontraba.
No tuvimos más recurso que pactar con el Supremo. Para seguir
existiendo, le pedimos el don de transformarnos en otro animal. Aceptó,
más a cambio exigió un millón de escamas de dragón. Lo sometimos a
votación y aceptamos al ver que era la única salida. ¿Qué animal
seriamos?
Discutimos mucho, y al final estuvo dividido entre mariposa y cucaracha,
por aquello de pasar inadvertidos. Por temor a seguir perseguidos,
fueron pocos los que hablaron de hacerse reptiles, aves o mamíferos. Al
final quedó en que seriamos mariposas, ya que así volaríamos, habilidad
que nos era más preciada que conservar colas, garras y fuego.
Pusimos manos a la obra. Algunos aportamos más de una escama y al final,
cuando ya se agotaba el plazo convenido y estábamos por extinguirnos,
hubo dragones que se inmolaron aportando todas sus escamas para
completar la cuota.
El sacrificio y la colaboración demostrada conmovieron al Supremo. Nos premió con la transformación en lo que cada uno eligiera.
Aunque hubo mariposas, hubo quienes se transformaron en rosa, en león,
en estrella. Yo soy de los que aprovechando la oportunidad, quiso ser
hombre, el gran enemigo. Hubo sabios, reyes, magos, hasta bellas damas.
Yo quise ser poeta.
El Supremo –sorprendido por mi elección- me preguntó qué tipo de poeta quería ser.
— Una vez escuché un verso y nunca lo olvidé. Me gustó tanto que devoré
al poeta Quiero ser como Ramón Llull . Te pido que la transformación se
haga en la cueva del monte Randa. Ahí Ramón pasó tiempo en contemplación
y es donde yo quiero vivir, es un sitio seguro, ideal para escribir
poesía.
Y así fue.
Me aposenté del sitio de trabajo de Ramón. Se hallaba en buenas
condiciones y había todo lo necesario para entregarse a la escritura.
Estaban también los libros que dictan la rima, la métrica y el ritmo de
la buena poesía. Con lo que no contaba yo, es que estaban escritos en
catalán.
No me amilané. Rescribí lo que recordaba del poema de Lull:
Dijo el amante al amado
¿Cuál es la noche más oscura?
La de tu ausencia
¿Cuál es el día más claro?
El de tu presencia.
Por ti es que yo vivo,
Por ti es que yo muero
Lleno de entusiasmo me puse escribir. Todo me gustaba, me parecía
fabuloso, extraordinario. Estaba por quedarme sin hojas cuando de golpe
lo comprendí: ¿Y mi amada? ¿Y ese amor por el que se vive y se muere?
Gozo, dolor, alegría, sufrimiento. Lull tuvo su amado, ¡no puedo seguir
escribiendo al amado de otro, sintiendo lo que sintió otro!
Es el tercer día desde mi transformación. Por si acaso, empaco los
libros y mis escritos. Hoy salgo al mundo a buscar lo que hace poeta al
poeta.
Y es así que el dragón que se enamoró de la poesía y que se hizo hombre por ella, dio el primer paso y dejó la cueva.
LA CUEVA DEL DRAGÓN - Jach
Hacía media hora que el matrimonio Peñalver había entrado a la sala de
espera del Hospital Callejas y ya ambos tenían la certeza de que había
sido el tiempo más largo de sus vidas. En el ala oeste del hospital se
juntaban el área de emergencias con la sección de medicina integral,
ambas divididas por un estrecho pasillo por el que noche y día corrían
las camillas de pacientes cuya dolencia requiriera de una operación
urgente. Al final de ese corredor esperaban cuatro quirófanos equipados
para intervenciones no planificadas y de casos generalmente graves. En
la esquina donde convergen el pasillo y las entradas de urgencias y
medicina integral había una pequeña sala de espera para familiares del
paciente en quirófano. Lo que hacía a esa sala una especie de cueva
infernal era, además de su mínima y enclaustrada estructura, el hecho de
que ésta tuviera la difícil tarea de acoger a personas en momentos de
gran desesperación. Cuarenta minutos habían pasado ya, pero Diana y
Genaro Peñalver habían perdido la noción del tiempo.
Los Peñalver llevaban casados catorce años, en los que habían vivido
todo tipo de situaciones. Tres días antes de la boda, Genaro había
estado implicado en un altercado con violencia que le había dejado una
herida en el antebrazo y por la que tuvo que hacerse curas durante una
semana, incluido el día de la ceremonia momentos antes de pisar el
altar, cosa que había provocado una incómoda estupefacción en su rostro
al escuchar al cura pronunciar las palabras del casamiento y sólo poder
centrarse en la casualidad trivial de verse tan íntimamente unido a dos
acepciones tan opuestas del término cura en un mismo día. A Diana le
había molestado levemente el hecho y durante los primeros días pensó que
el embotamiento de Genaro en un momento tan crucial pudo deberse a las
dudas sobre la decisión de tomarla como esposa, pero lo cierto es que el
hecho no trascendió y el matrimonio había sido bastante feliz.
Nakír era su único hijo, que con trece años estaba en la edad de las
patinetas y la edad de no tener miedo, esto se había traducido hacía un
par de horas no en el común raspón de una caída, sino en un grave
accidente que había dejado al chico inconsciente y con una clavícula
rota. En ese momento estaba en medio de una riesgosa operación en el
quirófano tres.
El médico les había dicho hacía cincuenta minutos que había que operar
para parar el sangrado y una contusión que porque el coma y el hueso y
la sangre A+, y nosequé más cosas que no lograban todavía digerir porque
ambos estaban en proceso de negación y las palabras del médico se
licuaban en su mente sin orden alguno, sólo sabían que su hijo estaba
grave y con riesgo de quedar en coma. Ninguno podía salir de la sala
hasta que no llegara el cirujano o algún personal del hospital a dar un
parte de la intervención. El tiempo pasaba lentamente y el ambiente era
tan denso que ambos creían continuamente estar a punto de necesitar
también un médico. Ni Diana ni Genaro habían quitado la vista del
picaporte de la puerta, y si lo habían hecho habría sido en vano, pues
la estupefacción no les permitía ver lo que había a su alrededor, era
como si la vista condujera directamente las imágenes a un abismo sin
retorno, desechándolas en el seno de un lugar lejano dentro de la mente.
No había nadie más en la sala. Al cabo de una hora el picaporte por fin
giró noventa grados, la puerta se abrió dejando entrar una luz que Dios
haya librado a aquellos señores de asociarla a la del final del túnel.
El hombre que apareció entonces, de bata blanca y bigote platinado, era
el mismo que les había hecho esperar en aquella sala y el mismo que
minutos antes había logrado encajar las dos partes de la clavícula
derecha de Nakír. Las palabras esta vez fueron claras y perfectamente
comprensibles, tanto así que si Diana y Genaro llegaran a vivir cien
años, a pesar de los achaques seniles que el tiempo causa en la memoria,
seguirían recordando al pie de la letra aquella frase: "Está fuera de
peligro, no hay daño cerebral y la clavícula ya está en su lugar, este
muchacho ha tenido mucha suerte". En aquel momento Diana y Genaro se
miraron, la consonancia de felicidad que notaba en sus ojos era algo que
solo ellos podrían describir, pero ninguno habló, sólo hubo un abrazo,
un solo abrazo de apenas diez segundos que ambos sintieron como de tres
horas. Las emociones de aquella sala jugaban con el tiempo como les daba
la gana. Ya podían salir de ahí, y eso fue lo primero que hicieron al
saber la noticia, como si el sopor del ambiente los expulsara a presión
de aquel lugar.
Cuando Genaro cruzó la puerta, Diana, que iba detrás, se giró para dar
un repaso ahora consciente a la sala, a modo de despedida y como forma
de agradecimiento porque a pesar de todo, no les había ido tan mal ahí
dentro. Al hacerlo se percató de que la minúscula sala no tenía
ventanas, y para compensar ese claustrofóbico hecho habían sido
colocadas dos plantas en cada una de las esquinas del fondo, además de
una pequeña repisa. Al mirar el objeto que había en aquella tabla,
observó una estatua en miniatura de un dragón asiático esculpido con
gran minuciosidad. Era tarde para ponerse a reparar en los detalles de
la hasta entonces ignorada figura, y lamentó no haber podido observarla
mejor durante su larga estancia, aunque a la vez deseaba fervientemente
no tener que volver a verla jamás. Al cruzar ella la puerta, el amable
cirujano le rozó levemente el brazo y amistosamente dijo: "Señora
Peñalver, la espera ha debido ser larga, y esa sala no es la mejor del
edificio, ¿sabe? ¡Vaya encierro!, aquí le decimos la cueva… Pero todo ha
salido muy bien, su hijo ha sido trasladado a la habitación 14, en el
ala este, acompañen a la enfermera, ella les indicará el camino".
La Batalla - Francisco Antonio Rámirez Cruz (Segmento de su novela "El talismán mágico)
Kimo le lanzó un certero machetazo al monstruo, cortándole de un solo
tajo la pezuña de la pata izquierda; la sangre le salía a borbollones,
irritando más al monstruo que lanzaba fuertes golpes queriendo
desmenuzar a Kimo.
Éste se movía como un gladiador, escurridizo ante la embestida del segundo ataque del monstruo que le buscaba la cabeza.
El monstruo más enfurecido arrojó enérgicos rugidos y en seguida perdió
el equilibrio, logrando en su caída pegarle a Kimo un fuerte golpe en la
cabeza y lanzarlo diez metros de distancia.
Aturdido por el golpe se levantó con rapidez y dando un potente salto le arrojó un machetazo en la cabeza cortándole una oreja.
El monstruo más rabioso se lanzó nuevamente buscando el cuerpo de
Kimo, logrando esta vez morderle la mano; pues éste estaba todavía
aturdido por el golpe que tenía en la cabeza.
Kimo ensangrentado y sin fuerzas, casi vencido, miraba para todos lados buscando ayuda.
El monstruo furibundo se disponía a terminar de matar a Kimo; en su
desesperación abrió los ojos y lleno de rabia y dolor se acercó más
mostrando sus grandes fauces para intimidar más a su presa.
Los dos estaban a la orilla del abismo, y Kimo solo esperaba que se acercara más para esquivarlo y lanzarlo al precipicio.
Pero cuando el monstruo abría su gran hocico para terminar de devorar a
Kimo; una laza cayó en su cuello sujetándolo con fuerza y atándolo
ágilmente a un frondoso árbol de ajuste, momento que aprovechó para
bañarlo de agua vendita y adormecerlo.
Con la vista nublada por la sangre que bañaba su cara, Kimo observó a
Yojandra (que lo había seguido para protegerlo) que con una soga
afianzaba al monstro.
En ese momento haciendo un gran esfuerzo, Kimo se paró y le arrancó del
cuello el talismán y el anillo que le había robado a Yojandra.
Después de tres minutos, el monstruo comenzó a recobrar fuerza y reventó la soga.
Disponiéndose a atacar nuevamente estaba, cuando apareció como por arte
de magia Kanelón con la trompa ensangrentada; pues éste se había
adelantado a inspeccionar la guarida del brujo.
Cuando Kanelón vio a su amo herido, su cuerpo se encrespó y abrió su
hocico mostrando sus colmillos; con las uñas de sus potentes patas rasgó
la tierra hacia atrás, lanzándose con furia sobre el monstruo y
enterrándole sus colmillos en la cabeza.
El monstruo en la agonía de la muerte, enganchó sus poderosas manos
sobre la cabeza de Kanelón y juntos enroscados como un solo cuerpo,
cayeron al despeñadero profundo.
La tierra tembló por el eco de un fuerte aullido y unos minutos después reinaba en ese lugar un profundo silencio.
Habitantes - Manderley
Decidimos comprar la cueva del dragón una mañana soleada de invierno.
Por entonces, Marga ocupaba un alto puesto en la administración y a mí
me iba viento en popa en el bufete. Tan bien que no fueron pocos los
casos que hube de rechazar.
Tanta prosperidad era buena para nuestras cuentas corrientes y para
nuestro ritmo de vida, pero tenía su parte mala. Hacienda esperándonos a
principios de verano como un vulgar ladrón tras la primera esquina. Por
eso empezamos a hacer inversiones.
La primera fue una heladería desvencijada por el tiempo en la que solo
se vendían helados de sabores tradicionales: fresa, vainilla, chocolate,
nata y turrón. La regentaba un matrimonio de edad avanzada que vestía
un uniforme de rayas rosas y blancas. Parecen presidiarios de la calle
de la gominola, dijo Marga cuando entramos acompañados por el asesor
inmobiliario. Y ésa fue la razón por la que la compramos.
Después de la heladería vinieron algunos pisos del centro y varios
adosados de las afueras. Todo el mundo sabe que durante un par de
décadas fue deporte nacional firmar hipotecas imposibles de cumplir. Ni
Marga ni yo nos sentimos culpables al principio. Aunque nada más entrar
en las viviendas notáramos ese olor característico de la ausencia, ni
aunque en todas ellas encontráramos objetos insignificantes que eran el
rastro de la vida huyendo. Hablo de un guante derecho, o de un mechero
con la piedra gastada, o de un lazo azul hielo prendido en el espejo del
baño, esperando inútilmente adornar la coleta de una niña inexistente.
No nos sentimos culpables al principio, ya lo he dicho. Incluso hicimos
una pequeña colección con todos aquellos cachivaches y, a veces, cuando
nos aburríamos o no teníamos ganas de salir, imaginábamos quiénes serían
aquellas personas, dónde estarían en ese momento, si extrañaban la taza
desportillada que se quedó en el fregadero o la sudadera del Atleti que
colgaba en la pared de una habitación infantil.
Pero aquéllo empezó a cambiar. No supimos cómo ni por qué. Solo que, de
pronto, una noche, Marga o yo, o ambos, nos despertábamos entre sudores,
gritando incoherencias, como que el dueño del guante derecho ya no lo
necesitaba, porque se había cortado la mano con la que firmó la
hipoteca. O que la mujer de la taza desportillada había pasado sus
últimas horas en la casa de pie ante el fregadero, ingiriendo pastilla
tras pastilla, un sorbo de agua entre cada una, hasta caer al suelo, y,
en la misma caída, la taza golpeando contra el acero inoxidable.
Consultamos lo que nos estaba ocurriendo con diversos expertos. Desde un
naturópata, que había ayudado a la madre de Marga con un problema
hepático, hasta un psicoanalista de la escuela francesa de Lacan que
había tenido un romance con mi hermana. Finalmente, la solución vino de
lo concreto y tangible, nos la dio un asesor inmobiliario: la nuda
propiedad. Consiste en adquirir un bien pero no el derecho de uso hasta
que se cumplan unas condiciones pactadas en la compraventa. En el ámbito
que nos ocupa, el de las inversiones inmobiliarias, se traduce en que
compras una vivienda con el anterior propietario manteniendo su derecho a
vivir en ella hasta el momento en que se haya pactado. Generalmente es
hasta que muera.
La idea nos gustó mucho. Podríamos seguir invirtiendo en vivienda, pero
la fórmula no partía, como la anterior, de la desgracia ajena, sino que
ayudaba a transformar la desgracia ajena en una ventaja para ambas
partes.
Descartamos la primera casa que nos ofrecieron bajo esta fórmula porque
su habitante parecía tener una resistencia a prueba de bombas. Estaba en
un bosque, a su dueña la acosaban vientos huracanados, un lobo perpetuo
y una nieta ya adolescente que le llevaba alimentos procesados y
bebidas azucaradas desde la ciudad. Nada había podido con la anciana
señora. No era una buena inversión.
La cueva del dragón, en cambio, nos encantó. Estaba en el interior de
una montaña lejana e inaccesible. Dos imponentes estalagmitas de roca se
alineaban en la entrada como para dejar claro que entrabas en las
fauces de una fiera descomunal. Una vez dentro, el asesor inmobiliario
llamó nuestra atención sobre lo bien organizados que estaban los
espacios: una amplia sala para la batalla, una mazmorra con barrotes
dorados para encerrar a la princesa, una pinacoteca de la serie
histórica de batallas, princesas y jorges. Todo verdaderamente
encantador y bien pensado. Hasta contaba con diversas puertas
cortafuegos por si al dragón se le iba la cosa de las manos.
Por si tuviéramos alguna duda, el asesor nos enseñó, de forma discreta,
para no molestar al dragón, el resultado de su última revisión médica.
Era demoledor. A los achaques normales de su edad se sumaban los propios
de una vida exhalando fuego, recibiendo estoques y viviendo más solo
que la una. Firmamos allí mismo. Fue la primera vez que vi sonreír al
dragón.
Un barco en la isla Skye - Menta
Yo estaba en una cueva escondiéndome de los ingleses. Uno de los criados
que Flora MacDonald me había prestado me ayudó a cambiar de ropa; la
falda, las enaguas y el corpiño, cayeron lentamente al suelo, y cuando
me despojé del disfraz de doncella, me sentí libre como la serpiente que
cambia de piel.
«—No quiero morir, grité.»
Miré el mar. Imaginé su sabor salado. No se distinguía ninguna luz; el
barco que debía recogerme no había llegado todavía. ¿Y si no venía? ¿Y
si no venía nunca?
«Voy a decirme un secreto: el barco va a venir y yo no voy a morir.»
A pesar de estas alentadoras palabras, ¿por qué el monstruo que habitaba en mis entrañas no cesaba de estrujarlas?
Me iba a morir, pero de miedo.
Me volví hacia el interior y recogí las ropas tiradas en el suelo;
instintivamente las llevé a la nariz. El suave encaje valencienne me
recordó las andanzas sufridas y su aroma me revolvió el estómago.
«Me voy a morir, pero de asco.
No, mañana estaré en la cubierta del barco, y el aire del mar se llevará lejos los olores que me recuerdan el pasado.»
Voy a contar una historia: durante meses he despistado a mis enemigos
que me buscaban sin descanso. He conocido todos los recovecos de los
castillos jacobitas, hasta que al fin encontré descanso en casa de los
MacDonald, junto a mi fiel y leal Flora. Ella sabía lo que se debía
hacer. Preparó todo, me vistió como si fuera su propia doncella y
viajamos hasta la isla de Skye. Nos despedimos en el Macnab's Bar de
Portree, pero no me acuerdo muy bien de los detalles; estábamos los dos
muy alegres y muy borrachos, y entre risas nos decíamos que esa era la
última vez que nos veríamos, y brindábamos otra vez.
«Parece que tarda el barco. Cuando pienso en mi futuro, siento una dolorosa ansiedad.
Miro el mar, pero sólo veo el rielar de la luna en la superficie rugosa del agua.»
La luna nos había salvado mientras bajábamos por el acantilado. Me
llevaba de la mano uno de los criados, no sé quién era, porque no veía
nada. A mi alrededor se extendía la noche y el terror me hería por
dentro.
«Los dos criados que me han acompañado han ido a buscar algún sitio
resguardado donde puedan vigilar el mar, la llegada del barco y la boca
de la gruta para que nadie pueda acercarse. Me han dejado solo, solo en
medio de la humedad.
¿Cómo voy a presentarme en Roma frente al Papa, mis padres y los
súbditos fieles que nos acompañaron hasta allí? Ellos me despidieron
como Bonnie Prince Charles y esperaban que regresara como rey de
Escocia. No resisto más. Mi corazón arrastra grandes derrotas.
Estoy agotado, por la noche no concilio el sueño. Las imágenes de la
batalla acuden a mi cabeza y siento que me vuelvo loco. Necesito
olvidar, pero ¿cómo hacerlo? ¿Cómo puedo borrar de mi mente los cuerpos
masacrados en el páramo de Culloden?
Un trago me reconfortará, me hará olvidar, me alegrará, no sentiré la
humedad de esta maldita cueva y además, el güisqui adormecerá hasta la
muerte a mi dragón interior.
—Señor, una barca se acerca a la playa. Debe prepararse para huir —gritó
uno de los dos criados, desde la abertura de entrada de la cueva.
—¿Qué dice, desgraciado? Un rey nunca huye. El rey se marcha con toda su comitiva. Vamos.
EL REENCUENTRO - Templeton
―¡Deberían haber llegado hace más de media hora! Esto en otras culturas
no pasa, pero estamos en Cataluña… ―El dragón estaba que se subía por
las paredes.
Apenas iniciados sus lamentos, llamaron a la puerta de la cueva:
―Toc, toc
― ¡Adelante!
Y entraron sus invitados.
― ¡Jordi! ¡Princesa! – exclamó el dragón con la ilusión de un esperado reencuentro.
― ¡Dragón! ¡Qué cambiado estás! ―le respondió Jordi, a la vez que observaba de arriba a abajo su enorme figura.
― Cierto, ¡es como si hubieran pasado siglos! ―exclamó la princesa.
― ¡Cuánto tiempo! ―asintió el dragón sin disimular la nostalgia.
Y así, con esa agradable sensación de volver a coincidir con seres
estimados, una vez intercambiadas las primeras impresiones y habiendo
tomado asiento, comenzaron la reunión programada.
―Os he citado aquí, en la cueva, porque después de muchos años, creo que
ha llegado el momento de actualizar nuestra historia. La leyenda ha
quedado obsoleta para los tiempos que corren, y nuestra gente debe
impregnarse de valores más acordes a la realidad que vivimos ahora. Los
personajes protagonistas también deben ser modernos ―comenzó diciendo el
dragón―. Porque, sin ir más lejos, ya os habéis dado cuenta de los
diferentes que estamos nosotros mismos. Poco queda de aquel dragón que
conocisteis. Desde que me casé, me cortaron las alas. Además, habréis
comprobado que mi aliento ha dejado de ser mortífero, y eso es gracias
al enjuague bucal que uso siete veces al día. Y mantengo el fuego, en la
mirada, al más puro estilo “George Clooney”.
―¡Cuánta razón tienes! ―exclamó la princesa―. De hecho, yo también he
cambiado mucho. Me cansé de una familia con todos los privilegios. No
quería ser vista eternamente como “la hija de”, ni salir en revistas del
corazón, ni que me salpicaran los asuntos de mis padres o hermanos.
Quiero ser una más, en la que destaque la inteligencia por encima de la
belleza, y la fortaleza sobre la sensibilidad. Y en eso estoy, que como
sabes, las mujeres siempre tenemos que demostrar más que los hombres
para conseguir lo mismo.
―No puedo estar más de acuerdo con vosotros ―dijo Jordi aprovechando el
silencio de la princesa―. Las historias legendarias de los pueblos
deben incorporar los nuevos valores con los que se identifican sus
gentes, adaptándolas a los tiempos actuales.
También mi evolución personal sirve como ejemplo de ello. Ya no soy un
hombre de armas tomar… ¡Que yo soy de los que hicieron varios años de
mili!
Pero eso sí, sigo siendo un caballero. Escucho para entender, argumento
para demostrar, respeto por encima de todo. La violencia no sirve para
nada bueno. La solución siempre nace del diálogo, de ese diálogo que
busca el acuerdo.
―¡Exacto! ¡Acabas de dar en la diana! ¡Ese es el sentido que hay que
darle a nuestra historia! ―exclamó el dragón, gratamente sorprendido por
las palabras de Jordi.
Y de ese modo, el dragón, la princesa y Jordi se pusieron manos a la obra para reescribir el cuento de la leyenda de San Jordi:
“Cuenta la leyenda que en un pueblo de Cataluña, hace muchos años recibieron la inesperada visita de un dragón.
El pánico rápidamente se apoderó de los habitantes del lugar, nada más
avistar en el cielo cómo la enorme figura del reptil alado se acercaba
hacia ellos. Pero éste aterrizó en las afueras de la población y se
mantuvo tranquilo, sin dar señal alguna de maldad ni mostrar afán
destructivo.
Pasados unos días, al comprobar que la actitud pacífica del gigantesco
animal se mantenía, una experta en seres mitológicos se ofreció para
comunicarse con el dragón y conocer a qué se debía su presencia en el
pueblo. Al alcalde le pareció una gran idea, y se dispuso a acompañarla
en la misión de encuentro con el gigantesco ser.
Tranquilos y confiados, ambos caminaron hacia la llanura donde el
insólito visitante se había instalado. Apenas éste advirtió la cercanía
de los dos humanos y su mitológica intuición le informó de los nobles
propósitos que traían. Por ello, el gran reptil les recibió con visibles
muestras de satisfacción.
Una vez reunidos los tres, el dragón se identificó como guardián del
Universo y representante de un puente a otro mundo. Y explicó cómo en el
nuevo mundo, la convivencia, la igualdad y la paz son los valores que
deben inspirar el comportamiento de todas y cada una de las personas.”
Y en la leyenda dejó de haber una princesa porque pensaron que nadie
debía tener privilegios por nacer en una familia u otra. Y dejaron de
tratarse la belleza y la fragilidad como elementos característicos de
las mujeres. Y nunca más la violencia resultó la solución para un
problema.
Así fue como Joan, apodado “dragón” por su enorme corpachón, un
ferviente defensor de los valores éticos; Anna Princesa, una ex
aristócrata que en su día lo dejó todo para ayudar en misiones
humanitarias; y Jordi, un ex militar ahora convencido pacifista, viejos
amigos los tres, se reencontraron en la cueva, que con ese nombre era
conocido el despacho de Joan, para contar la historia de un modo
diferente.
ENTRE LA CUEVA DEL DRAGON - Luis Fernando Escobar
Su interior era una flama de núcleo rojo y contornos amarillos. La
sentía recorrer su cuerpo, brazos, piernas, cabeza, cerebro, un ardor
insoportable lo estremecía. Las brasas le consumían el corazón, y se
avivaban en tanto su mente recreaba la historia, tanta veces escuchada
de labios de sus tíos, sus padres o abuelos. Un dragón se había
instalado en su cuerpo y a su vez la cueva donde habitaba.
Quiso extraer todo ese recuerdo calcinado, le dolía el solo hecho de
pensarlo, de sentir como por sus ojos, boca y nariz se manifestaba toda
esa infección provocada por las quemaduras interiores originadas desde
hacía tiempo. Su respiración se entrecortaba, cada vez que esas imágenes
venían a su mente, tenía que abrir la boca para que parte de esa
excitación interior encontrara la salida. No lograba hallar el hilo que
le condujera al origen de ese cuento tantas veces escuchado, desde lados
diferentes y con caminos tan distintos. Sus ojos se tornaron en mar
para apagar el fuego cuando el dragón exhalaba.
Sentado al borde de la cama, no porfiaba por bajarse y poner el pie en
el suelo, el temblor apoderado de su ser, le hacía temer irse de bruces y
chocar contra las baldosas. Decidió sentarse en el centro del lecho,
recogió sus piernas con los brazos y las amarró de manera fuerte, era
una masa compacta. Ardía, su cuerpo era un vidrio próximo a reventar con
el calor que le abrazaba. Miró alrededor y se encontró con las fotos de
sus padres y tropezó con unos ojos tristes. No identificó más. Giró su
cabeza sobre la izquierda y vio la ropa que usó el día anterior, puesta
sobre un taburete de cuero, heredado de su abuelo y sintió un silencio
guardado durante un largo tiempo. ¿Cuantas historias tendría para
contar? Muchas de las que le sobrecogían, quedaban ocultas en el mutismo
del objeto.
Penetrar en la cueva donde habitaba el animal era su lucha, pero algo lo
detenía, le cortaba el paso, la oscuridad no le permitía ir más allá de
ese encuentro con lo que de la luz quedaba en la boca de ese hueco
negro. Hasta ahí era claro, pero no donde habitaba el dragón; era
imposible traspasar con los ojos ese telón oscuro, donde permanecía
oculto el monstruo. Tan solo el calor que generaban sus llamas le hacía
perceptible. Las inflamadas volutas de humo hacían ciego el camino.
Oprimió más fuerte las piernas contra el pecho. El miedo a sumergirse
más adentro, en esa cueva y encontrarse con el lanza llamas de frente,
le cohibía. Frente a la ventana se parquearon unos nubarrones negros,
que hacían al cielo un manto fúnebre, dispuesto a lanzar a cantaros su
pena. Para encender la luz había que bajarse de la cama y no se atrevía,
porque ahora no lograba ver el piso, desapareció sin presentirlo, fue
distante al tanteo de los dedos de sus pies.
Le llegaron las imágenes de unos detectives buscándoles, a él y su
hermana. Y, ¿ por qué sino estaban escondidos? No había necesidad de
esculcar. Les habían dicho, escóndanse, pero el miedo de ser encontrados
les ponía en evidencia. Sus respiraciones asustadas, los trémulos
miembros, un llanto contenido y hasta el palpitar de los corazones, los
dejaban al descubierto. El dragón se removió en la cueva y lanzó su
llama flamígera. Sitió un ardor que le subía por sus extremidades,
quería salir corriendo, los detectives plantados frente a su escondite,
frenaban sus pies, sus manos en posición atlética no respondían y la
respiración contenida solo era propicia para el miedo.
Abrió los ojos, miró a su alrededor, no había detectives, era un hombre
mayor, escondido bajo las sabanas, que sentía hervir su cuerpo y
temblaba dentro de la pijama y con la cara empapada. Las negras nubes en
el firmamento no habían comenzado a disolver su oscuridad amarga. Ellas
seguían allí colgando, mientras luces como cuchilladas las traspasaban
sin poderlas cortar.
El dragón se removió de nuevo en la cueva, las laceraciones propinadas
por su hirviente vaho eran cada vez más profundas, desgarrando las
emociones, lo volvieron estatua. Vio a su padre salir llorando de la
casa escoltado por los detectives, mientras la mamá avanzaba hacia un
vehículo, en el que se montó y partió rauda. Otro de los detectives
llevaba cogidos de la mano a los dos niños, mientras decía:
—Tienen que volver a su casa. —los arrastraba, y ellos hacían repulsa y
correr a pegarse a la falda de la tía. Ella, sus ojos húmedos, con un
pañuelo en la mano que el viento batía, obligándole a decirles adiós sin
desearlo. Sintió que mientras el detective los halaba, la boca de la
cueva del dragón era más cercana y le sentía el aliento rozándole el
rostro. Ya no fue miedo, fue pavor. Sus ojos querían saltar de sus
cuencas, y la mirada era la de un loco.
Todo giraba a su alrededor, nada le parecía coherente, pero la pesadilla
removía los recuerdos y los hacia perceptibles. Pero no lograba llegar
al origen de todo aquello, porque el fondo era nebuloso. El hombre,
atenazado por la fiebre, se convertía en un zurullo, escondiendo su
cabeza entre las rodillas con temor de mirar al frente y encontrarse el
relámpago escupido por la boca del dragón. Deseaba escapar de las telas
que le cubrían en su cama, de ese mismo lecho, pero el vacío debajo de
ella no le permitía poner pie en baldosa firme. La mente despavorida por
la aglomeración de sin razones, no sabía a qué asirse, era un ciclón
disparando momentos sin poder romper los nubarrones cargados de lluvia
que permitieran que el cielo llorara.
Los detectives los montaron a un vehículo y cerraron con fuerza sus
puertas, como maldiciendo con el golpe. Una mujer al interior del coche
intentaba calmar sus gritos, eran inconsolables. La niña había alcanzado
a dar un mordisco a la mano de unos de ellos y este ahora se apretaba
un pañuelo, para estancar la sangre.
—Me tendré que poner una vacuna —comentó con furia—a lo mejor tiene hidrofobia.
—No se preocupe que eso no se transmite de esa manera, es tan solo
una niña asustada —dijo la mujer que ahora los consolaba.
Sintió que la cola del dragón le golpeaba los pulmones, respiró
hondo, pero a pesar del esfuerzo los sintió vacíos. Tuvo que coger aire
de nuevo, pero ellos no se llenaban, la respiración era entrecortada. El
corazón achicharrado aceleró su ritmo, pero el torrente que irrigaba
sus venas no fluía.
Fueron directo al aeropuerto donde les esperaba la mamá y tomaron un
avión rumbo a Bogotá, donde ella vivía. Entre el llanto de los niños el
nombre del padre era como una recámara. La madre les consolaba, les
ponía frente a sus ojos fotos del apartamento donde estarían. Les dio un
dragón y una muñeca, con lo que se fueron calmando las silabas
entrecortadas y los suspiros. Finalmente se durmieron. El reptil se
tranquilizó en su cueva.
Un mes después, se encontraban los dos niños jugando en un parque en el
norte de la ciudad, cuidados por una nana, a la que llamaban Yaya. Los
dos corrían detrás de una pelota, cuando de improviso, un pie detuvo el
juguete. Todo fue un abrazo, una sonrisa. Vamos dijo el padre, les daré
una vuelta en automóvil, por el barrio. Ambos subieron y el vehículo
partió raudo, mientras la mujer entrada en años solo daba gritos de
alarma; su grueso cuerpo le impedía salir detrás y perseguir al intruso.
De nuevo el dragón rasgó su estómago, la candela subía por el esófago y
ardía en la garganta. Se dio media vuelta en la cama, trató de
profundizar su sueño, quería evadir ese lugar oscuro donde vivía la
bestia. Pero no podía desprenderse de lo que le llegaba como marejadas
desde un escondido rincón. Respiró hondo y sintió que una mano rosaba su
frente. Abrió los ojos y se encontró con una mujer vestida de blanco y
una cofia en la cabeza.
—Cálmese don Miguel, no se preocupe que está en buenas manos.
Enseguida el traigo un tranquilizante. Hace un rato viene muy inquieto.
No se preocupe que usted saldrá de esta. —La enfermera le hablaba con
cierta ternura.
—¿Dónde está mi mujer? —su voz se notaba trastornada.
—Ella fue a la farmacia a conseguir unos calmantes para el dolor,
ya debe estar llegando. —El tono de la mujer tenía un relamido como si
hablara a un niño.
En ese instante entro a la habitación Verónica, su esposa. Se alarmó al ver lo sobresaltado que se encontraba su marido.
—¿Que te sucede? —lo dijo con voz excitada.
—No se preocupe, él ha estado bastante inquieto mientras dormía.
Algo le está preocupando. —Verónica miró a la enfermera entornando los
ojos y esta se quedó callada.
—Te traje un roscón de ariquipe con guayaba que tanto te gusta —se
adelantó a decir Verónica en frente de la mirada atenta de la mujer de
blanco. Sacó una de las roscas de una bolsa de papel, la puso en un
plato desechable y lo colocó en la mesita donde le servían la comida a
Miguel. Este se pasó la mano por la frente, se secó en sudor, cogió la
rosca y le dio un leve mordisco, más por no hacer un desaire a su
esposa y se recostó de nuevo sobre la almohada. El sopor lo fundió. Esta
vez se encontró con la imagen del dragón despedazado en la caneca de la
basura de su casa.
Los instrumentos que medían sus signos vitales enloquecieron. La
enfermera le fue sobre el pecho y le comenzó a hacer masajes, mientras
Verónica llamaba a un médico, con su voz medio apagada por el llanto.
La honorable y grandiosa hazaña de Rodrigo III - Jesús López
Una gran espada y reluciente armadura. Un caballo negro y unos músculos
de ensueño. Su belleza solo era comparable a su gran altura. Ese es
Rodrigo III, un gran guerrero (algo lerdo) que se encuentra frente a la
cueva de un dragón. Pero no es cualquier dragón, para Rodrigo es EL
dragón, es EL asesino de su padre Rodrigo II y su abuelo Rodrigo I.
Deja al caballo en la entrada. Se dispone a entrar. El miedo no existe y
su sangre esta ardiente debido a la rabia pero dentro de poco acabaría
el sufrimiento de su familia.
Llega a un claro bastante grande al fondo de cueva. Tira la antorcha.
Examina con determinación. A la derecha hay un atril con un gran libro y
al fondo a la izquierda hay una gran roca de color rojizo.
“Puedo atraer al dragón aquí para luchar con él en un espacio amplio”- piensa Rodrigo en un alarde de inteligencia.
- Sal maldita lagartija, ha llegado la hora de tu juicio final- brama a los cuatro vientos intentando atraer al monstruo.
Poco a poco empieza a oler más a azufre. El caballero sigue gritando para atraer a la bestia.
“La roca se ha movido”-piensa, pero cree que es su imaginación.
Lo que no sabia el hombre es que eso no era una roca, si no la bestia
mal nacida que había venido a matar. Un dragón hambriento y malhumorado
se alza sobre él. El valor del gentilhombre se evapora pero pese a todo
él sigue impertérrito ante la bestia.
- Anda es un hombre - dijo la alimaña mientras se ponía unas gafas de
cerca y a dos patas- Pensé que seria otro elfo. Que pena los elfos me
caen mejor.
- No existen los elfos.
- Si que existen- dijo el dragón algo aburrido.
- No existen- rebatío Rodrigo III, el tozudo.
- ¿Osas contradecirme? - el dragón se encontraba molesto, por que aparte
de feo era irascible- A ver ¿A que has venido aquí? ¿A matarme? ¿Con
que? ¿Con tu estupidez?
- Maldito engendro, te clavare esta espada en pecho y sonriere mientras te arranco el corazón-exclama fingiendo coraje
-A ver unas cuantas cosas: 1. Si estornudo, con el fuego que salga hará
que te quemes en esa armadura de hierro tan bonita. 2. Una espada no
puede herir a un dragón, solo un arma hecha con algo de los de mi
especie puede herirme. 3. No creas que no me he dado cuenta de que te
has cagado de miedo en cuanto me he levantado.
Rodrigo III no pensaba pasar por alto el ultraje del dragón y ataco. La
espada se quebró cuando le dio en la pata al bicho. Aparte de eso,
debido al rebote, el caballero se cayó al suelo de manera cómica.
- Jajajajajajajajajajajajaja- el pobre monstruo estaba al borde de llorar de la risa.
El guerrero humillado miro cabizbajo la espada. Aquel era su fin. Había
sido humillado por aquella bestia y no iba a tener ocasión de
defenderse.
- ¿Que te pasa?¿Estas triste por hacer el ridículo?
- No, la pena es que no podre vengar a mi padre Rodrigo II o a mi abuelo Rodrigo I
- Ahhhhhh recuerdo a esos dos guerreros, eran mucho mejores que tu
obviamente pero no los mate. Tu abuelo comprendió que no podría
asesinarme y se fue pero mientras iba hacía su caballo se desmayo, se
cayó y murió por que se dio un golpe con una piedra en la cabeza. Tu
padre, era más idiota pero también lo entendio, lo acompañe hasta la
salida por si acaso y lo mato el caballo de una coz.
- Pero nunca encontraron sus cuerpos.
- Es que no me gusta tirar comida
Finalmente el dragón acompaño a Rodrigo III a la entrada de la cueva.
- ¿Puedo decir en la ciudad que te mate?
- Claro que si campeón, luego te haces una paja y a dormir de puta madre.
LA GUARIDA DEL DRAGÓN - Gustav
Lo tengo—. Dijo Alberto.
Pues vamos “Teto”, que el cascarrabias de Romualdo nos va a descubrir y si eso ocurre…—eso no ocurrirá, vamos dentro de la casa—, dijo Aberto en voz baja, que en situaciones de riesgo y misterio siempre quería ir más allá, mientras que Pablo no, (o mejor dicho Jaro para sus amigos de la infancia), más reticente no aceptaba ese tipo de desafíos.
Pero si ya tenemos tu balón Teto, tu balón reglamentario, que es por lo que hemos venido hasta aquí, vámonos—. Susurró Pablo a su amigo algo enfadado.
No, ya que estamos aquí, quiero ver que hay dentro, sígueme— contestó tajantemente Alberto mientras se acercaba al muro del cercado, para mimetizarse con la espesura de hierba y ramas secas que había junto al murete de piedra.
Pablo, muy a su pesar pero como de costumbre le siguió sin rechistar. A medida que se acercaban a la casa, con aspecto campestre y algo descuidada, debido a las grietas y falta de pintura de la fachada, vieron que la puerta de acceso estaba entornada y la ventana inferior de la izquierda tenía la persiana subida, se acercaron a ella.
Muy sigilosamente se asomó Alberto y a continuación hizo lo propio Pablo. Hay esta—dijo Alberto¬¬—, en sus ojos se podía ver la admiración de lo que veían; dulzura, bondad y ternura se mezclaban a partes iguales en esa habitación, una niña de cabello moreno, con unos rizos tan profundos como las olas del mar, ojos grandes y oscuros como la noche cerrada y un rostro angelical.
Estaba sentada en la cama, cuando Romualdo entró en la habitación y se sienta en la silla.
¿Hacemos tu cama Lidia?—preguntó Romualdo—. Vale papi—La chica se levanto de un salto y ayudó a su padre.
¿Por qué gritaste ayer a esos chicos papá? Son mis amigos—. Porque se estaban metiendo contigo y no quiero que te hagan daño, ni esos dos ni nadie—. Respondió el padre.
Alberto y Pablo seguían tímidamente asomados en la ventana—, ahora lo entiendo todo, la protección tan dura de Romualdo hacia su hija, después de la muerte de Petra, su mujer, volveré a juntarme con ella— aseguró Alberto.
FIN
Pues vamos “Teto”, que el cascarrabias de Romualdo nos va a descubrir y si eso ocurre…—eso no ocurrirá, vamos dentro de la casa—, dijo Aberto en voz baja, que en situaciones de riesgo y misterio siempre quería ir más allá, mientras que Pablo no, (o mejor dicho Jaro para sus amigos de la infancia), más reticente no aceptaba ese tipo de desafíos.
Pero si ya tenemos tu balón Teto, tu balón reglamentario, que es por lo que hemos venido hasta aquí, vámonos—. Susurró Pablo a su amigo algo enfadado.
No, ya que estamos aquí, quiero ver que hay dentro, sígueme— contestó tajantemente Alberto mientras se acercaba al muro del cercado, para mimetizarse con la espesura de hierba y ramas secas que había junto al murete de piedra.
Pablo, muy a su pesar pero como de costumbre le siguió sin rechistar. A medida que se acercaban a la casa, con aspecto campestre y algo descuidada, debido a las grietas y falta de pintura de la fachada, vieron que la puerta de acceso estaba entornada y la ventana inferior de la izquierda tenía la persiana subida, se acercaron a ella.
Muy sigilosamente se asomó Alberto y a continuación hizo lo propio Pablo. Hay esta—dijo Alberto¬¬—, en sus ojos se podía ver la admiración de lo que veían; dulzura, bondad y ternura se mezclaban a partes iguales en esa habitación, una niña de cabello moreno, con unos rizos tan profundos como las olas del mar, ojos grandes y oscuros como la noche cerrada y un rostro angelical.
Estaba sentada en la cama, cuando Romualdo entró en la habitación y se sienta en la silla.
¿Hacemos tu cama Lidia?—preguntó Romualdo—. Vale papi—La chica se levanto de un salto y ayudó a su padre.
¿Por qué gritaste ayer a esos chicos papá? Son mis amigos—. Porque se estaban metiendo contigo y no quiero que te hagan daño, ni esos dos ni nadie—. Respondió el padre.
Alberto y Pablo seguían tímidamente asomados en la ventana—, ahora lo entiendo todo, la protección tan dura de Romualdo hacia su hija, después de la muerte de Petra, su mujer, volveré a juntarme con ella— aseguró Alberto.
FIN
Las Cenizas del Dragón - Wanda Reyes
El trayecto fue largo desde la ciudad hasta aquel remoto lugar en las
montañas. La neblina hacía casi imposible ver a los carros que venían en
dirección opuesta en la carretera o incluso el divisar la dirección a
la que esta doblaba. El ascenso fue muy lento y los nervios estaban a
flor de piel.
La mente de la detective corría sin parar. Sus pensamientos eran
detenidos únicamente en los momentos en que Enrique detenía el carro al
verse frente a un acantilado.
Repasó en su mente los sucesos de la semana y trataba aún de unir los
puntos que pudieran dar algún indicio que esclareciera los asesinatos.
Miraba el calendario con las fechas en circuladas, y no lograba
encontrar alguna relación con las muertes. Sacó el mapa con los lugares
donde habían sido secuestrados y tampoco tenían algo que los ligaran
entre sí.
Después de meses de investigación por fin habían dado con una pequeña
coincidencia, todos los muertos eran hombres de edad entre los cuarenta y
los cincuenta años, sus restos irreconocibles pudieron ser
identificados únicamente por los registros dentales. De ellos quedaban
únicamente cenizas.
Se realizó un rastreo aéreo en el lugar de la última víctima,
finalmente se logró encontrar que las cenizas de los cuerpos habían sido
dispuestos en forma de dragón. Todas las víctimas fueron asesinadas en
sitios, que al verse en el mapa formaban un círculo y en el centro de
este círculo estaba la cueva del dragón.
Clara se odiaba por no haber visto estas pistas antes, y que las
imágenes del cuerpo del último hombre dispuesto en forma de dragón,
hubiera sido el descubrimiento del policía novato que cuidaba el
perímetro y que torpemente jugaba con un dron que recién había comprado.
Cada vez que escuchaba a sus compañeros detectives hablar en secreto y
reírse cuando ella pasaba, la hacía sentirse incómoda. Toda su vida
había tenido que sobresalir en un mundo de hombres, con cinco hermanos
varones y su padre. Este le enseñó a ser fuerte y autosuficiente.
Siempre fue muy segura de sí misma, hasta el día cuando fue recibida por
sus superiores en aquella estación, y presentada como la mejor
detective de su clase, siendo promovida por sobre muchos otros con más
experiencia que ella. Se creyó juzgada por su género, ante todos los
demás elementos de la estación y por primera vez se sintió vulnerable.
Se exigía siempre un extra para probar que estaba ahí por capacidad y no por algo más.
Aquel hallazgo por el novato revivió aquel primer ingreso a la estación,
y sintió como que su capacidad era puesta en duda nuevamente.
—Estoy aquí Clara, habla conmigo que tal vez te pueda ayudar. Deja de
hablar en murmullos que me vuelves loco. Recuerda que soy el único que
creyó tu teoría de los dragones y estoy aquí no, exponiendo mi vida en
esta maldita carretera a las cinco de la mañana un domingo.
—Sí Enrique, disculpa. Diez cadáveres en un círculo, todos quemados y
dispuestos en forma de dragón. Según mis investigaciones el dragón
representa las fuerzas primitivas de la naturaleza y el universo, es por
lo que escogió este lugar rodeado de naturaleza. Pero… ¿Que lo llevó a
matar a estos hombres? También implica la muerte y el renacimiento de un
nuevo universo y es por lo que creo que su última víctima es un niño
símbolo del centro, el renacer.
El asesino cree representar la lucha entre dos fuerzas, se siente el guardián, ¿pero de qué?
Sentía estar a un paso de resolver el acertijo sola, cuando sonó el teléfono.
—Detective Clara, he realizado la comparación de los diez cadáveres en
todos los aspectos, lugar donde fueron secuestrados, lugar de trabajo,
donde vivían etc. y he encontrado una pequeña coincidencia.
—La llamada se cortó otra vez, Enrique. Sacaré el teléfono satelital y trataré de conectarme con Mariano.
Faltaba poco para llegar a la cueva, se habían adelantado, pero a pocos
kilómetros un grupo de policías venía detrás de ellos, para darles el
apoyo necesario en el rescate. La idea era salir todos juntos, pero
Clara no soportó más el pensar en el destino de aquel niño y le pidió a
Enrique se adelantaran.
—Detective, ¿me escucha ahora?
—Si Mariano, continúa.
—Todos estos hombres fueron miembros o son hijos de miembros fallecidos
de una empresa que tenía nexos con el gobierno y que conseguían
contratos de manera ilegal para explotación forestal en la zona donde
usted se encuentra. La junta la conformaban doce miembros.
—¿Faltan dos entonces?
—Así es, Uno es el nieto de Josué Cabrera. El señor Cabrera y su hijo
fallecieron en un accidente aéreo el año pasado y todas las acciones
pasaron a su nieto, Josué Cabrera Jr.
La detective no salía de su asombro, el asesino tenía al niño Josué y
si había hecho esto con todos los miembros de aquella junta, era
probable que hiciera lo mismo con aquel inocente niño.
Enrique se encontraba claramente estresado entre la carretera que ya les
representaba un reto, y el pensar que llegarían muy tarde.
La detective preguntó sabiendo ya la respuesta, —¿Y el otro hombre que no está muerto es nuestro asesino?
—Así lo parece detective. El comisionado me ha dicho que le comunique que no entre sin antes esperar el apoyo.
.
—Así lo haré Mariano.
Enrique la vio de reojo cuando apagaba el aparato y su mirada le dijo
que no esperaría a nadie, no podía dejar aquel niño a merced de aquel.
Se detuvieron a un kilómetro del lugar para poder inspeccionar el área.
una vez frente a la cueva pudieron entrar y caminaron lo más que
pudieron sin encender las linternas.
—¡Calla!, ¿oyes eso?—, dijo la inspectora susurrando. Un lejano murmullo se escuchaba. Una especie de llanto y cánticos.
El asesino trataba de crear un cambio en el universo, quería cambiar la
idea en aquel pequeño niño de que no debía afectar la naturaleza siendo
él, el único heredero de aquella compañía. Esto le daba a la detective
una pequeña esperanza de que no lo dañaría.
Llegaron a un punto alto de la cueva donde pudieron ver a lo lejos como
el pequeño niño forcejeaba con las cuerdas que lo tenían prisionero. El
asesino encendía una gran fogata y bailaba a su alrededor con una
especie de disfraz de dragón. Finalmente se detuvo y miró al pequeño
niño.
La detective apuntó y espero.
—Lo has prometido Josué, no dañarás este sagrado lugar. Los dioses me lo
han pedido. Yo soy el dragón, el guardián de este lugar y lo protegeré.
Cuando mi esposa e hijo murieron cerca de esta cueva supe que era por
lo que habíamos hecho. Debíamos pagar, pero tú eres el renacer. —El niño
lo miraba asustado esperando ver que haría. —¡Grítalo una vez más!
El pequeño niño gritó entre llanto y enojo. —Si, protegeré este luga…
No terminó la frase cuando un grito de horror inundó la cueva. El hombre
se había lanzado al fuego y una vez prendido en llamas corrió en
círculo hasta que cayó al suelo.
La detective se levantó apresurada y corrió hasta el niño. Sintió por un
momento el temor que el hombre se lanzara sobre el pequeño y lo
quemara.
El sonido de los policías entrando a la cueva era cada vez más cercano, Clara desató a Josué y lo abrazó con fuerzas.
El niño repetía suavemente, —Si, lo protegeré. Si, lo protegeré— Sus pequeños ojos no dejaban de ver al hombre calcinado.
***
Wanda Reyes cuenta con su propio blog en donde ha publicado este relato, si deseas dejar también ahí tu comentario, visita: Relato: Las Cenizas del Dragón en Un Rincon del Alma
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