jueves, 17 de mayo de 2018

FULGOR EN LA OSCURIDAD - Maurice

Fatigado, quedó detenido al ingreso de la caverna. Desde el fondo le llegó el rugido. Se dio cuenta que la historia del maestro había dejado de ser legendaria.

Takeo se educó desde pequeño en el ancestral templo Kotoku─in, bajo la guía del maestro Yasuhiro, de la dinastía Chang. Era voluntad de sus padres, que el mayor de sus hijos creciera en la disciplina ascética.
Para el sabio budista, el ser humano podía lograr la mayor perfección, solo si alcanzaba el dominio de sí mismo, y con esto, un estado de paz interior permanente. Takeo fue el primero de sus discípulos en entender este principio, pero no podía incorporarlo a su existencia. Desde niño, el joven era ocasionalmente presa de un sueño terrorífico: un monstruo lo perseguía asediándole por montes y valles; jamás lo alcanzaba, pero tampoco dejaba de atormentarlo. En la pesadilla, la historia nunca acababa; era un reciclaje permanente del proceso siniestro y desolador.
En su estrategia pedagógica, Yasuhiro narraba la leyenda del dragón Fudo. Habitante del Himalaya, custodiaba en su guarida el arcón milenario “de las emociones”. Así, deseaba transmitirles que solo mediante el coraje y el heroísmo, podrían derribar al “gran mal”, dejando que emergiera el Bien Supremo. Claro que, para Takeo, éste mito se transformo en realidad desde el momento en que advirtió que debía enfrentar a la “bestia” para su liberación definitiva.
Se dirigió al sur, y durante mucho tiempo buscó, a lo largo del gran Himalaya, una señal para llegar a la remota cueva. Caminó en soledad, sorteando ríos, valles y montes nevados; las alturas siderales le hicieron presentir la presencia de Dios, fuere quien fuere; habló con gente de pueblos milenarios. Algunos decían haber escuchado sobre Fudo, pero nadie lo había visto. Era evidente que lo que comenzó siendo leyenda (según él mismo interpretó de su maestro), cada vez más adoptaba forma concreta en la imaginación de los lugareños. El monstruo vivía en el corazón de la montaña. Hacia allí debería dirigir sus pasos.

—La cueva la hallarás detrás del monte Akiyama ─ dijo el anciano mientras ordenaba enceres en el establo─; aquel del pico nevado que ves donde se oculta el sol. Deberás llegar hasta allí, y solo. Quienes fueron antes, jamás regresaron. En la aldea se cree que el mismo demonio está encarnado en Fudo. Pensó que pagaba un precio muy alto por su libertad. Tal vez, era razón suficiente para que muchos murieran esclavos.
Le llevo dos días atravesar el valle y la montaña hasta encontrar la oscura entrada.

Caminó a tientas por la oscuridad absoluta. Solo la luz de la tea hecha con tela embebida en aceite, interrumpía la penumbra. El miedo atenazaba sus sentidos, pero el pensamiento de los frutos que recogería, lo impulsaba a avanzar. Y el rugido se escuchaba más cerca. Pensaba que solo contaba con un puñal, regalo de su padre. Palpando la roca fría en derredor, notó la interrupción de la pared, como si el estrecho espacio por el que se desplazaba se ampliara a un abismo infinito y profundo.
Por instantes interrumpió sus pasos, sin decidir qué hacer. Desplazó la débil antorcha hacia adelante, y la tenue claridad se acentuó con lo que él creyó una hoguera, en el otro extremo. Su impresión pronto fue contrariada: el fuego provenía de la garganta del espantoso… ¿animal? La llamarada salía junto a un estrepitoso alarido proveniente del rugoso vientre, invadiendo el tenebroso espacio, tan luctuoso cómo el ser que lo habitaba.
Intentó sorprenderlo por atrás, pero la bestia lo descubrió mostrándole los verdes ojos que resaltaban en la oscuridad. Aprovechando las aptitudes físicas aprendidas, apagó la tea, trepando a una terraza labrada en la roca. Pensaba que si lograba inutilizar unos de sus ojos, le sería más fácil llegar al corazón. Saltó en la penumbra desde la terraza, aprovechando la claridad dada por el fuego que salía de la boca del dragón; se posicionó en el lomo de la bestia y escaló, aprovechando sus escamas, hasta llegar a la cabeza, mientras el monstruo se zamarreaba para desprendérselo. Levantando el puñal con ambas manos, lo hundió en su ojo izquierdo. Fudo entró en un frenesí de dolor y violencia, arrojando a Takeo por los aires, hasta chocar con las rocas aledañas.

Al regresar de su inconsciencia. El silencio en medio de la fría oscuridad, lo atemorizó dándole una sensación inminente de muerte. No sabía cuánto tiempo transcurrió desde que el dragón lo expulsara por el aire. Solo encontró una llama cerca de donde él estaba y al lado, una sombra que no podía identificar. Se acerco con dudas. El ruido ensordecedor de unos instantes atrás, dio paso a un silencio molesto. Al llegar junto a la pequeña hoguera, comprobó que la sombra siniestra correspondía a un pequeño baúl, de madera gastada y correderas metálicas. Fabrico otra tea. Alzó la tapa del arcón e iluminó en su interior con el corazón a punto de explotar. Pero nada halló. Se preguntó dónde estaría ahora Fudo, a la vez que se sentía revestido de una extraña serenidad, cómo si hubiese desembarazado de pesada carga. Emprendió el camino de regreso por el túnel oscuro hasta ver una luz que parecía indicar la salida.
Se sorprendió verse recostado en su sencilla cama, en el monasterio. El sol se colaba por la ventana de la celda. Sentado a su lado, el maestro Yasuhiro lo observaba sonriente. Quiso decir algo, pero el sabio lo interrumpió:
—Levántate, sal a la vida. Venciste tus miedos.
Comprendió que había ganado la batalla por el dominio de sí mismo. El arcón de las emo-ciones fue cerrado y el dragón interior sepultado para siempre.

***

Nota: El relato fue enviado para ser publicado en la recopilación, pero el autor del mismo también tiene un blog propio, si deseas visitarlo y dejarle un comentario también ahí puedes hacerlo, solo dale clic al enlace: http://mauricenipapaian.blogspot.com.ar/2018/05/fulgor-en-la-oscuridad-para-literautas.html

LA CUEVA DEL DRAGÓN - Labajos

No podía esperar más, había llegado el momento tan postergado. Cualquier error ocasionaría consecuencias no deseadas, pero no tenía más remedio que invadir el territorio de la querida e irascible criatura.

No siempre había sido así. La cría nació con un tamaño muy pequeño, tan desvalida y tierna que enamoraba a todo el mundo, en sus primeros años no paraba de jugar. Era un ser adorable. ¿Como imaginar esa repentina transformación? Puede que fuese su propia naturaleza, las hormonas...¡Sabe Dios! A medida que se aproximaba a su estado adulto, desarrolló un notable incremento de ferocidad, materializado en bramidos que, cual fogaradas, expulsaba de sí con energía en los momentos de irritación.

En la puerta del antro, un cartel anunciaba las consecuencias de una entrada no deseada. Aun así, penetró sigilosamente, procurando no tropezar con la infinidad de objetos que alfombraban la estancia mal ventilada, el ambiente estaba recalentado. Un olor especial, como a hierba quemada, lo invadía todo. Vió brillar las llaves, se acercó, ya las tenía en las manos y cuando procedía a salir rápidamente, pisó algo que produjo un crujido apenas audible. Su rostro se crispó, casi podía oír los latidos de su corazón acelerado. En ese momento, la durmiente a sus espaldas se incorporó gritando: “¡Papá, fuera de mi habitación!”. Salió de inmediato cerrando la puerta tras de sí, suspiró aliviado y sonrió reconociendo que el próximo fin de semana volvería a dejarle el coche.

RECUERDOS BORROSOS - Ilcarbo (R)

Una pequeña gota se desprendió del techo y cayó sobre su cara, sutil pero lo suficientemente molesta como para despertarlo. Confundido miró a su alrededor en busca de alguna referencia, algo que pudiera anclarlo a la realidad, pero lo único que encontró fue oscuridad. Sentía un dolor punzante en la nuca, como si su cerebro estuviera tratando de abrirse paso a martillazos por su cabeza. Lo último que recordaba era estar contándole un cuento a su hijo, alguna tontería llena de dibujos que hablaba de caballeros y lejanas tierras fantásticas, pero después de eso todo se ponía borroso. Con un poco de dificultad trató de recordar cómo había seguido su noche, pero no conseguía que sus recuerdos formaran una secuencia coherente. Sabía que en algún momento su hijo había decidido, por fin, cerrar los ojos y que él se había retirado de la habitación con movimientos de los cuales un ninja estaría celoso, pero luego era todo gris nuevamente, con imágenes inconexas que se materializaban en su mente: un vaso de whisky, un partido viejo que estaban repitiendo en la tele, observar los dibujos de armaduras y criaturas en el libro de su hijo, una pequeña discusión inocente con su esposa… Lo que no podía recordar bajo ningún punto de vista era haber salido de su casa y menos a esas horas de la noche, pero entonces ¿cómo había llegado a este lugar? Fuera lo que fuera este lugar.

Sin expectativas de aclarar el pasado decidió probar con el presente, y trató de ubicarse en tiempo y espacio (inmediatamente descartó la idea de encontrar el tiempo en esa ecuación). Podía sentir la humedad y el calor del lugar envolviendo cada centímetro de su cuerpo, generando una pegajosa capa de sudor sobre su piel y para hacer las cosas un poco más incómodas, un penetrante olor a azufre llenaba el aire. Poco a poco su visión se fue adaptando a la oscuridad, permitiéndole ver el lugar donde se encontraba. Las paredes eran de roca, irregular aunque bastante pulida, al igual que el suelo y el techo del que colgaban infinitas gotas de un líquido blancuzco, pequeñas lanzas amenazantes. Cuidadoso, comenzó a caminar hacía el único lugar posible, dando pequeños y temerosos pasos. A medida que avanzaba el calor era cada vez más abrumador pero la perspectiva de salir de ese lugar refrescaba su esperanza y lo hacía avanzar. A lo lejos se detectaban dos luces rojizas, deberían estar a una distancia enorme porque desde su lugar simplemente parecían dos ojos. De pronto un rugido, como un estallido llenó toda la cueva y se replicó en su cabeza, se tiró al suelo esperando el derrumbe, pero este nunca llegó. Confundido y atemorizado se levantó y fue entonces cuando recordó con claridad el cuento que le había leído a su hijo la noche anterior y lo comprendió. Estaba dentro de la cueva del dragón.

En ambos mundos - Leosinprisa (R)

Los ojos amarillos, grandes como soles en la plenitud del mediodía y con ese brillo interior que solo los seres imbuidos de antigua magia poseen, observaban a la recién llegada. Una humana pequeña, una de sus crías, seres insensatos y desvalidos como no había otros en la creación.

La niña caminaba, con su juguete de trapo entre sus brazos, internándose en la profunda cueva para guarecerse de la lluvia y el viento helado del exterior. Sus pasos eran lentos, indecisa al descubrir que en aquel lugar habitaba la luz y era acogedor frente a la hostilidad que reinaba afuera. Miles de hongos brillaban en su techo, con un resplandor verde azulado, proporcionándole la seguridad que le faltaba para adentrarse en lo desconocido. Se imponía el silencio y un suave viento, cálido y susurrante, que la golpeaba en sucesivos intervalos, secaba sus húmedas ropas.

Estornudó, y sintió un escalofrío. Se había demorado en encontrar ese refugio y el malestar general era un justo pago por su torpeza. Sus padres le habían enseñado a vivir en la naturaleza y...

Los dos ojos amarillos contemplaron como la niña se quedaba rígida. Algo en ella parecía roto, como el muñeco deshecho con forma humana que abrazaba con desesperación. La estudiaron con cuidado, con el detenimiento que una mente preparada por la experiencia de incontables años de vivencias y conocimientos, poseía. Decidió cambiar, y los ojos amarillos disminuyeron de tamaño para adaptarse a su nueva forma, avanzando desde su escondite hasta encontrarse con la cría humana.

Casta, pues ese era el nombre de la niña que se estremecía con su mirada vacía, se dio cuenta de que allí había alguien más. Otra niña, de cabellos oscuros con un extraño mechón irisado, que la observaba plena de curiosidad en su rostro.

—Hola —dijo Casta a la desconocida, aún aturdida por sus pensamientos.

—Hola, ¿quién eres? A mi madre no le gustan los intrusos —dijo la niña del mechón irisado, con una voz tan cálida como aquel viento que agitaba las ropas de ambas.

—Soy Casta de Villanada. Me he perdido —contestó con agitación en sus palabras.

—Pues ahora te he encontrado. Perdida y hallada la niña se encuentra salvada —habló como si aquella situación fuera un amable juego.

—¿Cual es tu nombre? —preguntó Casta confusa.

—¡Mi nombre! —la niña de la cueva se quedó pensativa—. Puedes llamarme Ancalagonaseurixmelandindraga.

—Ancala... —Casta se veía incapaz de recordarlo.

—Con Anca me basta —rectificó con rapidez.

—Sí, Anca, es más corto y bonito.

Anca sonrió, aunque a ella, su nombre completo, mucho más largo que el abreviado que había nombrado en primer lugar, le parecía perfecto, pero la humana no sabía captar los diversos matices que se perdían con tan corto enunciado, por ello decidió adaptarlo a una extrema simpleza que Casta pudiera comprender. Sin embargo, era evidente el deplorable estado en que se encontraba la visitante. Estaba enferma, los ojos delataban una fuerte fiebre y su cuerpo se estremecía, a punto de desmayarse. Se acercó hasta ella para detenerse al alcance de sus brazos.

Casta pudo ver que aquella niña de la cueva tenía unos ojos brillantes, amarillos, muy raros. No eran como los de otras personas que conocía. Su pupila era alargada, como la de los reptiles que su padre cazaba. Aquel recuerdo la hizo estremecerse con fuerza.

—¡Papá! ¡Mamá! —gritó desesperada.

—¡Chiss! vas a despertar a mi madre —dijo Anca mirando preocupada hacía el interior de la cueva. Casta se inclinó como un árbol que hubiera sido cortado de un solo tajo, la otra niña la agarró evitando que se golpeara contra el suelo de piedra. El viento cálido se detuvo. Anca sabía lo que eso significaba: ella se acercaba.

Los poderosos pasos se transmitieron con fuerza por el piso de la cueva. Anca cogió a Casta y la escondió en una grieta, fuera de los escrutadores ojos de la vengativa dragona, quien había perdido a su pareja hacía tiempo, víctima de unos cazadores, pagando a su vez con sus vidas aquel asesinato sin sentido. No todos los dragones eran malvados, sino una minoría que provocaba que el resto de seres los miraran como si fueran unos monstruos. Eso le pareció injusto, los humanos también se comportaban de igual manera, algunos de ellos también tenían intenciones siniestras y no se les juzgaba por unos pocos individuos, salvo su madre. No sabía como ella reaccionaría y si la vida de Casta sería un reconfortante tributo para un corazón herido por las incomprensiones entre ambos mundos.

Para Anca, Casta era un ser inocente y su primer pensamiento era salvaguardar su existencia, incluso ante la cólera de su madre.

—He oído voces humanas —escuchó con poderosa insistencia, proveniente de una titánica dragona plateada cuyo nacimiento se situaba en los inicios del propio mundo donde habitaban, aproximándose rauda hasta su hija.

—Era yo, estaba practicando mis habilidades de cambiaforma —habló Anca, en su lengua materna, con resuelta desenvoltura. Su madre gruñó, alzando su poderoso cuello en cuyo final destacaba una majestuosa cabeza que la miró sorprendida.

—Sabes que no me gusta verte con esa apariencia. Detesto a esas alimañas carentes de inteligencia y compasión —volvió a gruñir con cierto desagrado. Olisqueó a su alrededor frunciendo varias escamas plateadas de sus penetrantes ojos—. Te felicito, hija mía, has sabido captar a la perfección la insana constitución de los deplorables humanos, tanto en forma, movimiento e incluso el olor.

Anca conocía de la dificultad de engañar a su madre. De hecho, sabía que no podría hacerlo, tal era la suprema inteligencia de la que siempre hacía gala y su peculiar tono al hablar delataba que conocía de su secreto.

—Haz que salga de inmediato de su escondite. Seré generosa y le daré una muerte rápida —dijo mirando a su hija con severidad.

—Madre...

—¡Qué salga ya! —exclamó con una potente voz que hizo temblar la cueva.

Anca se dirigió a la grieta, recogió a Casta, quien aún no se había recobrado y estaba sin sentido, depositándola ante su madre.

—Aquí está. Una cría humana, enferma y desfallecida.

La ancestral dragona miró aquel ínfimo despojo, por sus ollares salieron unas vaharadas de fuego mágico que no llegaron a alcanzar a su víctima. Anca lo evitó, desviándolas de su trayectoria. Las piedras donde impactaron ardieron en un potente fuego verde que las consumió al instante.

—No, madre. No consentiré tan horrendo crimen. —La joven dragona se interpuso entre ambas.

—Mi querida hija, tienes un noble corazón. Pero con los humanos tu generosidad será tu pérdida. No les debes dar cuartel. Nunca. No lo merecen.

—Tampoco merece tu rencor. Las dos perdimos algo que amábamos y debemos demostrar que, como seres inteligentes, nuestra piedad supera su total ignorancia. Sus progenitores han sido atacados por nuestros congéneres que deberían haber demostrado no ser como ellos. He conocido el terror en sus ojos al ver los míos.

Su madre abrió los suyos con fuerza. Unos ojos amarillos como los de su hija, con cierto tono anaranjado que cubría los bordes interiores y que hablaban de la enorme longevidad que poseía. Se quedó mirando a la niña y merced a sus poderes entró en su mente.

“Reinaba la alegría, una caravana de carromatos bajo un cielo esplendido, donde habitaba la cordialidad y el buen humor. Luego aquel cielo se oscurecía y el batir de poderosas alas lo llenaba todo. Fuego y gritos, horror y muerte. La suerte la salvó al quedar debajo de un cadáver, el de su propia madre, desgarrado por los dragones atacantes. Después, desolación y una enorme tristeza, furia y congoja reunidas, hambre, incertidumbre y un camino hacia ninguna parte. Al final, la cueva donde ellas vivían, donde siempre habían tenido su cobijo”.

—¿Qué quieres hacer con ella? —dijo más calmada, consciente de la epopeya que la pequeña humana había sufrido.

—Quiero que se quede aquí y cuidarla. Enseñarle que nuestra raza es mucho más que un sinónimo de terror y destrucción. Qué nos ayude a combatir contra aquellos de los nuestros y de los suyos que provocan este odio absurdo.

—Que una humana aprenda algo no cambiará gran cosa.

—Todo debe tener un principio, madre. —Casta gimió, estaba a punto de abrir sus ojos de nuevo.

—Espero que mi sabía hija esté en lo cierto. —La forma de la poderosa dragona cambió, convirtiéndose en una mujer de cabellos plateados. Seguía poseyendo una altiva figura, pero esperaba que así Casta la pudiera aceptar en mayor grado. La niña las miró. La duda y el miedo la acompañaban, pero la fiebre dominaba su cuerpo e incapacitaba cualquier acción apresurada.

—¿Quién eres? —preguntó temblorosa la pequeña humana a la extraña mujer que acompañaba a Anca.

—Soy Glaurungfag...

—Glaur, mi madre se llama Glaur —interrumpió Anca, conocedora de que, por el momento, sus nombres abreviados eran demasiado complejos para la joven humana—. No temas, estas a salvo. Nosotras cuidaremos de ti, este será tu hogar ahora.

—Mi hogar...

—Sí, nuestro hogar —habló Glaur con tono acogedor. Anca miró a su madre. El futuro estaba lleno de incertidumbres y nadie podía predecir si su intento sería afortunado. Lo que si sabían era que podría significar el comienzo de algo nuevo. El comienzo de un nuevo principio. El comienzo de la esperanza.

DRAGOMIAN - Amadeo (R)

Debo confesarles algo. Espero que comprendan mi situación. Debo encontrar la verdad, una respuesta certera a una duda fundamental que tengo desde hace años. La pregunta clave es: ¿Hoy, existen los dragones? o ¿Es hoy solo el mito originario de pueblos muy antiguos, de distintas regiones del mundo? De las respuestas que encuentre, dependerá mi realidad actual. Cada día que pasa, me siento más aislado de todo, menos apreciado por la gente qué hasta comencé a sospechar haber perdido consideración y peso sobre el resto de la población o que se van restando seguidores y que ya muy pocos confían en mí. Igual me sucede con los dra-gones.
Debo reaccionar y para eso, constatar fehacientemente la existencia real de dragones, de cualquier especie, tamaño, forma, con plumas o sin ellas, que lancen fuego por sus fauces o no, con garras enormes o pequeñas. En fin, dragones reales, vivos.

Estoy frente a una cueva de dragones descubierta hace tan solo unos dos meses por tres espeleólogos famosos y confiables. La boca de entrada, en una de las enormes rocas de la montaña Creatón, en el oeste de la región occidental de Mutremba, es grande, de forma casi triangular, tal es así que entro parado, con comodidad. La humedad en el ambiente es bastante agobiante, pero el piso o sendero por donde camino es parejo, algo polvoriento, pero fácilmente accesible. Las paredes rocosas, muy desparejas, con sobresalientes peligrosos me obligan a avanzar con precauciones. Evidentemente hay algunas grietas en lo alto que permiten el ingre-so de poca luz, pero suficiente para no tener que utilizar la linterna que llevo en mi bolso. Avan-zo atento en busca de señales, rastros o indicios básicos. Debo encontrarlos y asegurarme que valen como pruebas de la existencia de estos, mis animales.
Ya es casi medio día y solo hallé algunos dibujos rupestres, borrosos, casi ilegibles co-mo para concluir algo. No parecen representar dragones. Prosigo mi marcha en la cueva que se va angostando, la oscuridad se presenta con más intensidad y un olor fétido la vuelve casi irrespirable. Avanzo temeroso, entro en una zona cálida, muy cálida. No hay fuego, no veo dra-gones con las fauces en llamas. No encuentro rastros de pisadas recientes de ningún tipo. Más allá, a unos diez metros, detecto una claridad sospechosa, llego y encuentro una bifurcación: hay dos caminos angostos, tomo el de la derecha y debo bajar un poco la cabeza al caminar. «Si hay dragones, son pequeños en altura, tal vez sean reptiles emplumados o con gruesas escamas rígidas, de colores. Espero tener suerte y poder responder mi pregunta esencial», pienso mientras alumbro las paredes para no lastimarme. El olor desapareció pero no la hume-dad que es insoportable. La alegría me invade al encontrar, entre piedras informes, tres plumas grises, enormes. «Son de un dragón alado», grito eufórico y el eco me responde: lado, lado, lado. Feliz, busco más plumas, por todos lados, pero aquellas son las únicas. Entonces le pre-gunto a la cueva «¿Hoy, viven, existen los dragones?», y escucho con poca nitidez: ones, ones, ones. Vuelvo a gritarle a las paredes. «¿Dónde los encuentro?», y escucho: entro…, en-tro…, entro y consulto: «¿Adentro?», pero el silencio es total. No comprendo esa negativa de ayuda. Avanzo, busco dragones, señales de ellos. Ya agotado y desilusionado, con los restos de luz de mi linterna, alcanzo a descubrir unos dibujos de una serpiente enorme, larga, gruesa, ondulante, con fuego en la boca, y una inscripción que pareciera en idioma chino, aunque muy borrosa. «¡Es el dibujo de un dragón actual, porque la pintura parece fresca, nueva. ¡Es solo un dibujo!», deduzco apesadumbrado y prosigo, ya con pocas fuerzas y muchas dudas. Llego al final de ese túnel, del camino de la derecha y decido regresar, ante el fracaso y la poca energía ya disponible en la linterna.
Camino presuroso, sin haber encontrado pruebas contundentes sobre dragones vivos, esas señales tan esenciales para mi futuro. Ya en la boca de entrada, noto que afuera reina la penumbra de un atardecer triste como yo. Solo una brisa suave y fresca, indica vida y eso me reconforta, pero no llega a anular mi pesimismo. Sigo inquieto al no saber, no haber hallado la respuesta buscada y por lo tanto dudo si aún podré mantener la vigencia de mis seguidores, de los numerosos acólitos y feligreses devotos que confíen en mí cómo Dragomian, el Dios de los dragones. Sin ellos, no soy nadie, no soy Dragomian.
Si encontrara dragones vivos, mantendría mi vigencia divina, mis poderes e influencia sobre ellos y sus actividades. Busco a seres fabulosos con figuras de serpientes corpulentas, garras de león y alas de águila, muy feroces, que echan fuego por la boca. También animales enormes con escamas, cuernos, dos alas o más, dos o cuatro patas y una cola. Pueden ser de apariencia serpentina, pero mezclada con características de otros seres vivos. Deben desem-peñarse como guardianes, o saberse monstruos y poderosos enemigos. Deben poseer cuali-dades positivas como una gran sabiduría y conocimientos, pero también defectos, como avari-cias y codicias insaciables que los conducirán a devastar campos, poblaciones y así obtener gigantescos tesoros, que compartirán con migo.
Los podría dirigir en sus actuaciones de maldades, beneficios o solidaridades. Hoy, sin la seguridad de sus presencias y tal vez sin dragones devotos que me respeten, soy apenas un simple humano más, un explorador. Me niego a ser solo eso y en un futuro próximo, un simple recuerdo mitológico, a través de descoloridos dibujos alegóricos a mi antigua existencia.
No me doy por vencido, iré en busca de reales y certificadas pruebas contundentes de la existencia de ellos, exploraré en bosques, en cielos y nuevas cuevas de dragones, para no pa-sar al olvido. Pronto les contaré las novedades sobre mi permanencia divina cómo Dragomian. Solo les pido paciencia, que por favor, me esperen. Lo haré, pronto, antes de dejar de existir como divinidad.

Los hermanos de Éigríoch - K. Marce


Por alguna extraña razón, ese pequeño ser sabía muchas cosas. Estaba escondido con sus otros hermanos en la cueva del dragón, que no era otra sino su propia madre. Él contemplaba a los que dormían en ese oscuro, húmedo pero también cálido lugar.
Su madre pertenecía a la rara y selecta clase de dragones del agua, una especie más hermosa que los terrestres. Su cuerpo era esbelto, cubierto de escamas semejantes al topacio azul; estaba enrollada en sí misma, arropada con sus potentes y espléndidas alas, calentando bajo su vientre todos los tesoros acumulados en centurias. Aquellas riquezas ofrecidas por antiguos reyes en pago para que se mantuviera alejada de las villas y los reinos; otros tantos tomados como botín durante sus destrucciones. No sentía mayor dicha que dormir sobre monedas de oro y piedras preciosas.
Los hombres temieron a los dragones, pero con el pasar de los tiempos, el olvido de lo que era real se convirtió en leyenda. Los testigos de sus avistamientos fallecieron y la humanidad nunca los verían de nuevo. Porque vivían largo tiempo, asimismo necesitaban descansar, refugiándose en sus escondidas cuevas. Más por la propia supervivencia de la especie, ese letargo de centurias, donde hibernaron acurrucados en sus tesoros, los hizo despertar. Muchas hembras habían fallecido, o fueron asesinadas durante sus sueños, no así la dragona del agua. Por lo que los machos sobrevivientes llegaron hasta su cueva, y su vientre engendró hijos e hijas. Ella fatigada volvió a echarse sobre el dorado lecho.

En aquella cueva, el único que nunca dormía era Éigríoch, el último en ser engendrado. Todos sus hermanos y hermanas, presumían las cualidades que heredarían de sus progenitores. Lo miraban con desprecio por su tamaño y sus escamas transparentes, con un cuerpo abultado y feo. Se burlaban a su vez que él jamás hablaba de su padre, por no ser extraordinario. Por eso, prefería vigilarles el sueño y no escuchar las burlas que le hacían cada vez que estaban despiertos.
Sus hermanos y hermanas adquirían aquellas cualidades que pronunciaron con orgullo. Los que tenían padres terrestres, desarrollaron alas en sus lomos, aquellos aún con cuerpos de serpientes, tendrían la capacidad de volar. Algunos eran hijos e hijas de los temibles dragones de fuego. Otros lanzarían humo y hielo. No faltaba el que presumía que le saldrían otras siete cabezas, o los que decían que reclamarían sus reinos ubicados en los cuatro puntos cardinales. Sin faltar quienes proclamaban que moverían las aguas, la Tierra y hasta las mismas constelaciones.

Al ir creciendo, se movieron de aquella cavidad para trasladarse a otra, y el pequeño volvió a llegar de último. Su transparencia no era atractiva a los ojos de sus hermanos, quienes se alejaban evitando tocarlo. Mientras que en ellos, el color en sus suaves escamas comenzó a abrillantarse con colores diversos e intensos, azules cobalto, verdes esmeraldas, borgoñas, plateados o dorados, un completo arcoíris que se echaba a dormir uno al lado del otro, esperando el día de abandonar ese agujero. Pero Éigríoch no reflejaba los cambios de la metamorfosis que atravesaba, guardaba silencio y observaba, siempre en vela.
 La algarabía de unos despertó al resto, el hijo de Ladón ya no estaba. Estaban seguros de que por sus cien cabezas había abandonado la cueva primero. Él se autodenominó guardián, protector de la gruta abismal, los ciento de lenguajes que comprendía le permitirían explorar el mundo. Según aquellos, volvería a dar las noticias de lo que vería afuera. Se consolaron todos creyendo tal cosa. Porque cada vez que un pesado sueño les vencía, uno de ellos abandonaba la guarida, comprendieron que no regresarían de nuevo. Creían que cuando se contemplara su transformación, también partirían como lo hicieron sus hermanos mayores.

Los últimos en irse fueron, los hijos de Amaru, que gobernaba las aguas y la vida; le siguió el de Leviatán, el rey del fondo del mar. Quedaron entonces solos, el que engendró Ryūjin, autoproclamado el rey de los océanos, con la capacidad de convertirse en humano a voluntad, y Éigríoch, el pequeño que no hablaba nada, quien lo miro fijamente a los ojos. Una voz potente salió por aquella otrora quieta boca, y pronunció las palabras:
—Ahora, hermano mío, voy a decirte quien es mi padre: los hombres y las bestias lo conocen como "El Innombrable", el más temido de todos los dragones que han existido. Su cuerpo es de humo, su aliento es de éter, dador de sueños y pesadillas. Puede percibir las vanaglorias y los temores de cualquier ser vivo. Su mayor cualidad es que cuando mata, roba la esencia de su víctima y yo heredaré lo mismo que él. Así que tomaré lo tuyo, tal cual hice con ellos: un día me convertiré a voluntad en hombre, caminaré entre las naciones, me rodearé de reinas y reyes, seré tan benevolente, para que me adoren y tan despiadado, para que me teman.
Y sin misericordia mató a su hermano como lo hizo con el resto. Fue entonces que por fin pudo dormir profundamente. Mientras dormía, la corriente lo arrastró a otra recámara, y su metamorfosis se completó, cuando su cascarón comenzó a formarse.

Después, la madre durmió sobre el nido por un tiempo, el crujido de su nacimiento se escuchó. La dragona del agua, vio realizado un milagro en aquél único huevo, del cual nació una hermosa y potente criatura de ojos profundos, capaces de verlo todo. Eran tan negros, iguales a la vastedad del universo. Sus escamas translucían como prismas, con destellos en esplendoroso tornasol; sus enormes alas de diamante, destellaban más que las estrellas.
—¿Tu padre te dio nombre, majestuoso hijo mío?
—Sí, madre. Mi nombre es Éigríoch... que significa: el que es Infinito.


La cueva del dragón - Rita


—¿A dónde vamos…, mami? —resopla Colin. El flequillo se le pega a la frente. Su cabello castaño está oscurecido por el sudor.
Me siento culpable por hacerle correr de aquella manera a tan temprana edad. Pero ha llegado un momento en que me pesaban tanto los brazos que me ralentizaba.
—A la cueva… del dragón. Allí estaremos… a salvo, ¿vale?
Agarro con más firmeza la mano resbaladiza de mi hijo para seguir tirando de él. Al menos, estará a salvo en su lugar favorito. Tal vez allí pueda olvidar el horror vivido.
—¿Por qué… la gente… se ha vuelto mala?
Tragué para deshacer el nudo en mi garganta.
—No es culpa… suya. —Busco una manera sencilla de explicarle a un niño de cuatro años por qué, de pronto, las personas se atacan sin motivo aparente—. Están enfermos.
—¿Y por qué no… los curan… los médicos?
—Los van a curar…, pero van a tardar… un poco. Mientras tanto…, nosotros estaremos… a salvo en la cueva.
En realidad, no estoy tan segura de que eso vaya a pasar. Que se sepa, aún no hay cura. El virus apareció meses atrás de la nada. No se sabe mucho de él, por lo que tengo pocas esperanzas. Sin embargo, un niño pequeño no tiene por qué saber que los monstruos existen.
—¿Por qué papi no viene? ¿Dónde está?
Suspiro, ansiosa, con el corazón en un puño. He llamado a mi marido un centenar de veces, pero no me ha cogido el teléfono.
—Estaba trabajando. Pero no te preocupes, seguro que está bien y vendrá a buscarnos.
No sólo quiero tranquilizar a mi hijo; trato de convencerme a mí misma diciéndolo en voz alta. Pero no funciona. He presenciado una situación desesperanzadora en la ciudad y no es fácil de olvidar.
Después de horas corriendo, agotados, llegamos a una carretera secundaria y, por lo tanto, vacía que lleva a nuestro destino.
—¿Quieres un poco de agua? —le pregunto a mi hijo.
Asiente con la cabeza. Está tan agotado que ni siquiera pronuncia palabra. Lo he llevado en brazos de manera alterna, pero, aun así, Colin ha hecho un gran esfuerzo. Y ni siquiera se ha quejado. Debe de estar tan asustado.
Le miro con ternura antes de sentarnos en el arcén a descansar. Saco una botella de agua de la mochila que he abastecido con suministros antes de salir de casa y se la paso.
—Un sorbito, ¿vale? Tenemos que guardar un poco para después.
—Pero tengo mucha sed.
—Lo sé, peque. —Se me rompe el corazón de ver a mi hijo en aquella situación, cuando nunca le ha faltado de nada—. Pero no tenemos mucha, y, hasta que los médicos no curen a las personas enfermas, no podemos volver a casa.
—Y, ¿cuándo las van a curar?
—No lo sé, pero tenemos que escondernos, al menos, unos días.
—Entonces, ¿no voy a ver La patrulla canina después de cenar? —Su infantil vocecita suena tan triste que se me encoge el corazón.
—Lo siento, mi peque —le doy un fuerte y suave achuchón—, hoy no puede ser.
No tardamos mucho en retomar el camino. No quiero que se nos haga de noche en mitad de la nada. Si en circunstancias normales es peligroso, no quiero ni pensar qué ocurrirá si, de noche, nos sorprende un infectado.
El sonido de un motor llega a mis oídos minutos después de comenzar a caminar. Mi respiración se vuelve irregular. “Calma, Amy, seguro que pasa de largo”, pienso para mí misma. Pero no es así. El vehículo ha aminorado la marcha hasta detenerse. Me vuelvo dispuesta a proteger a mi hijo de cualquier peligro; sin embargo, me sorprendo cuando veo a Ryan bajar del coche y correr hacia nosotros.
—¡Papi!
Colin se lanza a sus brazos y yo lo imito.
—Te he llamado varias veces, pero no me cogías el teléfono —gimoteo en su oído—. Creía que te había pasado algo.
—Lo siento, cariño. No quería preocuparte. —Me besa en la frente—. Me he dejado el móvil en la oficina. Pero sabía dónde buscaros. Y, por lo que veo, no estaba equivocado.
—Gracias a Dios que estás bien —susurro con alivio.
—Ahora sí que estamos a salvo —dijo Colin—. Con papi no nos pasará nada.
Le dedico una tierna mirada, dejando entrever una cálida sonrisa.
—No voy a dejar que os ocurra nada malo —le asegura al pequeño con voz firme.
Veinte minutos después llegamos a la cueva, cuando empieza a intuirse el atardecer.
—Mami, aquí no nos pueden encontrar las personas enfermas —me dice mi hijo mientras lo guío hacia el interior. Un sentimiento de dulzura nace de lo más profundo de mi ser al arropo de mi pequeño, quien trata de calmar mis miedos como el más valiente de los caballeros—. Además, papi nos protegerá con la ayuda del dragón.
Río afectuosamente ante su imaginación. Desde que descubrimos la cueva en el bosque tiempo atrás, su imaginación ha creado historias sin parar, historias protagonizadas siempre por su heroico dragón.
Un sonido en la maleza me saca de mis pensamientos.
—Entrad —susurra Ryan—. Voy a ver qué es.
Saca un arma y vuelve sobre sus pasos.
—Cariño, por favor, ten mucho cuidado —le suplico, con un nudo en el estómago.
Se acerca a mí en una zancada y me acuna el rostro entre sus manos rasposas. Me besa con fuerza en los labios y me dice al separarse:
—Volveré.
La ansiedad se acumula en mi pecho y le estrujo con fuerza los hombros, tratando de controlar mi miedo. Asiento, incapaz de articular palabra.
—Hey, hombrecito —llama a nuestro hijo. El pequeño le mira con unos ojos castaños atentos—. Cuida de tu madre mientras estoy fuera.
—Como un caballero de la mesa redonda —dice emocionado.
—Eso es.
—No tardes, por favor —le ruego un momento antes de verlo desaparecer entre la maleza.
—¿A dónde va papi? —pregunta Colin al tiempo que entramos en la cueva.
—Va a alejar de nuestro escondite a los malos.
—¿Con el dragón de la cueva?
—Sí, peque. —Nos acurrucamos en la penumbra, abrazados—. Ahora hay que estar en silencio, ¿vale?
—Vale —susurra con su adorable vocecita infantil.
Cierro los ojos tratando de retener las lágrimas y rezando para que Ryan vuelva sano y salvo. “Por favor, Dios, tráelo de vuelta”.

Dragón que come poeta... - Ana de la Hoz


Estimado Literauta:

Considero un deber ponerte al tanto de las circunstancias de este relato. Cuenta la historia de un dragón, y se basa en un manuscrito muy antiguo encontrado en una cueva cercana a mi pueblo. Data aproximadamente el sigo XIV. Yo mismo me he encargado de su traducción del castellano medieval. Sí, porque el dragón fue español.

Bueno, ahora que estas advertido, te invito a iniciar la lectura:

Has de saber que los dragones sí existimos. Fuimos tan perseguidos por el ser humano que cuando nos vimos rebasados en número y en recursos, tuvimos que ocultarnos. Sacrificamos nuestra afición a volar sobre las aldeas, cuidar princesas y acumular tesoros. Intentamos varias estrategias para no ser vistos, pero todas resultaron inútiles, el hombre nos encontraba. 

No tuvimos más recurso que pactar con el Supremo. Para seguir existiendo, le pedimos el don de transformarnos en otro animal. Aceptó, más a cambio exigió un millón de escamas de dragón. Lo sometimos a votación y aceptamos al ver que era la única salida. ¿Qué animal seriamos? 

Discutimos mucho, y al final estuvo dividido entre mariposa y cucaracha, por aquello de pasar inadvertidos. Por temor a seguir perseguidos, fueron pocos los que hablaron de hacerse reptiles, aves o mamíferos. Al final quedó en que seriamos mariposas, ya que así volaríamos, habilidad que nos era más preciada que conservar colas, garras y fuego. 

Pusimos manos a la obra. Algunos aportamos más de una escama y al final, cuando ya se agotaba el plazo convenido y estábamos por extinguirnos, hubo dragones que se inmolaron aportando todas sus escamas para completar la cuota.

El sacrificio y la colaboración demostrada conmovieron al Supremo. Nos premió con la transformación en lo que cada uno eligiera.

Aunque hubo mariposas, hubo quienes se transformaron en rosa, en león, en estrella. Yo soy de los que aprovechando la oportunidad, quiso ser hombre, el gran enemigo. Hubo sabios, reyes, magos, hasta bellas damas. 

Yo quise ser poeta. 

El Supremo –sorprendido por mi elección- me preguntó qué tipo de poeta quería ser. 

— Una vez escuché un verso y nunca lo olvidé. Me gustó tanto que devoré al poeta Quiero ser como Ramón Llull . Te pido que la transformación se haga en la cueva del monte Randa. Ahí Ramón pasó tiempo en contemplación y es donde yo quiero vivir, es un sitio seguro, ideal para escribir poesía.

Y así fue.

Me aposenté del sitio de trabajo de Ramón. Se hallaba en buenas condiciones y había todo lo necesario para entregarse a la escritura. Estaban también los libros que dictan la rima, la métrica y el ritmo de la buena poesía. Con lo que no contaba yo, es que estaban escritos en catalán. 

No me amilané. Rescribí lo que recordaba del poema de Lull: 

Dijo el amante al amado
¿Cuál es la noche más oscura?
La de tu ausencia
¿Cuál es el día más claro?
El de tu presencia.
Por ti es que yo vivo,
Por ti es que yo muero

Lleno de entusiasmo me puse escribir. Todo me gustaba, me parecía fabuloso, extraordinario. Estaba por quedarme sin hojas cuando de golpe lo comprendí: ¿Y mi amada? ¿Y ese amor por el que se vive y se muere? Gozo, dolor, alegría, sufrimiento. Lull tuvo su amado, ¡no puedo seguir escribiendo al amado de otro, sintiendo lo que sintió otro!

Es el tercer día desde mi transformación. Por si acaso, empaco los libros y mis escritos. Hoy salgo al mundo a buscar lo que hace poeta al poeta.


Y es así que el dragón que se enamoró de la poesía y que se hizo hombre por ella, dio el primer paso y dejó la cueva.

LA CUEVA DEL DRAGÓN - Jach


Hacía media hora que el matrimonio Peñalver había entrado a la sala de espera del Hospital Callejas y ya ambos tenían la certeza de que había sido el tiempo más largo de sus vidas. En el ala oeste del hospital se juntaban el área de emergencias con la sección de medicina integral, ambas divididas por un estrecho pasillo por el que noche y día corrían las camillas de pacientes cuya dolencia requiriera de una operación urgente. Al final de ese corredor esperaban cuatro quirófanos equipados para intervenciones no planificadas y de casos generalmente graves. En la esquina donde convergen el pasillo y las entradas de urgencias y medicina integral había una pequeña sala de espera para familiares del paciente en quirófano. Lo que hacía a esa sala una especie de cueva infernal era, además de su mínima y enclaustrada estructura, el hecho de que ésta tuviera la difícil tarea de acoger a personas en momentos de gran desesperación. Cuarenta minutos habían pasado ya, pero Diana y Genaro Peñalver habían perdido la noción del tiempo.

Los Peñalver llevaban casados catorce años, en los que habían vivido todo tipo de situaciones. Tres días antes de la boda, Genaro había estado implicado en un altercado con violencia que le había dejado una herida en el antebrazo y por la que tuvo que hacerse curas durante una semana, incluido el día de la ceremonia momentos antes de pisar el altar, cosa que había provocado una incómoda estupefacción en su rostro al escuchar al cura pronunciar las palabras del casamiento y sólo poder centrarse en la casualidad trivial de verse tan íntimamente unido a dos acepciones tan opuestas del término cura en un mismo día. A Diana le había molestado levemente el hecho y durante los primeros días pensó que el embotamiento de Genaro en un momento tan crucial pudo deberse a las dudas sobre la decisión de tomarla como esposa, pero lo cierto es que el hecho no trascendió y el matrimonio había sido bastante feliz.

Nakír era su único hijo, que con trece años estaba en la edad de las patinetas y la edad de no tener miedo, esto se había traducido hacía un par de horas no en el común raspón de una caída, sino en un grave accidente que había dejado al chico inconsciente y con una clavícula rota. En ese momento estaba en medio de una riesgosa operación en el quirófano tres.

El médico les había dicho hacía cincuenta minutos que había que operar para parar el sangrado y una contusión que porque el coma y el hueso y la sangre A+, y nosequé más cosas que no lograban todavía digerir porque ambos estaban en proceso de negación y las palabras del médico se licuaban en su mente sin orden alguno, sólo sabían que su hijo estaba grave y con riesgo de quedar en coma. Ninguno podía salir de la sala hasta que no llegara el cirujano o algún personal del hospital a dar un parte de la intervención. El tiempo pasaba lentamente y el ambiente era tan denso que ambos creían continuamente estar a punto de necesitar también un médico. Ni Diana ni Genaro habían quitado la vista del picaporte de la puerta, y si lo habían hecho habría sido en vano, pues la estupefacción no les permitía ver lo que había a su alrededor, era como si la vista condujera directamente las imágenes a un abismo sin retorno, desechándolas en el seno de un lugar lejano dentro de la mente. No había nadie más en la sala. Al cabo de una hora el picaporte por fin giró noventa grados, la puerta se abrió dejando entrar una luz que Dios haya librado a aquellos señores de asociarla a la del final del túnel. El hombre que apareció entonces, de bata blanca y bigote platinado, era el mismo que les había hecho esperar en aquella sala y el mismo que minutos antes había logrado encajar las dos partes de la clavícula derecha de Nakír. Las palabras esta vez fueron claras y perfectamente comprensibles, tanto así que si Diana y Genaro llegaran a vivir cien años, a pesar de los achaques seniles que el tiempo causa en la memoria, seguirían recordando al pie de la letra aquella frase: "Está fuera de peligro, no hay daño cerebral y la clavícula ya está en su lugar, este muchacho ha tenido mucha suerte". En aquel momento Diana y Genaro se miraron, la consonancia de felicidad que notaba en sus ojos era algo que solo ellos podrían describir, pero ninguno habló, sólo hubo un abrazo, un solo abrazo de apenas diez segundos que ambos sintieron como de tres horas. Las emociones de aquella sala jugaban con el tiempo como les daba la gana. Ya podían salir de ahí, y eso fue lo primero que hicieron al saber la noticia, como si el sopor del ambiente los expulsara a presión de aquel lugar.

Cuando Genaro cruzó la puerta, Diana, que iba detrás, se giró para dar un repaso ahora consciente a la sala, a modo de despedida y como forma de agradecimiento porque a pesar de todo, no les había ido tan mal ahí dentro. Al hacerlo se percató de que la minúscula sala no tenía ventanas, y para compensar ese claustrofóbico hecho habían sido colocadas dos plantas en cada una de las esquinas del fondo, además de una pequeña repisa. Al mirar el objeto que había en aquella tabla, observó una estatua en miniatura de un dragón asiático esculpido con gran minuciosidad. Era tarde para ponerse a reparar en los detalles de la hasta entonces ignorada figura, y lamentó no haber podido observarla mejor durante su larga estancia, aunque a la vez deseaba fervientemente no tener que volver a verla jamás. Al cruzar ella la puerta, el amable cirujano le rozó levemente el brazo y amistosamente dijo: "Señora Peñalver, la espera ha debido ser larga, y esa sala no es la mejor del edificio, ¿sabe? ¡Vaya encierro!, aquí le decimos la cueva… Pero todo ha salido muy bien, su hijo ha sido trasladado a la habitación 14, en el ala este, acompañen a la enfermera, ella les indicará el camino".

La Batalla - Francisco Antonio Rámirez Cruz (Segmento de su novela "El talismán mágico)


Kimo le lanzó un certero machetazo al monstruo, cortándole de un solo tajo la pezuña de la pata izquierda; la sangre le salía a borbollones, irritando más al monstruo que lanzaba fuertes golpes queriendo desmenuzar a Kimo.
Éste se movía como un gladiador, escurridizo ante la embestida del segundo ataque del monstruo que le buscaba la cabeza. 
El monstruo más enfurecido arrojó enérgicos rugidos y en seguida perdió el equilibrio, logrando en su caída pegarle a Kimo un fuerte golpe en la cabeza y lanzarlo diez metros de distancia.
Aturdido por el golpe se levantó con rapidez y dando un potente salto le arrojó un machetazo en la cabeza cortándole una oreja.
El monstruo más rabioso se lanzó nuevamente buscando el cuerpo de Kimo, logrando esta vez morderle la mano; pues éste estaba todavía aturdido por el golpe que tenía en la cabeza.
Kimo ensangrentado y sin fuerzas, casi vencido, miraba para todos lados buscando ayuda.
El monstruo furibundo se disponía a terminar de matar a Kimo; en su desesperación abrió los ojos y lleno de rabia y dolor se acercó más mostrando sus grandes fauces para intimidar más a su presa.
Los dos estaban a la orilla del abismo, y Kimo solo esperaba que se acercara más para esquivarlo y lanzarlo al precipicio.
Pero cuando el monstruo abría su gran hocico para terminar de devorar a Kimo; una laza cayó en su cuello sujetándolo con fuerza y atándolo ágilmente a un frondoso árbol de ajuste, momento que aprovechó para bañarlo de agua vendita y adormecerlo. 
Con la vista nublada por la sangre que bañaba su cara, Kimo observó a Yojandra (que lo había seguido para protegerlo) que con una soga afianzaba al monstro.
En ese momento haciendo un gran esfuerzo, Kimo se paró y le arrancó del cuello el talismán y el anillo que le había robado a Yojandra. 
Después de tres minutos, el monstruo comenzó a recobrar fuerza y reventó la soga.
Disponiéndose a atacar nuevamente estaba, cuando apareció como por arte de magia Kanelón con la trompa ensangrentada; pues éste se había adelantado a inspeccionar la guarida del brujo.
Cuando Kanelón vio a su amo herido, su cuerpo se encrespó y abrió su hocico mostrando sus colmillos; con las uñas de sus potentes patas rasgó la tierra hacia atrás, lanzándose con furia sobre el monstruo y enterrándole sus colmillos en la cabeza.
El monstruo en la agonía de la muerte, enganchó sus poderosas manos sobre la cabeza de Kanelón y juntos enroscados como un solo cuerpo, cayeron al despeñadero profundo.
La tierra tembló por el eco de un fuerte aullido y unos minutos después reinaba en ese lugar un profundo silencio.

Habitantes - Manderley


Decidimos comprar la cueva del dragón una mañana soleada de invierno. Por entonces, Marga ocupaba un alto puesto en la administración y a mí me iba viento en popa en el bufete. Tan bien que no fueron pocos los casos que hube de rechazar.
Tanta prosperidad era buena para nuestras cuentas corrientes y para nuestro ritmo de vida, pero tenía su parte mala. Hacienda esperándonos a principios de verano como un vulgar ladrón tras la primera esquina. Por eso empezamos a hacer inversiones. 
La primera fue una heladería desvencijada por el tiempo en la que solo se vendían helados de sabores tradicionales: fresa, vainilla, chocolate, nata y turrón. La regentaba un matrimonio de edad avanzada que vestía un uniforme de rayas rosas y blancas. Parecen presidiarios de la calle de la gominola, dijo Marga cuando entramos acompañados por el asesor inmobiliario. Y ésa fue la razón por la que la compramos.
Después de la heladería vinieron algunos pisos del centro y varios adosados de las afueras. Todo el mundo sabe que durante un par de décadas fue deporte nacional firmar hipotecas imposibles de cumplir. Ni Marga ni yo nos sentimos culpables al principio. Aunque nada más entrar en las viviendas notáramos ese olor característico de la ausencia, ni aunque en todas ellas encontráramos objetos insignificantes que eran el rastro de la vida huyendo. Hablo de un guante derecho, o de un mechero con la piedra gastada, o de un lazo azul hielo prendido en el espejo del baño, esperando inútilmente adornar la coleta de una niña inexistente. 
No nos sentimos culpables al principio, ya lo he dicho. Incluso hicimos una pequeña colección con todos aquellos cachivaches y, a veces, cuando nos aburríamos o no teníamos ganas de salir, imaginábamos quiénes serían aquellas personas, dónde estarían en ese momento, si extrañaban la taza desportillada que se quedó en el fregadero o la sudadera del Atleti que colgaba en la pared de una habitación infantil.
Pero aquéllo empezó a cambiar. No supimos cómo ni por qué. Solo que, de pronto, una noche, Marga o yo, o ambos, nos despertábamos entre sudores, gritando incoherencias, como que el dueño del guante derecho ya no lo necesitaba, porque se había cortado la mano con la que firmó la hipoteca. O que la mujer de la taza desportillada había pasado sus últimas horas en la casa de pie ante el fregadero, ingiriendo pastilla tras pastilla, un sorbo de agua entre cada una, hasta caer al suelo, y, en la misma caída, la taza golpeando contra el acero inoxidable.
Consultamos lo que nos estaba ocurriendo con diversos expertos. Desde un naturópata, que había ayudado a la madre de Marga con un problema hepático, hasta un psicoanalista de la escuela francesa de Lacan que había tenido un romance con mi hermana. Finalmente, la solución vino de lo concreto y tangible, nos la dio un asesor inmobiliario: la nuda propiedad. Consiste en adquirir un bien pero no el derecho de uso hasta que se cumplan unas condiciones pactadas en la compraventa. En el ámbito que nos ocupa, el de las inversiones inmobiliarias, se traduce en que compras una vivienda con el anterior propietario manteniendo su derecho a vivir en ella hasta el momento en que se haya pactado. Generalmente es hasta que muera.
La idea nos gustó mucho. Podríamos seguir invirtiendo en vivienda, pero la fórmula no partía, como la anterior, de la desgracia ajena, sino que ayudaba a transformar la desgracia ajena en una ventaja para ambas partes. 
Descartamos la primera casa que nos ofrecieron bajo esta fórmula porque su habitante parecía tener una resistencia a prueba de bombas. Estaba en un bosque, a su dueña la acosaban vientos huracanados, un lobo perpetuo y una nieta ya adolescente que le llevaba alimentos procesados y bebidas azucaradas desde la ciudad. Nada había podido con la anciana señora. No era una buena inversión.
La cueva del dragón, en cambio, nos encantó. Estaba en el interior de una montaña lejana e inaccesible. Dos imponentes estalagmitas de roca se alineaban en la entrada como para dejar claro que entrabas en las fauces de una fiera descomunal. Una vez dentro, el asesor inmobiliario llamó nuestra atención sobre lo bien organizados que estaban los espacios: una amplia sala para la batalla, una mazmorra con barrotes dorados para encerrar a la princesa, una pinacoteca de la serie histórica de batallas, princesas y jorges. Todo verdaderamente encantador y bien pensado. Hasta contaba con diversas puertas cortafuegos por si al dragón se le iba la cosa de las manos.
Por si tuviéramos alguna duda, el asesor nos enseñó, de forma discreta, para no molestar al dragón, el resultado de su última revisión médica. Era demoledor. A los achaques normales de su edad se sumaban los propios de una vida exhalando fuego, recibiendo estoques y viviendo más solo que la una. Firmamos allí mismo. Fue la primera vez que vi sonreír al dragón.

Un barco en la isla Skye - Menta


Yo estaba en una cueva escondiéndome de los ingleses. Uno de los criados que Flora MacDonald me había prestado me ayudó a cambiar de ropa; la falda, las enaguas y el corpiño, cayeron lentamente al suelo, y cuando me despojé del disfraz de doncella, me sentí libre como la serpiente que cambia de piel.

«—No quiero morir, grité.»

Miré el mar. Imaginé su sabor salado. No se distinguía ninguna luz; el barco que debía recogerme no había llegado todavía. ¿Y si no venía? ¿Y si no venía nunca?

«Voy a decirme un secreto: el barco va a venir y yo no voy a morir.»

A pesar de estas alentadoras palabras, ¿por qué el monstruo que habitaba en mis entrañas no cesaba de estrujarlas? 

Me iba a morir, pero de miedo.

Me volví hacia el interior y recogí las ropas tiradas en el suelo; instintivamente las llevé a la nariz. El suave encaje valencienne me recordó las andanzas sufridas y su aroma me revolvió el estómago. 

«Me voy a morir, pero de asco.

No, mañana estaré en la cubierta del barco, y el aire del mar se llevará lejos los olores que me recuerdan el pasado.»

Voy a contar una historia: durante meses he despistado a mis enemigos que me buscaban sin descanso. He conocido todos los recovecos de los castillos jacobitas, hasta que al fin encontré descanso en casa de los MacDonald, junto a mi fiel y leal Flora. Ella sabía lo que se debía hacer. Preparó todo, me vistió como si fuera su propia doncella y viajamos hasta la isla de Skye. Nos despedimos en el Macnab's Bar de Portree, pero no me acuerdo muy bien de los detalles; estábamos los dos muy alegres y muy borrachos, y entre risas nos decíamos que esa era la última vez que nos veríamos, y brindábamos otra vez.

«Parece que tarda el barco. Cuando pienso en mi futuro, siento una dolorosa ansiedad.
Miro el mar, pero sólo veo el rielar de la luna en la superficie rugosa del agua.»

La luna nos había salvado mientras bajábamos por el acantilado. Me llevaba de la mano uno de los criados, no sé quién era, porque no veía nada. A mi alrededor se extendía la noche y el terror me hería por dentro.

«Los dos criados que me han acompañado han ido a buscar algún sitio resguardado donde puedan vigilar el mar, la llegada del barco y la boca de la gruta para que nadie pueda acercarse. Me han dejado solo, solo en medio de la humedad.

¿Cómo voy a presentarme en Roma frente al Papa, mis padres y los súbditos fieles que nos acompañaron hasta allí? Ellos me despidieron como Bonnie Prince Charles y esperaban que regresara como rey de Escocia. No resisto más. Mi corazón arrastra grandes derrotas.

Estoy agotado, por la noche no concilio el sueño. Las imágenes de la batalla acuden a mi cabeza y siento que me vuelvo loco. Necesito olvidar, pero ¿cómo hacerlo? ¿Cómo puedo borrar de mi mente los cuerpos masacrados en el páramo de Culloden?

Un trago me reconfortará, me hará olvidar, me alegrará, no sentiré la humedad de esta maldita cueva y además, el güisqui adormecerá hasta la muerte a mi dragón interior.

—Señor, una barca se acerca a la playa. Debe prepararse para huir —gritó uno de los dos criados, desde la abertura de entrada de la cueva.

—¿Qué dice, desgraciado? Un rey nunca huye. El rey se marcha con toda su comitiva. Vamos.

EL REENCUENTRO - Templeton


―¡Deberían haber llegado hace más de media hora! Esto en otras culturas no pasa, pero estamos en Cataluña… ―El dragón estaba que se subía por las paredes.
Apenas iniciados sus lamentos, llamaron a la puerta de la cueva:
―Toc, toc
― ¡Adelante! 
Y entraron sus invitados.
― ¡Jordi! ¡Princesa! – exclamó el dragón con la ilusión de un esperado reencuentro.
― ¡Dragón! ¡Qué cambiado estás! ―le respondió Jordi, a la vez que observaba de arriba a abajo su enorme figura.
― Cierto, ¡es como si hubieran pasado siglos! ―exclamó la princesa.
― ¡Cuánto tiempo! ―asintió el dragón sin disimular la nostalgia. 
Y así, con esa agradable sensación de volver a coincidir con seres estimados, una vez intercambiadas las primeras impresiones y habiendo tomado asiento, comenzaron la reunión programada.
―Os he citado aquí, en la cueva, porque después de muchos años, creo que ha llegado el momento de actualizar nuestra historia. La leyenda ha quedado obsoleta para los tiempos que corren, y nuestra gente debe impregnarse de valores más acordes a la realidad que vivimos ahora. Los personajes protagonistas también deben ser modernos ―comenzó diciendo el dragón―. Porque, sin ir más lejos, ya os habéis dado cuenta de los diferentes que estamos nosotros mismos. Poco queda de aquel dragón que conocisteis. Desde que me casé, me cortaron las alas. Además, habréis comprobado que mi aliento ha dejado de ser mortífero, y eso es gracias al enjuague bucal que uso siete veces al día. Y mantengo el fuego, en la mirada, al más puro estilo “George Clooney”.
―¡Cuánta razón tienes! ―exclamó la princesa―. De hecho, yo también he cambiado mucho. Me cansé de una familia con todos los privilegios. No quería ser vista eternamente como “la hija de”, ni salir en revistas del corazón, ni que me salpicaran los asuntos de mis padres o hermanos. Quiero ser una más, en la que destaque la inteligencia por encima de la belleza, y la fortaleza sobre la sensibilidad. Y en eso estoy, que como sabes, las mujeres siempre tenemos que demostrar más que los hombres para conseguir lo mismo. 
―No puedo estar más de acuerdo con vosotros ―dijo Jordi aprovechando el silencio de la princesa―. Las historias legendarias de los pueblos deben incorporar los nuevos valores con los que se identifican sus gentes, adaptándolas a los tiempos actuales.
También mi evolución personal sirve como ejemplo de ello. Ya no soy un hombre de armas tomar… ¡Que yo soy de los que hicieron varios años de mili! 
Pero eso sí, sigo siendo un caballero. Escucho para entender, argumento para demostrar, respeto por encima de todo. La violencia no sirve para nada bueno. La solución siempre nace del diálogo, de ese diálogo que busca el acuerdo.
―¡Exacto! ¡Acabas de dar en la diana! ¡Ese es el sentido que hay que darle a nuestra historia! ―exclamó el dragón, gratamente sorprendido por las palabras de Jordi. 
Y de ese modo, el dragón, la princesa y Jordi se pusieron manos a la obra para reescribir el cuento de la leyenda de San Jordi:
“Cuenta la leyenda que en un pueblo de Cataluña, hace muchos años recibieron la inesperada visita de un dragón. 
El pánico rápidamente se apoderó de los habitantes del lugar, nada más avistar en el cielo cómo la enorme figura del reptil alado se acercaba hacia ellos. Pero éste aterrizó en las afueras de la población y se mantuvo tranquilo, sin dar señal alguna de maldad ni mostrar afán destructivo.
Pasados unos días, al comprobar que la actitud pacífica del gigantesco animal se mantenía, una experta en seres mitológicos se ofreció para comunicarse con el dragón y conocer a qué se debía su presencia en el pueblo. Al alcalde le pareció una gran idea, y se dispuso a acompañarla en la misión de encuentro con el gigantesco ser.
Tranquilos y confiados, ambos caminaron hacia la llanura donde el insólito visitante se había instalado. Apenas éste advirtió la cercanía de los dos humanos y su mitológica intuición le informó de los nobles propósitos que traían. Por ello, el gran reptil les recibió con visibles muestras de satisfacción. 
Una vez reunidos los tres, el dragón se identificó como guardián del Universo y representante de un puente a otro mundo. Y explicó cómo en el nuevo mundo, la convivencia, la igualdad y la paz son los valores que deben inspirar el comportamiento de todas y cada una de las personas.”
Y en la leyenda dejó de haber una princesa porque pensaron que nadie debía tener privilegios por nacer en una familia u otra. Y dejaron de tratarse la belleza y la fragilidad como elementos característicos de las mujeres. Y nunca más la violencia resultó la solución para un problema. 
Así fue como Joan, apodado “dragón” por su enorme corpachón, un ferviente defensor de los valores éticos; Anna Princesa, una ex aristócrata que en su día lo dejó todo para ayudar en misiones humanitarias; y Jordi, un ex militar ahora convencido pacifista, viejos amigos los tres, se reencontraron en la cueva, que con ese nombre era conocido el despacho de Joan, para contar la historia de un modo diferente.

ENTRE LA CUEVA DEL DRAGON - Luis Fernando Escobar


Su interior era una flama de núcleo rojo y contornos amarillos. La sentía recorrer su cuerpo, brazos, piernas, cabeza, cerebro, un ardor insoportable lo estremecía. Las brasas le consumían el corazón, y se avivaban en tanto su mente recreaba la historia, tanta veces escuchada de labios de sus tíos, sus padres o abuelos. Un dragón se había instalado en su cuerpo y a su vez la cueva donde habitaba.
Quiso extraer todo ese recuerdo calcinado, le dolía el solo hecho de pensarlo, de sentir como por sus ojos, boca y nariz se manifestaba toda esa infección provocada por las quemaduras interiores originadas desde hacía tiempo. Su respiración se entrecortaba, cada vez que esas imágenes venían a su mente, tenía que abrir la boca para que parte de esa excitación interior encontrara la salida. No lograba hallar el hilo que le condujera al origen de ese cuento tantas veces escuchado, desde lados diferentes y con caminos tan distintos. Sus ojos se tornaron en mar para apagar el fuego cuando el dragón exhalaba.
Sentado al borde de la cama, no porfiaba por bajarse y poner el pie en el suelo, el temblor apoderado de su ser, le hacía temer irse de bruces y chocar contra las baldosas. Decidió sentarse en el centro del lecho, recogió sus piernas con los brazos y las amarró de manera fuerte, era una masa compacta. Ardía, su cuerpo era un vidrio próximo a reventar con el calor que le abrazaba. Miró alrededor y se encontró con las fotos de sus padres y tropezó con unos ojos tristes. No identificó más. Giró su cabeza sobre la izquierda y vio la ropa que usó el día anterior, puesta sobre un taburete de cuero, heredado de su abuelo y sintió un silencio guardado durante un largo tiempo. ¿Cuantas historias tendría para contar? Muchas de las que le sobrecogían, quedaban ocultas en el mutismo del objeto. 
Penetrar en la cueva donde habitaba el animal era su lucha, pero algo lo detenía, le cortaba el paso, la oscuridad no le permitía ir más allá de ese encuentro con lo que de la luz quedaba en la boca de ese hueco negro. Hasta ahí era claro, pero no donde habitaba el dragón; era imposible traspasar con los ojos ese telón oscuro, donde permanecía oculto el monstruo. Tan solo el calor que generaban sus llamas le hacía perceptible. Las inflamadas volutas de humo hacían ciego el camino.
Oprimió más fuerte las piernas contra el pecho. El miedo a sumergirse más adentro, en esa cueva y encontrarse con el lanza llamas de frente, le cohibía. Frente a la ventana se parquearon unos nubarrones negros, que hacían al cielo un manto fúnebre, dispuesto a lanzar a cantaros su pena. Para encender la luz había que bajarse de la cama y no se atrevía, porque ahora no lograba ver el piso, desapareció sin presentirlo, fue distante al tanteo de los dedos de sus pies. 
Le llegaron las imágenes de unos detectives buscándoles, a él y su hermana. Y, ¿ por qué sino estaban escondidos? No había necesidad de esculcar. Les habían dicho, escóndanse, pero el miedo de ser encontrados les ponía en evidencia. Sus respiraciones asustadas, los trémulos miembros, un llanto contenido y hasta el palpitar de los corazones, los dejaban al descubierto. El dragón se removió en la cueva y lanzó su llama flamígera. Sitió un ardor que le subía por sus extremidades, quería salir corriendo, los detectives plantados frente a su escondite, frenaban sus pies, sus manos en posición atlética no respondían y la respiración contenida solo era propicia para el miedo. 
Abrió los ojos, miró a su alrededor, no había detectives, era un hombre mayor, escondido bajo las sabanas, que sentía hervir su cuerpo y temblaba dentro de la pijama y con la cara empapada. Las negras nubes en el firmamento no habían comenzado a disolver su oscuridad amarga. Ellas seguían allí colgando, mientras luces como cuchilladas las traspasaban sin poderlas cortar.
El dragón se removió de nuevo en la cueva, las laceraciones propinadas por su hirviente vaho eran cada vez más profundas, desgarrando las emociones, lo volvieron estatua. Vio a su padre salir llorando de la casa escoltado por los detectives, mientras la mamá avanzaba hacia un vehículo, en el que se montó y partió rauda. Otro de los detectives llevaba cogidos de la mano a los dos niños, mientras decía:
—Tienen que volver a su casa. —los arrastraba, y ellos hacían repulsa y correr a pegarse a la falda de la tía. Ella, sus ojos húmedos, con un pañuelo en la mano que el viento batía, obligándole a decirles adiós sin desearlo. Sintió que mientras el detective los halaba, la boca de la cueva del dragón era más cercana y le sentía el aliento rozándole el rostro. Ya no fue miedo, fue pavor. Sus ojos querían saltar de sus cuencas, y la mirada era la de un loco.
Todo giraba a su alrededor, nada le parecía coherente, pero la pesadilla removía los recuerdos y los hacia perceptibles. Pero no lograba llegar al origen de todo aquello, porque el fondo era nebuloso. El hombre, atenazado por la fiebre, se convertía en un zurullo, escondiendo su cabeza entre las rodillas con temor de mirar al frente y encontrarse el relámpago escupido por la boca del dragón. Deseaba escapar de las telas que le cubrían en su cama, de ese mismo lecho, pero el vacío debajo de ella no le permitía poner pie en baldosa firme. La mente despavorida por la aglomeración de sin razones, no sabía a qué asirse, era un ciclón disparando momentos sin poder romper los nubarrones cargados de lluvia que permitieran que el cielo llorara.
Los detectives los montaron a un vehículo y cerraron con fuerza sus puertas, como maldiciendo con el golpe. Una mujer al interior del coche intentaba calmar sus gritos, eran inconsolables. La niña había alcanzado a dar un mordisco a la mano de unos de ellos y este ahora se apretaba un pañuelo, para estancar la sangre. 
—Me tendré que poner una vacuna —comentó con furia—a lo mejor tiene hidrofobia.
—No se preocupe que eso no se transmite de esa manera, es tan solo una niña asustada —dijo la mujer que ahora los consolaba.
Sintió que la cola del dragón le golpeaba los pulmones, respiró hondo, pero a pesar del esfuerzo los sintió vacíos. Tuvo que coger aire de nuevo, pero ellos no se llenaban, la respiración era entrecortada. El corazón achicharrado aceleró su ritmo, pero el torrente que irrigaba sus venas no fluía.
Fueron directo al aeropuerto donde les esperaba la mamá y tomaron un avión rumbo a Bogotá, donde ella vivía. Entre el llanto de los niños el nombre del padre era como una recámara. La madre les consolaba, les ponía frente a sus ojos fotos del apartamento donde estarían. Les dio un dragón y una muñeca, con lo que se fueron calmando las silabas entrecortadas y los suspiros. Finalmente se durmieron. El reptil se tranquilizó en su cueva. 
Un mes después, se encontraban los dos niños jugando en un parque en el norte de la ciudad, cuidados por una nana, a la que llamaban Yaya. Los dos corrían detrás de una pelota, cuando de improviso, un pie detuvo el juguete. Todo fue un abrazo, una sonrisa. Vamos dijo el padre, les daré una vuelta en automóvil, por el barrio. Ambos subieron y el vehículo partió raudo, mientras la mujer entrada en años solo daba gritos de alarma; su grueso cuerpo le impedía salir detrás y perseguir al intruso.
De nuevo el dragón rasgó su estómago, la candela subía por el esófago y ardía en la garganta. Se dio media vuelta en la cama, trató de profundizar su sueño, quería evadir ese lugar oscuro donde vivía la bestia. Pero no podía desprenderse de lo que le llegaba como marejadas desde un escondido rincón. Respiró hondo y sintió que una mano rosaba su frente. Abrió los ojos y se encontró con una mujer vestida de blanco y una cofia en la cabeza.
—Cálmese don Miguel, no se preocupe que está en buenas manos. Enseguida el traigo un tranquilizante. Hace un rato viene muy inquieto. No se preocupe que usted saldrá de esta. —La enfermera le hablaba con cierta ternura.
—¿Dónde está mi mujer? —su voz se notaba trastornada.
—Ella fue a la farmacia a conseguir unos calmantes para el dolor, ya debe estar llegando. —El tono de la mujer tenía un relamido como si hablara a un niño.
En ese instante entro a la habitación Verónica, su esposa. Se alarmó al ver lo sobresaltado que se encontraba su marido.
—¿Que te sucede? —lo dijo con voz excitada.
—No se preocupe, él ha estado bastante inquieto mientras dormía. Algo le está preocupando. —Verónica miró a la enfermera entornando los ojos y esta se quedó callada.
—Te traje un roscón de ariquipe con guayaba que tanto te gusta —se adelantó a decir Verónica en frente de la mirada atenta de la mujer de blanco. Sacó una de las roscas de una bolsa de papel, la puso en un plato desechable y lo colocó en la mesita donde le servían la comida a Miguel. Este se pasó la mano por la frente, se secó en sudor, cogió la rosca y le dio un leve mordisco, más por no hacer un desaire a su esposa y se recostó de nuevo sobre la almohada. El sopor lo fundió. Esta vez se encontró con la imagen del dragón despedazado en la caneca de la basura de su casa.
Los instrumentos que medían sus signos vitales enloquecieron. La enfermera le fue sobre el pecho y le comenzó a hacer masajes, mientras Verónica llamaba a un médico, con su voz medio apagada por el llanto.

La honorable y grandiosa hazaña de Rodrigo III - Jesús López


Una gran espada y reluciente armadura. Un caballo negro y unos músculos de ensueño. Su belleza solo era comparable a su gran altura. Ese es Rodrigo III, un gran guerrero (algo lerdo) que se encuentra frente a la cueva de un dragón. Pero no es cualquier dragón, para Rodrigo es EL dragón, es EL asesino de su padre Rodrigo II y su abuelo Rodrigo I.

Deja al caballo en la entrada. Se dispone a entrar. El miedo no existe y su sangre esta ardiente debido a la rabia pero dentro de poco acabaría el sufrimiento de su familia.

Llega a un claro bastante grande al fondo de cueva. Tira la antorcha. Examina con determinación. A la derecha hay un atril con un gran libro y al fondo a la izquierda hay una gran roca de color rojizo.

“Puedo atraer al dragón aquí para luchar con él en un espacio amplio”- piensa Rodrigo en un alarde de inteligencia.

- Sal maldita lagartija, ha llegado la hora de tu juicio final- brama a los cuatro vientos intentando atraer al monstruo.

Poco a poco empieza a oler más a azufre. El caballero sigue gritando para atraer a la bestia.

“La roca se ha movido”-piensa, pero cree que es su imaginación.

Lo que no sabia el hombre es que eso no era una roca, si no la bestia mal nacida que había venido a matar. Un dragón hambriento y malhumorado se alza sobre él. El valor del gentilhombre se evapora pero pese a todo él sigue impertérrito ante la bestia.

- Anda es un hombre - dijo la alimaña mientras se ponía unas gafas de cerca y a dos patas- Pensé que seria otro elfo. Que pena los elfos me caen mejor.

- No existen los elfos.

- Si que existen- dijo el dragón algo aburrido.

- No existen- rebatío Rodrigo III, el tozudo.

- ¿Osas contradecirme? - el dragón se encontraba molesto, por que aparte de feo era irascible- A ver ¿A que has venido aquí? ¿A matarme? ¿Con que? ¿Con tu estupidez?

- Maldito engendro, te clavare esta espada en pecho y sonriere mientras te arranco el corazón-exclama fingiendo coraje

-A ver unas cuantas cosas: 1. Si estornudo, con el fuego que salga hará que te quemes en esa armadura de hierro tan bonita. 2. Una espada no puede herir a un dragón, solo un arma hecha con algo de los de mi especie puede herirme. 3. No creas que no me he dado cuenta de que te has cagado de miedo en cuanto me he levantado.

Rodrigo III no pensaba pasar por alto el ultraje del dragón y ataco. La espada se quebró cuando le dio en la pata al bicho. Aparte de eso, debido al rebote, el caballero se cayó al suelo de manera cómica.

- Jajajajajajajajajajajajaja- el pobre monstruo estaba al borde de llorar de la risa.

El guerrero humillado miro cabizbajo la espada. Aquel era su fin. Había sido humillado por aquella bestia y no iba a tener ocasión de defenderse.

- ¿Que te pasa?¿Estas triste por hacer el ridículo?

- No, la pena es que no podre vengar a mi padre Rodrigo II o a mi abuelo Rodrigo I

- Ahhhhhh recuerdo a esos dos guerreros, eran mucho mejores que tu obviamente pero no los mate. Tu abuelo comprendió que no podría asesinarme y se fue pero mientras iba hacía su caballo se desmayo, se cayó y murió por que se dio un golpe con una piedra en la cabeza. Tu padre, era más idiota pero también lo entendio, lo acompañe hasta la salida por si acaso y lo mato el caballo de una coz.

- Pero nunca encontraron sus cuerpos.

- Es que no me gusta tirar comida

Finalmente el dragón acompaño a Rodrigo III a la entrada de la cueva.

- ¿Puedo decir en la ciudad que te mate?

- Claro que si campeón, luego te haces una paja y a dormir de puta madre.

LA GUARIDA DEL DRAGÓN - Gustav

Lo tengo—. Dijo Alberto.
Pues vamos “Teto”, que el cascarrabias de Romualdo nos va a descubrir y si eso ocurre…—eso no ocurrirá, vamos dentro de la casa—, dijo Aberto en voz baja, que en situaciones de riesgo y misterio siempre quería ir más allá, mientras que Pablo no, (o mejor dicho Jaro para sus amigos de la infancia), más reticente no aceptaba ese tipo de desafíos.
Pero si ya tenemos tu balón Teto, tu balón reglamentario, que es por lo que hemos venido hasta aquí, vámonos—. Susurró Pablo a su amigo algo enfadado.
No, ya que estamos aquí, quiero ver que hay dentro, sígueme— contestó tajantemente Alberto mientras se acercaba al muro del cercado, para mimetizarse con la espesura de hierba y ramas secas que había junto al murete de piedra.
Pablo, muy a su pesar pero como de costumbre le siguió sin rechistar. A medida que se acercaban a la casa, con aspecto campestre y algo descuidada, debido a las grietas y falta de pintura de la fachada, vieron que la puerta de acceso estaba entornada y la ventana inferior de la izquierda tenía la persiana subida, se acercaron a ella.
Muy sigilosamente se asomó Alberto y a continuación hizo lo propio Pablo. Hay esta—dijo Alberto¬¬—, en sus ojos se podía ver la admiración de lo que veían; dulzura, bondad y ternura se mezclaban a partes iguales en esa habitación, una niña de cabello moreno, con unos rizos tan profundos como las olas del mar, ojos grandes y oscuros como la noche cerrada y un rostro angelical.
Estaba sentada en la cama, cuando Romualdo entró en la habitación y se sienta en la silla.
¿Hacemos tu cama Lidia?—preguntó Romualdo—. Vale papi—La chica se levanto de un salto y ayudó a su padre.
¿Por qué gritaste ayer a esos chicos papá? Son mis amigos—. Porque se estaban metiendo contigo y no quiero que te hagan daño, ni esos dos ni nadie—. Respondió el padre.
Alberto y Pablo seguían tímidamente asomados en la ventana—, ahora lo entiendo todo, la protección tan dura de Romualdo hacia su hija, después de la muerte de Petra, su mujer, volveré a juntarme con ella— aseguró Alberto.
FIN

Las Cenizas del Dragón - Wanda Reyes


El trayecto fue largo desde la ciudad hasta aquel remoto lugar en las montañas. La neblina hacía casi imposible ver a los carros que venían en dirección opuesta en la carretera o incluso el divisar la dirección a la que esta doblaba. El ascenso fue muy lento y los nervios estaban a flor de piel.

La mente de la detective corría sin parar. Sus pensamientos eran detenidos únicamente en los momentos en que Enrique detenía el carro al verse frente a un acantilado.

Repasó en su mente los sucesos de la semana y trataba aún de unir los puntos que pudieran dar algún indicio que esclareciera los asesinatos.

Miraba el calendario con las fechas en circuladas, y no lograba encontrar alguna relación con las muertes. Sacó el mapa con los lugares donde habían sido secuestrados y tampoco tenían algo que los ligaran entre sí.

Después de meses de investigación por fin habían dado con una pequeña coincidencia, todos los muertos eran hombres de edad entre los cuarenta y los cincuenta años, sus restos irreconocibles pudieron ser identificados únicamente por los registros dentales. De ellos quedaban únicamente cenizas.

Se realizó un rastreo aéreo en el lugar de la última víctima, finalmente se logró encontrar que las cenizas de los cuerpos habían sido dispuestos en forma de dragón. Todas las víctimas fueron asesinadas en sitios, que al verse en el mapa formaban un círculo y en el centro de este círculo estaba la cueva del dragón.

Clara se odiaba por no haber visto estas pistas antes, y que las imágenes del cuerpo del último hombre dispuesto en forma de dragón, hubiera sido el descubrimiento del policía novato que cuidaba el perímetro y que torpemente jugaba con un dron que recién había comprado.

Cada vez que escuchaba a sus compañeros detectives hablar en secreto y reírse cuando ella pasaba, la hacía sentirse incómoda. Toda su vida había tenido que sobresalir en un mundo de hombres, con cinco hermanos varones y su padre. Este le enseñó a ser fuerte y autosuficiente.

Siempre fue muy segura de sí misma, hasta el día cuando fue recibida por sus superiores en aquella estación, y presentada como la mejor detective de su clase, siendo promovida por sobre muchos otros con más experiencia que ella. Se creyó juzgada por su género, ante todos los demás elementos de la estación y por primera vez se sintió vulnerable.
Se exigía siempre un extra para probar que estaba ahí por capacidad y no por algo más.

Aquel hallazgo por el novato revivió aquel primer ingreso a la estación, y sintió como que su capacidad era puesta en duda nuevamente.

—Estoy aquí Clara, habla conmigo que tal vez te pueda ayudar. Deja de hablar en murmullos que me vuelves loco. Recuerda que soy el único que creyó tu teoría de los dragones y estoy aquí no, exponiendo mi vida en esta maldita carretera a las cinco de la mañana un domingo.

—Sí Enrique, disculpa. Diez cadáveres en un círculo, todos quemados y dispuestos en forma de dragón. Según mis investigaciones el dragón representa las fuerzas primitivas de la naturaleza y el universo, es por lo que escogió este lugar rodeado de naturaleza. Pero… ¿Que lo llevó a matar a estos hombres? También implica la muerte y el renacimiento de un nuevo universo y es por lo que creo que su última víctima es un niño símbolo del centro, el renacer.

El asesino cree representar la lucha entre dos fuerzas, se siente el guardián, ¿pero de qué?

Sentía estar a un paso de resolver el acertijo sola, cuando sonó el teléfono.

—Detective Clara, he realizado la comparación de los diez cadáveres en todos los aspectos, lugar donde fueron secuestrados, lugar de trabajo, donde vivían etc. y he encontrado una pequeña coincidencia.

—La llamada se cortó otra vez, Enrique. Sacaré el teléfono satelital y trataré de conectarme con Mariano.

Faltaba poco para llegar a la cueva, se habían adelantado, pero a pocos kilómetros un grupo de policías venía detrás de ellos, para darles el apoyo necesario en el rescate. La idea era salir todos juntos, pero Clara no soportó más el pensar en el destino de aquel niño y le pidió a Enrique se adelantaran.

—Detective, ¿me escucha ahora?

—Si Mariano, continúa.

—Todos estos hombres fueron miembros o son hijos de miembros fallecidos de una empresa que tenía nexos con el gobierno y que conseguían contratos de manera ilegal para explotación forestal en la zona donde usted se encuentra. La junta la conformaban doce miembros.

—¿Faltan dos entonces?

—Así es, Uno es el nieto de Josué Cabrera. El señor Cabrera y su hijo fallecieron en un accidente aéreo el año pasado y todas las acciones pasaron a su nieto, Josué Cabrera Jr.

La detective no salía de su asombro, el asesino tenía al niño Josué y si había hecho esto con todos los miembros de aquella junta, era probable que hiciera lo mismo con aquel inocente niño.

Enrique se encontraba claramente estresado entre la carretera que ya les representaba un reto, y el pensar que llegarían muy tarde.

La detective preguntó sabiendo ya la respuesta, —¿Y el otro hombre que no está muerto es nuestro asesino?

—Así lo parece detective. El comisionado me ha dicho que le comunique que no entre sin antes esperar el apoyo.
.
—Así lo haré Mariano.

Enrique la vio de reojo cuando apagaba el aparato y su mirada le dijo que no esperaría a nadie, no podía dejar aquel niño a merced de aquel.

Se detuvieron a un kilómetro del lugar para poder inspeccionar el área. una vez frente a la cueva pudieron entrar y caminaron lo más que pudieron sin encender las linternas.

—¡Calla!, ¿oyes eso?—, dijo la inspectora susurrando. Un lejano murmullo se escuchaba. Una especie de llanto y cánticos.

El asesino trataba de crear un cambio en el universo, quería cambiar la idea en aquel pequeño niño de que no debía afectar la naturaleza siendo él, el único heredero de aquella compañía. Esto le daba a la detective una pequeña esperanza de que no lo dañaría. 

Llegaron a un punto alto de la cueva donde pudieron ver a lo lejos como el pequeño niño forcejeaba con las cuerdas que lo tenían prisionero. El asesino encendía una gran fogata y bailaba a su alrededor con una especie de disfraz de dragón. Finalmente se detuvo y miró al pequeño niño.
La detective apuntó y espero.

—Lo has prometido Josué, no dañarás este sagrado lugar. Los dioses me lo han pedido. Yo soy el dragón, el guardián de este lugar y lo protegeré. Cuando mi esposa e hijo murieron cerca de esta cueva supe que era por lo que habíamos hecho. Debíamos pagar, pero tú eres el renacer. —El niño lo miraba asustado esperando ver que haría. —¡Grítalo una vez más!

El pequeño niño gritó entre llanto y enojo. —Si, protegeré este luga…

No terminó la frase cuando un grito de horror inundó la cueva. El hombre se había lanzado al fuego y una vez prendido en llamas corrió en círculo hasta que cayó al suelo.

La detective se levantó apresurada y corrió hasta el niño. Sintió por un momento el temor que el hombre se lanzara sobre el pequeño y lo quemara.

El sonido de los policías entrando a la cueva era cada vez más cercano, Clara desató a Josué y lo abrazó con fuerzas.

El niño repetía suavemente, —Si, lo protegeré. Si, lo protegeré— Sus pequeños ojos no dejaban de ver al hombre calcinado.

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Wanda Reyes cuenta con su propio blog en donde ha publicado este relato, si deseas dejar también ahí tu comentario, visita: Relato: Las Cenizas del Dragón en Un Rincon del Alma