martes, 21 de mayo de 2019

MONTAME UNA ESCENA DE LITERAUTAS

Saludos,

A veces pasa, que por un desliz o un error de tipeo nos quedamos fuera del taller de Literautas, así que ya que algunos compañeros publican en sus blogs, he decidido que en alguna ocasión muy especial voy a publicar por estos lados, solo aquellas escenas que por un desliz quede fuera, pero nunca aquellos que por falta de tiempo no se hayan publicado en la recopilación; ya que me parece no ser justo con los que sí llegan a tiempo. En fin, que me enredo mucho.

Espero que disfruten de la lectura y si lo desean dejen sus comentarios.

1- Noche de fuegos (Móntame una escena del mes de mayo, 2019)

Noche de fuegos (R)

No tenía coartada, ni podía salir de esa casa. Lo intenté sin resultado, las puertas o las ventanas permanecían cerradas. Hoy estaba aterrada, lo sabrían, aunque no pude evitarlo. Sentirme atrapada en ese apartamento, sola y temerosa me volvía loca. No encontraba un lugar seguro donde esconderme, solo esperaba que él no me encontrara fácilmente, la posibilidad era tan certera que me aceleraba el corazón.
Corrí por todo el lugar, porque la calle parecía un campo de batalla, el fuerte sonido de las explosiones me reventaba los oídos, resonaba con fuerza en mi pecho y solo tenía deseos de llorar. Otra explosión fue tan cercana que la luz entró con tanta violencia por la ventana exponiendo miles de sombras. El zumbido en mis tímpanos me hizo sacudir la cabeza, no sabía si quedarme petrificada o hacerme un ovillo con el cuerpo, el estallido fue tan violento que las alarmas de los coches comenzaron a sonar, haciendo que el bullicio se sumara ya ese caos afuera. Ese bombardeo duró siglos, o al menos así había sido para mí.

 Recordé que pocos días antes soporté similar batalla, gente corriendo por todos lados, lanzando pequeñas dinamitas indistintamente, o al cielo esos misiles que explotaban en manchando las nubes con sus colores de sangre y humo. No tenía a donde refugiarme cuando miré a esa mujer llamándome para que corriera a su lado. Abrió la puerta de un coche, me hacía señales, animándome que me subiera. No dudé, no soportaba un segundo más. Mi única intención era huir de ahí, ir a un sitio tranquilo y silencioso. Pero al subir ese hombre me miró de mala manera. Empezó a discutir, la chica le decía que yo únicamente era una pequeña asustada. Él reclamó que no era su responsabilidad cuidarme, sacarme de la calle o mantenerme. Su sonrisa dulce y un desliz de su mano por la cabeza de él pareció solucionarlo todo: «No te preocupes, amor, solo es un tiempo.»  Por alguna razón, nunca me llevaron a ninguna otra parte. Ella se había encariñado conmigo y los días completaron una semana. Él era muy serio, me veía con celos. Quizá porque Rita estaba muy pendiente de mí. Comenzó a decirme que yo era su hija y ella era mi madre.

Aunque tenían la costumbre de dejarme sola y encerrada. Esta noche él cambió ese mismo traje que llevaba todos los días, ella usaba un vestido muy hermoso. Me dejó sentada sobre el sofá y me dijo: «Volveré pronto, Daysi». Me dio un beso como hacía cada vez que salía de la casa.
Me volví loca al iniciar el ruido, los estallidos, esas luces, porque la noche llegó y no aparecían. Corrí llorando por todos lados, pidiendo a gritos ayuda, pero nadie apareció. Temía que la casa me cayera encima. No supe cómo lo hice, destrocé algunas cosas mientras trataba de meterme en algún rincón, derribé unas sillas, le di vuelta a los jarrones cuando me escondí bajó la mesa. Sabía que él se molestaría conmigo, aunque mi intención solo era parar las explosiones. Estaba escondida, logré acurrucarme debajo del lavado del baño.
Las luces de la casa se encendieron. Escuché su quejido:
-¡Maldita! Mira lo que ha hecho. Cuando la encuentre voy a matarla.
-¡Por Dios, José, te dije que no la dejáramos sola!
Escuché que él me llamaba a gritos. Los nervios se apoderaron de mí y supe que solo estaría segura en un lugar: con mamá. Corrí a buscarla, él se vino detrás de mí, se deslizó en el agua del jarrón que había dejado caer. Ella también trató de sujetarme, pero irracional, me escurrí. Me escondí tras el sillón.
Saqué la cabeza para ver: la sala era un desastre. Mi peluche de león estaba empapado, el jarrón de cristal hecho pedazos, cojines, libros, papeles desparramados en el suelo. Él me encontró y me miró con rabia; pero algo le llamó la atención en el piso. Se agachó a recoger un calendario que le habían dado como regalo en el restaurante chino y que había dejado sobre el sofá. Sin decir palabra se volvió al baño.
Cuando regresó, me miró de otra forma, traía una medicina en pomada y una gasa. Se acercó, me encontraba paralizada, me cargó por lo que pudo sentir mi temblor.
-¿Es sangre, está herida? -dijo ella.
-Sí -él me tomó la pata con delicadeza-. ¡Feliz año nuevo, Daysi! No te preocupes, estás en casa y vamos a cuidarte.
Por primera vez él acarició mi cabeza.

lunes, 18 de junio de 2018

Un hombre afortunado - K. Marce


Llevaba un hacha en la mano, mientras seguía a dos hombres que iban adelante. Caminaban sobre los escombros de lo que hacía un par de horas había sido una callejuela, ahora la ceniza cubría todo el lugar. La mascarilla podría filtrar las partículas grandes, pero el hedor era horrendo. No sabía distinguirlo muy bien, una mezcla entre el típico aroma de la madera quemada y un olor ácido, arenoso, putrefacto del azufre. Los que caminaban al frente, se cubrían la cabeza, nariz y boca con camisas prestadas, solo se veían sus ojos cubiertos de ese fino polvo grisáceo. Ellos eran locales, y guiaban al grupo de siete bomberos a una vivienda en donde sabían que toda una familia soterrada por el humo piroclástico que aquél furioso volcán había expulsado a media mañana de ese día. Un domingo en donde todos estaban en casa, preparándose para las visitas del fin de semana, o saliendo a la misa mañanera.
Caminar era dificultoso, el calor se percibía en el suelo, en el aire, y pese a que era temprano, el cielo estaba oscuro y opaco. Las linternas de los cascos, alumbraban por donde pisaban, que no era sino los techos, porque las cenizas seguían calientes, cubriendo como si fuera nieve de invierno, acumulada en montículos impenetrables.
El silencio era interrumpido por el crujir bajo sus pies, el rebote de los pasos en las láminas de aluminio y los fragmentos que se rompían bajo el peso. Aunque esa misma ausencia de voces, clamando auxilio, era desconsolador. Transcurrieron quince horas de la tragedia cuando los cuerpos de socorro arribaron a la denominada "Zona Cero". Para Fabio, que seguía de cerca de los aldeanos, era su primer año como bombero voluntario. Su experiencia se basaba en apagar conatos de incendio en los bosques alrededor de la ciudad. Unos meses atrás, durante un incendio, los vientos cambiaron de rumbo avivando un fuego que pensaron extinto, cinco de sus compañeros, fueron arrinconados por las llamas, muriendo uno en la escena y cuatro gravemente heridos. Había permanecido en la retaguardia, y junto con otros lograron escapar de las abrazadoras flamas.

Este era otro tipo de trabajo, no era prevención o control, sino uno de búsqueda y rescate. Sus mayores logros habían sido bajar a un gato de un poste de luz, auxiliar un parto en una acera de un populoso bulevar y sacar a un borracho de un río. Así que a cada paso, debía recordar todo lo enseñado y practicado, se mentalizaba que deberían rescatar a esa familia, o al menos, recuperar los cuerpos.
Los aldeanos se detuvieron al borde de un techo, observando que no podían avanzar, discutieron si estaban en el lugar correcto ya que lucía muy diferente a cómo lo recordaban. El jovencito estaba seguro que la propiedad de sus padres estaba cuatro casas adelante. Por donde avanzaron no daba para un paso más, una brecha enorme los separaba del siguiente domicilio. Los hombres buscaron algo que les fuera de utilidad, las ramas caídas o los pedazos de madera utilizadas no fueron suficientes para alcanzar ni siquiera el muro.
El radio del líder advirtió una nueva actividad volcánica, por lo que se les dio orden de abandonar de inmediato la zona. El joven al escuchar tal sentencia, comenzó a dar voces, llamando a sus familiares, con la esperanza de ser escuchado y que aquellos también se dieran a conocer; moviendo la urgencia de sacarlos pese a la advertencia. Su compañero lo tomó del brazo, cuando la alarma se escuchó a distancia. Ese ulular que le hizo negarse a moverse. Los hombres no sabían que hacer, estaban demasiado expuestos para soportar una nueva ráfaga piroclástica. Lo sensato era regresar.

Otras diez horas los separaba de acceder a aquella zona, en donde existía la posibilidad de encontrar personas con vida, por lo que nuevamente emprendieron camino. El joven aldeano iba siempre al frente, no parecía ni cansado, ni desvelado, había una fuerza interna en él. Esta vez llegaron con mayor prontitud, sabían que el camino sobre los tejados era seguro. Cargaron una escalera que les serviría de puente para cruzar dónde antes no pudieron.
El joven corrió al ver la callejuela donde creció, guardando alguna esperanza. Los bomberos lo hicieron a un lado para poder romper la puerta cerrada y tener acceso a la vivienda. Adentro únicamente silencio. Las linternas alumbraban lo que parecía ser una cueva, esa maloliente fetidez seguía presente, con aquella ceniza que lo cubría todo. No existía otro color sino el gris. El joven se hizo paso entre los hombres, buscando a su familia. Las habitaciones también cerradas, arrojaron el peor de los escenarios. Todos ellos yacían muertos en las esquinas, acurrucadas bajo las sábanas. Una mujer anciana estaba en una silla mecedora, con una toalla sobre su cabeza. El joven dijo que era su bisabuela. Comenzó a nombrarlos a todos, a su abuelo, a sus padres, a sus hermanos y pequeños sobrinos. Un total de doce miembros.
El bombero voluntario se conmovió de tal escena, jamás había visto semejante cosa. Sorprendido de la fortaleza de aquel joven que con cuidado tocó la mano inerte de su madre sin una lágrima. Se volvió y quitó a la pequeña bebé escondida en el regazo de su cuñada. La envolvió para llevársela. Era momento de retirar los cuerpos.
Siendo nueve hombres, decidieron sacar a los niños primero, que faltaban cuatro por retirar. Improvisaron hamacas con las sábanas para retirar a dos adultos. Ahora debían hacer otra ruta de regreso, sería difícil salir por los techos. El material de cenizas y lava en las calles seguía caliente, por lo que hacían camino con lo que encontraban, un portón, una teja, una madera o una piedra. A medio camino, un perro blanco manchado comenzó a ladrar, el joven aldeano le silbó por lo que el perro se movió hacía una casa, rascando con vehemencia la entrada. El jovencito se acercó, cargando en un brazo a su sobrinita, y abrió la puerta. Los otros bomberos le llamaron para que no entrara solo, a los pocos momentos él salió con un segundo bebé en los brazos, era una niña que encontró con la ayuda del perro, escondida en un clóset, estaba viva. Así salieron todos, buscando la salida hasta el grupo de ambulancias, el perro se vino con ellos, como si supiera que ya no tenía nada que hacer.

Las cámaras de los reporteros se abalanzaron sobre ellos, preguntando estupideces o guardando respeto. El joven que cargaba a los bebés dijo que creía que nadie de su familia había sobrevivido, eran treinta y siete los que vivían en esa zona. La niña "Milagros" fue llevada a los paramédicos, mientras el perro movía la cola siguiéndola. Fabio dejó el cuerpo que cargaba con otros compañeros; mientras se quitó por fin la máscara. Las lágrimas comenzaron a rodarle por sus mejillas cenizas, pensando en aquél joven que lo había perdido todo; pensó en sus propios padres, su joven esposa. Pero en ese momento, no se sintió un hombre afortunado.

***
Homenaje a los grupos de socorro del mundo y a las víctimas de la tragedia del Volcán de Fuego, ocurrida en Guatemala, el domingo 3 de junio, 2018.
Donaciones: Cuenta # 3033699352 de Banrural a nombre de Cruz Roja Guatemalteca, Código Swift/IBAN GT03 BRRL 0101 0000 0030 3369 9352

EL HOMBRE AFORTUNADO - JACH


Llevaba un hacha en la mano porque su padre le había dicho que era la mejor herramienta para cortar las raíces externas de la higuera. Sebastián era muy de hacer caso a los consejos, sobre todo si el autor de éstos ya había fallecido. Era como si la muerte le otorgara inmediatamente la razón a las personas, y no hacer caso de lo que dijeron en vida fuera una falta de respeto capaz hasta de perturbar aquello del descanso eterno. Por eso Sebastián tenía costumbres como no mezclar lácteos con cítricos o no taparse la nariz al estornudar, entre muchos otros hábitos que respondían al arsenal de consejos dejado por sus mayores.

A él le parecía que un cuchillo podría ser mejor instrumento para la labor que se disponía a hacer en esa tarde de mayo, mes en el que las raíces de la higuera cobraban fuerza por la lluvia y salían de la tierra, dificultando el único camino de entrada a la finca familiar.

«Lo que tendría que hacer es dejarlas crecer y así no podrían entrar en el patio los estúpidos niños de los González», pensó Sebastián mientras cruzaba el jardín. Pero ahí estaba el poderoso consejo dejado por la bisabuela, quien decía que había que mantener el camino de entrada totalmente despejado de maleza y que los González, familia honrada y de confianza, era bienvenida en todo momento.

«Un día me voy a equivocar y en vez de dar un hachazo a la maleza se lo daré al pie de Miguelito», pensó de nuevo Sebastián. En el camino desde la puerta de la casa hasta el portón de la finca se iban intercalando en su mente macabros pensamientos y apaciguantes mandatos.

Al llegar al pie del árbol, Sebastián se puso a talar la fastidiosa maraña de raíces que sobresalían de la tierra y que eran trampas mortales para cualquiera que se dispusiera a caminar por el terreno.
—Hola, Sebas—Sonó una voz femenina a la derecha del portón—. Era Lucía González, la hija mayor de la familia vecina. Una muchacha de poco más de veinte años con una delicadeza y educación poco comunes en alguien criado en el campo. —Hola— Dijo Sebastián, sin saber si la falta de aliento era por el esfuerzo físico o por la congoja que le producía estar cerca de aquella mujer.
—Nunca fallas, cada mayo dejas esto como la entrada a un palacio—Dijo en tono amable la muchacha—.
—Sí. Mi padre lo hacía siempre; a mí también me gusta, me relaja cortar—Respondió Sebastián en todo resignado—.
—Qué afortunado tu padre, todavía siguen manteniendo las cosas como a él le gustaban—Agregó Lucía mientras se disponía a seguir su camino—.

En ese momento Sebastián supo que estaba atrapado, sonrió levemente esperando que Lucía no notara nada. Su pie había entrado entre dos gruesas raíces y para sacarlo debía ponerse a maniobrar, o también podía dar una hachazo certero y librarse más rápido de aquello, pero debía tener buena puntería.
La muchacha llevaba prisa así que se despidió dulcemente con un gesto de mano y siguió su camino, y menos mal, porque de haberse quedado un poco más habría notado el hastío que aquella labor le producía a aquel hombre.

Sebastián se quedó abstraído por unos momentos, mientras miraba su pie enganchado y aún sin la disposición necesaria para zafarse de ahí, pensaba absorto en lo que le acababa de decir Lucía.
«¿Cómo puede ser afortunado un hombre que está muerto? ¿De qué le sirve ahora esto?»
Soltó el hacha y se dispuso a sacar el pie con un par de movimientos, lo iba a necesitar para ir detrás de Lucía, lo demás podía esperar.

"El hombre afortunado" - Ceyla Ramos


Llevaba un hacha en la mano y se paseaba con ella de un lado a otro. Su cuerpo esbelto y su bella figura contrastaban con la vieja y oxidada hacha de mango corto que cargaba como si fuera su bien más preciado.

—¿Esto les gusta? —preguntó levantando la afilada hacha hacia los tres hombres encadenados—. ¿O prefieren que sea rápido y sin dolor?

Nos hablaba como si fuera a tomar en consideración alguna de nuestras respuestas, cuando en realidad sabíamos que era una psicópata que se divertía con esas pequeñas conversaciones en las que fingía ser nuestra amiga.

Era nuestro tercer día en ese infierno. En medio del cansancio y del intenso dolor corporal, mi mente trataba de entender cómo una mujer tan joven, tan bella y tan, aparentemente, frágil había podido someter y torturar a tres hombres adultos, más fuertes y corpulentos que ella. Por más que lo habíamos intentado, nuestras fuerzas no habían sido suficientes para escapar de su crueldad durante tres largos días.

—Sí, mejor lo hacemos más fácil. —La mujer soltó el hacha, se amarró el cabello en una cola, y mirándonos con una sonrisa, tomó el revólver que estaba en la mesa frente a nosotros. —Ya me estoy cansando de tanta sangre.

Miré a mis compañeros y, al igual que yo, parecían vencidos. Sus rostros estaban desfigurados por los golpes. Supuse que yo debía verme igual, porque la cara me dolía, me ardía y la sangre palpitaba con fuerza en cada una de las heridas de mi cuerpo, aumentando mi dolor.

Estábamos desnudos, sedientos y sin fuerzas. Ella había tomado todas las precauciones para evitar que muriéramos. Al principio, lo agradecí. Pero ahora, prefería estar muerto.

—Tal cómo se los había prometido, hoy terminaremos con esto. —De un brinco, se sentó en la mesa, apoyó sus manos en el borde y, mientras hablaba, balanceaba sus piernas en el aire, lo que le daba un aspecto infantil que no concordaba con las circunstancias. —La buena noticia es que uno de ustedes vivirá.

¿Era una buena noticia vivir y estar a solas con ella?

—La mala noticia es que aún no decido quién será el afortunado. En esto van a tener que ayudarme. —La sonrisa que salió de su rostro me produjo un escalofrío. —¿Quién de ustedes debe vivir? ¿Cuál de estos tres asquerosos violadores de mujeres merece vivir?

El odio en sus palabras hizo que mi intuición se activara. Más que un final, este era el inicio de otro de sus juegos.

—¡Si vas a matarnos, hazlo de una vez! ¡Maldita perr… —Un disparo en la entrepierna interrumpió las palabras del más joven de los tres.

Sin inmutarse, la mujer había levantado el arma y, con una increíble puntería, destruyó el instrumento que había infligido dolor a muchas chicas en el pasado. 

El joven lloraba y gritaba. Gritaba desgarrándose la garganta. Y sus gritos sólo servían para martirizar a los borregos que esperábamos en fila nuestro turno.

—Ay, ya deja de llorar. —Un tiro en la cabeza del joven silenció los gritos.

Atónito, miré el cadáver y un gran anhelo por vivir afloró en mi interior.

—Bueno, continuemos. ¿Por qué alguno de ustedes merece vivir? —Los dos guardamos silencio. —Por favor, no tengo todo el día —insistió ella.

—Ya no me importa lo que pase conmigo… —dijo el hombre a mi derecha. Estaba derrotado. Lloraba con la cabeza hundida en el cuello. Tenía los ojos cerrados con fuerza, como esperando que su castigo llegara en cualquier momento.

—¿Y qué hay de ti? —dijo ella dirigiéndose a mí.

La miré tratando de encontrar en sus ojos algo de piedad, pero en ellos no había ningún tipo de benevolencia.

—Te juro que no lo volveré a hacer —dije con un hilo de voz, temiendo que mis palabras terminaran causándome más daño que beneficio.
—¿Estás seguro? —preguntó ella levantando una ceja.
—Sí. Nunca más tocaré a una mujer si ella no lo quiere.
—¿Y por qué tengo que creerte?
—Porque es la verdad. Después de esto, jamás veré a las mujeres como solía hacerlo.

Durante mi vida, le había prometido mil veces a Dios que no volvería a violar a una mujer, pero le había fallado cada vez. Pero ahora estaba seguro de que lo cumpliría porque, después de tres días en sus manos, una mujer me había cambiado.

—Mmm… —dijo con sus ojos puestos en mí, pero con su mente ocupada en otras cosas —. ¿Estás dispuesto a soportar una vida sin satisfacer tus sucios deseos? ¿Estás dispuesto a renunciar a todo eso?
—Sí. —dije sin titubear.
—Ok, me has convencido.

Con un disparo a sangre fría terminó con la vida del hombre que estaba a mi lado, que se fue de este mundo sin volver a abrir los ojos. 

La mujer se acercó a mí, me desató y a empujones me subió en la mesa. Me obligó a acostarme sobre mi costado, y cuando estuve en la posición “adecuada”, volvió a encadenarme.

El miedo me sobrepasó, las lágrimas salían de mis ojos sin control y mis sollozos suplantaron el llanto de mis compañeros.

—No llores, cariño. —La mujer se paró a mi lado y me acarició la cabeza con ternura. —Ya casi terminamos.

Con determinación, levantó el hacha y la dejó caer sobre mí. Un paralizante dolor me partió por la mitad y la inconsciencia llegó como una salvadora.



Horas –o días– después, desperté en la habitación de un hospital. Cuando tuve fuerzas, los doctores me explicaron la situación. 

Lloré. Lloré como un niño pequeño durante horas. Lloré por todo lo que había hecho, por lo que ella me había hecho y por lo que me esperaba de ahora en adelante.

—No llores, cariño —me dijo una enfermera, y esa frase me erizó la piel —. Eres un hombre afortunado. Si no fuera por esa llamada anónima, estarías muerto.

¿Afortunado? ¿Lo era? 

Sí, era afortunado porque por primera vez cumpliría mi palabra. Ella se había asegurado de que así fuera. Era afortunado porque ahora, convertido en un eunuco, por fin dejaría de ser el monstruo que era.

El hombre afortunado - Menta


«Llevaba un hacha en la mano y con violenta maestría la dirigió contra el rostro de su enemigo, que tras la contusión, giró sobre los pies, escupió un trozo de diente mezclado entre salivas sanguinolentas y cayó inconsciente al suelo…»

Todavía esta escena se desarrolla en mi mente de una forma tan vívida que tengo la necesidad de contarla ahora. Empezaré por el principio:

Aunque todos los días pasaba por delante de la puerta del museo nunca se me había ocurrido traspasar sus puertas. Aquel día fue diferente, estaba de buen humor y decidida a renovar mis inquietudes culturales, porque me acababa de jubilar y no quería caer en una depresión. 

Entré con decisión, pero me quedé paralizada ante la fealdad de la señorita que estaba en la taquilla. Sus facciones eran idénticas a las de una mujer de Cromañón y pensé: «¡Pobrecilla!, la han disfrazado para ambientar aún más la exposición!». La miré con curiosidad para descubrir si llevaba puesta una careta como Zira la doctora chimpancé de la película "El Planeta de los Simios", pero no llevaba careta ni maquillaje; era su auténtica cara. Recordé que había conocido personas que se le parecían, sin ir más lejos una compañera de trabajo.

Me dio la entrada y me indicó que la exposición sobre la evolución humana seguía un orden cronológico: empezaba en la planta baja con la Prehistoria y terminaba en la cuarta, con la Era actual.

Descendí por una rampa y llegué al distribuidor de la planta baja. Caminé por un amplio pasillo blanco; las paredes, el techo, todo era blanco menos una cortina negra que ocultaba una puerta. Me paré enfrente de ella y leí en un cartel: SIMA DE LOS HUESOS. Entré. Era una estancia cerrada, con piezas fósiles que parecían flotar en el centro de unos expositores. Todo era negro y sobre el fondo oscuro, las piezas de los fósiles destacaban gracias a los focos. 

Lo primero que vi fue una pelvis que había pertenecido a un hombre alto y corpulento de hacía unos 500.000 años. No sé qué es lo que me impresionó, el grosor de los huesos, el tamaño, o mi imaginación que llenó de vida estos huesos con una fuerte virilidad y potencia. Pero el caso es que se me aflojaron las piernas y me entraron ganas de llorar, pero me contuve.

Giré 90 grados para ver el cráneo que con ojos inexistentes sentía que me miraba la nuca. Era el Cráneo nº 5. A su lado giraba un hacha de doble hoja de color rojo. La flojera fue total y me desmayé. Fue en el suelo cuando vi como en un sueño la escena que relaté al principio. 

Noté una mano sobre mi cara y recuperé el sentido.
—Usted es muy sensible y nos puede ayudar mucho. ¿Querría colaborar con nosotros unas horas cada día?
Y ahora soy voluntaria del museo. Lo único que me molesta es la careta que me obligan a llevar.

El hombre afortunado - Kangre Ja

Llevaba una hacha en la mano. Una de esas que recuerdan la leña. Las camisas de cuadros acogedores. Una hacha de las que no dan miedo sino paz. De las que no producen frío sino ternura. De las que invitan a la mesa recién puesta, y huelen al pan en el horno, a la tarde cayendo en el horizonte.
Una de esas hachas que construyen hogares y rompen cobardías.

Él era un Hombre Afortunado. Él lo sentía. Había nacido con un sólo brazo, y eso no lo había limitado en la búsqueda de lo que le pertenecía. A veces, cuanto necesitamos es saber cuál es la virtud que nos hace querer volar. Cuál es la luciérnaga que nos invita a brillar. Él sabía que la suya era cortar y soltar para que la vida fuera. Podar y regar para que la belleza ocurriese. Con su único brazo y su hacha color plata se entregaba a la tarea de encontrar vida donde las grandes madereras sólo dejaban muerte, sobras.
Creaba figuras inimaginables allí donde otros sólo veían residuos inertes.

El hombre afortunado de la hacha plateada había nacido con un peculiar don. Uno que nadie más tenía en aquella isla. En Ferreira, había sido un niño feliz. Nunca extrañó su otro brazo. Corrió descalzo, aprendió la vida a través de lo que sí tenía y conoció el Amor con el corazón que si entregaba. Con el hacha que si creaba.
El niño afortunado que se convirtió en Hombre Afortunado no siempre lo fue.

En su adolescencia sintió miedo como hemos sentido muchos, en su edad adulta rabia, como otros continuamos sintiendo, pero a sus 35 descubrió la alegría de su don.
Sucede a menudo que aquello que más odiamos se convierte en nuestro gran aliado. Nuestras miserias más cotidianas, se vuelven así nuestras mejores armas, y un día por fin damos con valentía el salto hacia la reconciliación con lo que somos.
Tener barba a una temprana edad, suele ser símbolo de alegría para muchos chicos. De bienvenida a la masculinidad. De fortalecimiento de las seguridades. Pero no es tan afortunado el triunfo cuando es una chica la que experimenta ese bello vello repentino. Durante mucho tiempo El Hombre Afortunado ocultó que era una mujer afortunada. Que los estereotipos le habían lanzado hacia un rincón que no sentía propio, que la esfera pública le obligaba a ocultar la real para lo privado. 

Un perfecto amanecer en aquel lejano rincón de las Azores, el Hombre Afortunado conoció a Tiago. Viajero con mirada feliz, y sonrisa fácil, uno con cámara en mano y mucho tiempo en los bolsillos. Una de esas personas con las que quisieras envejecer tomando cafés infinitos e imaginando mundos.

Mientras El Hombre Afortunado le daba vida a un nuevo tronco, el viajero con tiempo se quedaba embelesado con lo que sus ojos veían. Tiago fue la primer persona que le miro a los ojos y le habló de su barba de girasoles. Estaba maravillado. ¿Cómo podía alguien intentar ocultar aquella peculiar belleza?

-Me encanta tu barba de girasoles, le dijo mientras le veía darle vida a la opaca madera. 

Elizama se tornó roja y salió corriendo del faro, todo su cuerpo sintió una corriente instantánea que le subía desde su rodilla izquierda hasta el cerebro. Corrió en busca del espejo más cercano, y se sintió torpe, el pañuelo se le había aflojado y unos pequeños girasoles le salían por la mejilla derecha. ¿Qué haría ahora? ¿Cómo solventaría esta situación? Tenía que correr y hablar con aquel hombre, ¿qué le diría? ¿y si se enteraban los demás?, se puso el pañuelo con soltura y corrió en busca de Tiago. Lo encontró entre las piedras del acantilado donde las olas del mar golpean con fuerza para enfriar el agua cálida que nace de esta maravilla de la naturaleza.
Se acercó con decisión y le dijo con fuerza en la mirada:
- Este es mi secreto. Y tú vas a permitir que continue así ¿verdad? 
Tiago se sobresaltó al ver a Elizama con un aire de enfado. La invitó a sentarse y le dijo: 
-Tú puedes tener todos los secretos que quieras. No seré yo quien los revele. Pero hay algo que no se puede ocultar por más que insistamos en ello. 

-No podemos esconder la fuerza con que brota la vida en nosotros.

Elizama se tranquilizo temporalmente y sintió que aquellas palabras le aliviaban.
Compartieron el atardecer entre cuerdas y risas, rocas y mar. En la soledad del océano Elizama fue por primera vez ella con su barba de girasoles y su brazo color vida. 

Mantuvieron ese ritual durante todo el verano. Cuando no quedaba nadie en la terma, se sumergían en los túneles de agua templada. Entre cuerdas y carcajadas se entregaban a la vida que se regala sin prisas, al tesoro de sentirse felices sabiéndolo. Tiago le hablaba de sus viajes como fotógrafo de una prestigiosa revista “La belleza de lo humano”, le contaba de los indios Tarahumara en México, los seres más veloces del planeta que lo eran porque sabían vivir el presente. De las mujeres jirafa en Tailandia, y su concepción de la belleza, de la mezcla de colores en los Fiordos Noruegos y cientos de lugares más.
Poco a poco entre risas e historias El hombre Afortunado desbloqueo para siempre a La Mujer Afortunada que habitaba en ella. Su hacha descansó de buscar la belleza en los restos, en los otros y empezó a encontrarla en Ella.
El verano finalizó con aires renovados para ambos, Tiago continuó sus viajes y Elizama sintió que el significado de su nombre le pertenecía por fín: Mujer Feliz. 

El otoño trajo definitivamente a Elizama, la Mujer Feliz y afortunada a la vida. Solo entonces a sus creaciones también le nacieron alas. Aprendió que ocultar la belleza de quienes somos es el más absurdo de los miedos. Uno que no nos deja transitar la única misión que tenemos. Conocernos. Soltó su miedo a ser. Cortó con amor sus girasoles para que florecieran de nuevo. Y con coraje se dedicó no solo a ser quien era sino a hacer lo que había venido a ser.

KANGREJA


El hombre afortunado - Gina Loyola


Aún llevaba el hacha en la mano cuando llegaron los equipos de rescate. Había una conmoción general en la pequeña privada, y es que no era para menos; en el pueblo había pocas novedades, así que cuando se solicitaban los servicios de la policía, los bomberos y los paramédicos, todos los vecinos salían a ver qué había ocurrido.
Doña Licha no dejaba de llorar y decir que había sido su culpa, don Chucho la consolaba mientras los paramédicos intentaban remover las ramas para poder llegar al cuerpo ensangrentado del joven que yacía inerte bajo el peso del árbol muerto. 
Ya habían pasado cerca de dos horas desde que se dio aviso a las autoridades y las cámaras de la televisora local ya invadían el frente de la casa. Era una cacofonía de sirenas, llantos, gritos de reporteros que buscaban entrevistar a los presentes y los agentes de tránsito que hacían esfuerzos desesperados por poner orden.
Alguien gritó – Abran paso a la ambulancia – y el silencio inundó el lugar. Con la ayuda de los bomberos finalmente lograron acercarse al joven, todos estaban atentos a la cara de los paramédicos quienes examinaban el cuerpo con cuidado. Finalmente, uno de ellos exclamó, – sus signos vitales son débiles, pero ¡está vivo! – Los aplausos no se hicieron esperar y la algarabía regresó a la privada. Ahora doña Licha no dejaba de llorar y de dar gracias a Dios por el milagro.
Ya en el hospital el hombre había recuperado el sentido, pero no lograba recordar quien era o que había pasado. Los médicos le aseguraban que recuperaría la memoria, que solo era cosa de tiempo, por el momento lo importante era reponerse del trauma y vigilar que su salud fuera estable.
Estando en cama sin mucho que hacer y sin recordar quien era, se puso a pensar que en realidad era un hombre muy afortunado. No solo por haber sobrevivido, con solo un par de huesos rotos, la caída y el peso del árbol, sino principalmente por la cantidad de muestras de cariño y amistad que le demostraban sus vecinos, amigos e incluso extraños. Gracias a la cobertura televisiva del accidente, ¡ahora era una celebridad!
Todos los días venían doña Licha y don Chucho a ver como seguía, las paredes del cuarto estaban llenas de las tarjetas que le llegaban a diario de viejos amigos que gracias a las noticas habían vuelto a saber de él, de niños que lo consideraban un héroe, hasta de alguna novia pasada que aún lo recordaba con cariño.
Ya le urgía regresar a su casa, pues estaba seguro que una vez ahí recordaría quien era. Finalmente fue dado de alta del hospital, Doña Licha fue quien lo llevó de regreso a su casa. Durante el trayecto le contó lo que había pasado la mañana del accidente. Una rama del gran sauce que se encontraba entre las dos casas, se había caído sobre el techo de doña Licha, y Don Chucho insistía en subirse a cortar la rama para evitar que dañara la casa. Doña Licha no se lo permitió y en cambio fue a tocarle insistentemente a él para que le ayudara. Con el hacha en la mano, él subió al árbol con facilidad, pero una vez arriba, se escuchó un crujido estremecedor y el árbol se cayó completamente arrojándolo con tal fuerza que todos pensaron que se había matado.
Cuando llegaron a la privada, los bomberos ya habían removido el sauce, y sólo quedaba un boquete donde antes estuvo el árbol. 
Le agradeció a Doña Licha y aún confundido y con una sensación extraña en el estómago abrió la puerta de su casa. Recorrió lentamente cada una de las habitaciones viendo las fotos, los libros, sin embargo, nada le hacía recordar. La ansiedad crecía entre más se acercaba a la cocina, presentía que ahí estaba la respuesta. En cuanto entró la sangre se le heló, soló bastó con ver la nota que estaba sobre la mesa para que el torrente de recuerdos se le agolparan en la mente. 
Le temblaron las piernas, lentamente se sentó y vio como pasaban delante de él los eventos que lo habían llevado a escribir esa nota. 
Si no hubiera sido por la insistencia de Doña Licha que le interrumpió, la conmoción en la privada hubiera sido por que lo habrían encontrado sin vida en su cocina después de decidir que su vida no tenía sentido, y no valía la pena seguir viviendo en esa soledad que le atenazaba el alma. ¡Que equivocado estaba! este accidente le había abierto los ojos y se dio cuenta que él había sido quien se había aislado del mundo. En silencio dio gracias por la oportunidad de seguir con vida y guardó la nota en su cartera como un recordatorio de que en verdad era un hombre afortunado.

El hombre afortunado - José Luis


Llevaba un hacha en la mano, pero en realidad no estaba dispuesto a usarla. La transportaba consigo como algo accesorio, como si fuera una parte más de su uniforme de vigilante del hotel Fairview, porque a falta de un arma más poderosa, aquella herramienta era lo único que lo hacía sentirse protegido cuando llevaba a cabo la ronda nocturna. Como era el único vigilante del hotel, se sentía un poco solo e inseguro, y encima aquella misma mañana el último de los huéspedes se había marchado. Para colmo, el recepcionista del horario nocturno estaba enfermo, y por eso también tuvo que estar atento a sus actividades, aunque fueran poca carga. Todo lo más se trataba de atender las llamadas telefónicas, y eso era sencillo.

Pero aquello muy pronto se terminaría. De hecho, se trataba de la última noche de Heraclio Fuentes como vigilante y recepcionista sustituto temporal. Cuando rememoraba lo ocurrido un mes atrás, todavía se le saltaba el corazón del pecho. Los problemas económicos fueron borrados de un plumazo. El bote de la lotería era suyo; había sido el único agraciado.

Heraclio guardó el hacha en un armario mientras sonreía. Había sido inteligente, desde su punto de vista. Otros quizá lo hubieran tildado de tonto. Pero es que Heraclio pensó que era la mejor forma de actuar para no llamar la atención. Lo primero que hizo tras ganar la lotería fue no volverse loco. El dinero no se le subió a la cabeza. Era algo muy importante, sí, pero mucho menos que otras cosas en la vida, como su familia, por ejemplo. Cualquier otro, jactándose de su buena fortuna, hubiera escupido a la cara de su déspota jefe al mismo tiempo que le tiraba una nota de dimisión. Sin embargo, Heraclio no era una persona vengativa, y su jefe, quien no era perfecto, ni mucho menos, no le caía mal. No, Heraclio simplemente comunicó a la empresa que lo dejaría al cabo de un mes por razones personales, sin proporcionar más explicaciones, y continuó con su trabajo como si no fuera un millonario, disimulando.

Solo a sus familiares más cercanos, a su madre, a su hermana y al hijo de ésta, les comunicó Heraclio la buena noticia. Lo celebraron a lo grande, pero en la más estricta intimidad. Desde entonces, a Heraclio lo entusiasmaba tener un secreto que nadie más supiera. Siempre estaba de buen humor, pero sus compañeros de trabajo y amigos no sabían el por qué, lo que contribuía aún más al misterioso buen talante de él. Pues oye, siendo millonario se trabaja mejor y la vida se disfruta de otra manera... Su idea final era conseguir novia y sentar la cabeza. Había estado buscando casa por Internet, sin mirar el precio, y había encontrado una familiar con una finca enorme. Ya se veía residiendo allí, felizmente casado y con su propia familia formada.

Porque era madrugada y ya no habría llamadas telefónicas a esas horas, Heraclio aprovechó para echarse una siesta en el sofá de la oficina de recepción. Al cabo de un rato, un ruido lo despertó, o más bien el eco. Medio somnoliento, sin fuerzas para levantarse del mueble, volvió a escuchar algo, como un golpe. ¿Una puerta se había cerrado? Trató de clasificar el ruido, pero no pudo. En el hotel Fairview, por ser antiguo, siempre había ruidos raros por la noche. Silencio... Trató de seguir durmiendo.

Volvió a abrir los ojos cuando escuchó los pasos de alguien que se acercaba. Pero estaba seguro de que no podía haber nadie en el hotel, pues Heraclio se había asegurado de que las puertas y ventanas estuvieran cerradas. ¿Seguía soñando, acaso? Silencio.

Hubo un crujido de madera, y un leve chillido de bisagras. Heraclio aguzó el oído, pues el sonido era familiar. ¿Un armario se había abierto? Silencio. Pudo cambiar de postura para escuchar mejor. Todavía silencio. Tal vez sí que lo estaba soñando...

Un roce de suela contra el piso, un sonido quedo. Silencio de nuevo. Heraclio repasó lo que había hecho durante la ronda. La entrada principal estaba cerrada con llave, y también la puerta que daba al patio interior.

Y entonces se acordó del garaje. El hotel disponía de un aparcamiento subterráneo, con puerta automática exterior para los coches y luego otra puerta interior que conectaba dicho aparcamiento con el hotel. ¿Pudo esta última haberse quedado abierta? Para comprobar su teoría, Heraclio se levantó del sofá a toda prisa, pero fue demasiado tarde, pues alguien usó su propia hacha contra él.

EL HOMBRE AFORTUNADO - BIVIANA V.


Llevaba un hacha en la mano y una mochila en la espalda, seguía las ordenes de sus superiores de ir directo a su destino cumplir su misión y regresar a la cabaña sin hablar con nadie. El bosque estaba húmedo y el fogaje lo asfixiaba sin embargo seguía su camino sin titubear.

Antes de llegar escuchó las risas de unas mujeres cerca de la carretera a su izquierda, El hombre se detuvo a pensar si averiguaba de que se trataba o seguía su propio rumbo, el llanto de un bebé lo hizo decidir desviarse e intentar mirar de que se trataba. Él se detuvo desde una distancia en la que podía observar sin ser visto. Dos mujeres intentaban arreglar el vehículo, una metida bajo el capo de auto, la otra llevaba en brazos un bebé. Desde lejos se veía que no podían arreglar el coche. El hombre colocó el hacha y la mochila a un lado y se acercó a la mujeres presentándose primero y recalcando que se dirigía a su trabajo y las había escuchado, asustadas se colocaron a un lado y lo dejaron arreglarles el auto, el hombre supo que seguían teniendo miedo pero no contaban con otra opción si querían irse pronto de allí.

Ajustó un par de cosas y consiguió echarlo a andar advirtiéndoles que debían detenerse en la próxima estación de gas y pedir mantenimiento. Ellas se lo agradecieron y se apresuraron a subir a su coche e irse. El hombre miró el auto marchar y se preguntó para qué se molestó en ayudar si las mujeres nunca dejaron de sentir pánico. Retomó su hacha y su mochila y siguió su camino sabiendo que faltó a una de las indicaciones de su jefe. Detenerse a ayudar a las mujeres indicaba que habló con alguien, si se enteraba le iba a ir muy mal. El hombre se apresuró a seguir y por fin llegar al destino indicado.

Con el hacha se abrió paso en medio de la espesa selva que ocultaba la cabaña que debía visitar. Por fin la vio y monto vigilancia hasta esperar a la persona que le indicaron. Después de varios minutos se acercó un carro, el hombre se preparo y de la mochila sacó un rifle de largo alcance lo armó y se posicionó para cumplir con su misión, debía acabar con la vida de otra persona, eso era lo único que sabía hacer y le pagaban bien así que hizo de esa habilidad su modo de vida. Se quedo mirando por la mira del arma y se dio cuenta que venía detrás otro coche y este le resulto muy conocido. Eran las mujeres que había ayudado, se bajaron del auto, la chica con el bebé se le acercó al sujeto apuntado con el arma mientras el hombre lo observaba todo por la mirilla, le dio el bebé y por fin el asesino supo porqué había ayudado a aquellas mujeres.

Mientras el pequeño sonreía en brazos del que parecía ser su padre, el hombre recogía el arma. Ese día aquel hombre resultó ser un maldito hombre afortunado, la vida le regalo otro día que quizás mañana no tendría.

Nota de administración: La autora cuenta con su propio blog en donde ha publicado este relato, si deseas dejarle un comentario accesa a su blog: Relato Vivo/El hombre afortunado.