Llevaba un hacha en la mano. Grande, pesada, de acero negro con vetas de
color rojo, que, como venas en un cuerpo, la cubrían en su mayor parte.
No recordaba que su hacha tuviera ese aspecto, aunque no le importaba.
Se percató que a su alrededor no había nadie, inmerso en una apabullante
soledad.
Soplaba un suave viento, aromático, cargado de las fragancias de la
vegetación que cubría aquella llanura interminable. Se sentía en paz, a
gusto en ese lugar idílico, con el sol iluminando su lustrosa armadura,
que estaba más resplandeciente que nunca.
Pero no tenía ni idea que estaba haciendo allí.
—Estás muerto —dijo una voz cerca de él. Intentó ver a quien había hablado, mas no supo descubrir su origen.
—Aquí. Estoy aquí —escuchó proveniente del suelo.
Dirigió la vista hacía sus pies. Un conejo lo miraba con su ceño
fruncido. Un conejo blanco, con una oreja negra, mascando una zanahoria
con avidez.
—No me mires así. ¿Es que nunca has visto a Dios?
—Eres... un conejo que habla.
—Un conejo divino —rectificó sin dejar de comer la zanahoria—. Por pura
lógica un dios, pero no un dios cualquiera, sino Dios. El de todos y
todo.
El hombre retrocedió con pasos inciertos. No comprendía que estaba
ocurriendo. El conejo avanzó hacía él. Dos graciosos saltos que lo
colocaron de nuevo a los pies de aquel individuo.
—¿Qué significa esto? —dijo desconcertado.
—Estás muerto. Veo que necesitas que te lo repitan. Muerto —habló poniendo un fuerte énfasis en las palabras—. Y bien muerto.
—Esto no puede estar pasando. Me he debido de golpear con algo. Un
fuerte golpe que me hace tener alucinaciones. —Llevó su mano libre a la
cabeza para desprenderse del casco que la protegía, arrojándolo al
suelo. Se palpó la posible herida, pero no encontró nada que pudiera
explicar la insólita situación.
—¿Quieres una zanahoria? Me sobran y son muy sabrosas. Te gustarán.
—Señaló a su lado, adonde se encontraba un gran cesto repleto hasta
arriba, donde hace un momento no había nada.
—No me gustan las zanahorias —protestó el hombre con una evidente confusión.
—Nunca has probado unas como estas.
—Te he dicho que no me gustan. No insistas.
—No lo haré, siempre has sido un cabezota, pero eso no es un defecto
reprochable. Aunque fue imprudente presentar batalla contra tantos
enemigos. El resultado era evidente que no te iba a favorecer —dijo el
conejo con aire pensativo.
El hombre recordó en ese instante como había defendido un puente contra
el acoso de un numeroso grupo de bandidos. Luchaba por su casa, por su
familia, por la gente del pueblo.
—¿A qué ahora te apetece una zanahoria?
—No habías dicho que no ibas a insistir.
—Tengo una memoria corta. —El conejo esbozó algo parecido a una pícara sonrisa.
—Sabes, recé con devoción y no me escuchaste —amonestó al Dios conejo.
—Yo siempre escuchó. En todo momento. —Mordió con fuerza otra zanahoria moviendo las orejas para apoyar sus palabras.
—Para ser un Dios que presume ser tan poderoso, tienes muy poca presencia.
—Tenéis la mala costumbre de creer que lo grande es mejor. Pero temo que
os equivocáis, aunque no os lo tengo en cuenta. Comprendo vuestra
cortedad de miras y, además, nunca soy rencoroso.
—No me ayudaste. —Le recriminó con dureza, amenazándolo con su gran hacha.
—Hay que ayudarse a si mismo, antes de pretender que otros lo hagan.
—¿A qué te refieres?
—A que no te deberías haber expuesto en una lucha suicida. Pero de no
hacerlo habrías muerto de igual forma, sin lograr tu propósito.
—¿Lo logré? —preguntó dubitativo.
—Come una zanahoria y lo sabrás.
—Esto es una extorsión —dijo el hombre ofendido.
—No. No lo es. Tan solo es libre albedrío, mi dilema favorito.
—Me amenazas con no decirme lo que tanto deseo.
—No me has escuchado, tampoco he dicho que no te lo contaría si no aceptabas mis zanahorias —habló dando un sonoro mordisco.
—¿Siempre tienes que estar comiendo? —protestó el hombre.
—Soy un conejo. Tengo que alimentarme.
—Entonces, ¿no eres Dios? Si te estás burlando de mí he de decirte que
no tengo ganas de juegos. Los dioses no necesitan comer —dijo empuñando
su hacha de forma amenazadora.
—Es cierto. No necesito comer, ni dormir, ni ninguna de esas otras
necesidades que siempre formaron vuestras vidas. Te podría decir que lo
hago por puro placer, aunque no es así.
—¿Y por qué eres un conejo? ¿También por un supuesto placer?
El animal paró de masticar, fijando sus inteligentes ojos en los del hombre.
—¿Tengo que tener una razón? Soy Dios, y como tal adopto la forma que me
agrada a su momento. Sobre todo si he de complacer a alguien muy
especial.
El humano quedó pensativo. ¿A quién podían agradarle tanto los conejos,
como para que la divinidad se convirtiera en tal? Fue igual que si un
rayo le golpeara en la sien. Conocía la respuesta: su pequeña Juana, la
menor de sus cuatro hijos. Siempre andaba obsesionada con esos
animalillos.
—¿Está muerta? ¿Está aquí? —dijo angustiado.
—No. Solo está esperando que cumplas con tu parte, pues la muerte
debería haberte alcanzado. De hecho, tu arrojo es mortal, tengo ante mí
al cadáver de esa posibilidad que me veo forzado a ignorar por un arrojo
mayor, el de tu hija, y tu lógico destino será relegado. Por ella
tendrás una nueva oportunidad —contestó el conejo.
La imagen de la llanura, la del mismo conejo, empezaron a desdibujarse.
Se fijó en su hacha, con aquellas venas brillantes surcándola, haciendo
de ella algo sobrenatural, perdiendo su magnificencia y convirtiéndose
en la vulgar herramienta de un leñador. Su armadura reluciente perdió el
lustre, volviendo a ser las gastadas ropas de un hombre corriente, que
sobrevivía con su duro trabajo para mantener a su familia.
Unas nuevas imágenes se formaron ante él. El puente tornó de entre la
bruma que lo envolvía y pudo ver, con gran asombro por su parte, las
figuras de los numerosos bandidos avanzando a su encuentro. Un abrumador
silencio lo envolvía. El mismo tiempo estaba detenido y los gestos
feroces, malvados de sus adversarios, congelados. Eran muchos,
demasiados.
Pensó si no era mejor retroceder. Miró en dirección a su hogar, allí,
asomada a la ventana, se encontraba Juana, con gesto tenso y preocupado.
No podía defraudarla. Agarró su hacha con las dos manos y se lanzó
hacía delante. Cuanto le rodeaba volvió a cobrar vida, con los bandidos
avanzando a su encuentro y el estruendoso sonido de un combate próximo.
Movió su arma alcanzando a la primera fila. Gritos, sangre que le
salpicaba, pero no se detuvo. La agitaba de izquierda a derecha, bajaba y
subía, le daba impulso y detenía los golpes dirigidos a él. Solo tenía a
su hija en su pensamiento y el coraje por protegerla, lo inspiraba.
Pisaba cuerpos, arremetía con todo su ser. Seguía avanzando hasta que la
línea de sus adversarios se deshizo. Unos pocos emprendieron la huida.
Miraban hacia atrás aterrados, al invencible campesino que los había
destrozado, sin comprender como alguien así los pudo rechazar.
El hombre se detuvo. Su respiración estaba agitada y los brazos le
pesaban como si fueran de plomo. Observó sin moverse como desaparecían
los enemigos en la lejanía. Se volvió hacia el puente, quedándose
anonadado que tantos hubieran caído luchando en su contra. Unos pocos
gemían heridos, otros muchos nunca más se levantarían. Su fascinación se
rompió con los vítores del pueblo, gente que chillaba enfervorecida,
abalanzándose hacía aquel valiente luchador, dispuestos a honrar a quien
los había salvado.
Pero Juana no participaba de esa alegría. Miraba a la pequeña colina que
estaba al lado de su casa. Dos largas orejas le llamaron la atención.
Curiosa, salió en dirección contraria de todos los lugareños y
emprendió, sola, la suave cuesta llena de primaverales flores.
El conejo la esperaba. Un conejo blanco con una oreja oscura devorando una zanahoria en una relajada postura.
—Gracias, espíritu gentil —dijo la niña, quien ya lo había visto en otras ocasiones y conversado con él.
—Sabes que esto tendrá un precio. Morirás joven, pues los hombres tienen
el corazón lleno de temor y no saben lo que hacen —habló el conejo con
una voz grave.
—No me importa. Mi padre vive —contestó satisfecha.
El conejo asintió. La niña lo acarició con ternura. Era suave y emitía
una agradable fragancia que nadie más en el mundo había tenido el
privilegio de oler. Le dio un beso entre sus orejas. El espíritu lo
consintió sin sentirse ofendido por ello.
—Eres valiente. Respeto el valor como se merece. Te regalo una cesta de
mis zanahorias, aunque tu padre no me recordará, os permitirá salir
adelante.
—A mi padre no le gustan las zanahorias.
—Estas le gustarán, ya veras. Un día volveremos a vernos. Para mí, será
ahora; para ti, dentro de un tiempo. Hasta pronto, Doncella de Orleans.
—Hasta pronto, espíritu conejito —le dijo la niña mientras lo veía dar
pequeños saltos alejándose de ella, hasta que desapareció como la bruma
en la mañana.
Juana cogió el cesto y bajó la colina. No sabía a qué se refería su
amigo con lo de Doncella, ni conocía nada de un lugar llamado Orleans.
Siempre la llamaba así, pero ahora no le preocupaba. Su padre había
vencido a los bandidos borgoñones y eso era cuanto le podía importar.
El sol iluminaba la campiña francesa y la guerra de los cien años, amenazaba con un nuevo recrudecimiento.
Vaya. Al principio me parecio muy extraño lo Dios asumiendo forma de conejo pero a medida que avanzaba el relato se aclaro todo. Me parece un relato genial. Me ha encantado.
ResponderBorrarSaludos desde Venezuela. Si lo deseas puedes pasar y comentar mi relato el numero 5.
Buenas, Leosinprisa.
ResponderBorrarUn relato de lo más curioso, con un inicio peculiar donde los haya. ¿Cómo se te ocurrió algo así?
La primera parte me gustó bastante, ese halo filosófico te quedó muy bien. Aunque la segunda parte, cuando comienza la acción, me gustó más aún. El padre lucha por su hija sin saber que ha sido ella la que ha dado su vida, o una parte, por él. Muy bonito.
Y me ha gustado ese final abierto pero cerrado.
Unas cosillas que he visto:
-Estamos tan cansados de escuchar sobre el dequeísmo que algunas veces caemos en lo contrario. "Se percató que a su alrededor no había nadie", diría que percatarse va acompañado de "de", por lo que sería "se percató de que a su alrededor..." http://lema.rae.es/dpd/srv/search?key=percatarse
-"Pero no tenía ni idea que estaba haciendo allí." Aquí me parece que también faltaría un de. No tener ni idea de algo.
-"Señaló a su lado, adonde se encontraba un gran cesto repleto hasta arriba, donde hace un momento no había nada." Hay dos donde demasiado juntos, vale que uno es adonde, pero suena repetitivo.
Me ha gustado leerte, ha sido entretenido no saber dónde iba a llevarme el relato y lo he disfrutado mucho.
Buen trabajo.
Un saludo.
IreneR
Hola, Leosinprisa.
ResponderBorrarAquí estoy, devolviéndote la visita.
Este mes, por fin, pude participar en el taller: lo echaba de menos.
Creo que es el relato más original que he leído hasta el momento. Como a mí, sé que te encanta la historia y todos esos guiños sobrenaturales que muchas veces la envuelven.
El final es un broche de lujo, con la mención, nada más y nada menos, que de la Doncella de Orleans, más conocida por Juana de Arco. Un personaje fascinante donde los haya, que luchó, no solo contra ejércitos ingleses, si no contra sus propios fantasmas, contra la Inquisición y todos sus detractores. Así acabó la pobre.
Me alegro mucho de haber pasado por aquí y disfrutar de tu trabajo. Enhorabuena.
Un saludo
Bravo, Leosinprisa!!!Ya te han señalado las mejoras posibles.
ResponderBorrarLa historia es original, atrapante, de las que uno sigue hasta el fin sin soltarla. Una joyita...
No me busques. No he llegado a tiempo este mes. Recién recobro mi ordenador que funciona cuando quiere. De todos modos creo que pondré al mi "hombre afortunado" en mi blog antes de fin de mes, de modo que el que quiera pueda verlo allí.
Un abrazo y renovadas felicitaciones.
¡Genial! Otro de mis preferidos. La historia es compleja, pero no tanto como para confundir al lector. Es fluido y muy dinámico, además de creativo. Me ha encantado. ¡Felicidades!
ResponderBorrarMuy buen relato. Una buena historia muy bien contada. Felicidades!
ResponderBorrarSaludos!
Hola, qué buen relato, original y profundo. Los diálogos muy buenos.
ResponderBorrarUn saludo
Soy Luna Paniagua, solo he conseguido comentar como anónimo...
Hola:
ResponderBorrarMuy dinámica la exposición. El diálogo agiliza a las intervenciones de unos personajes que parecen, al principio, disparatados aunque divertidos. Finalmente Dios se nos presenta como un ser caprichoso, un Dios que toma partido por una joven, en la guerra de los Cien Años, para luego abandonarla a su suerte, nada menos que en manos de la Inquisición, quizá con el fin de recuperarla como una santa nacionalista y mediática. El tema da para reflexiones teológicas sobre la intervención divina en conflictos mundanos.
En cuanto a la forma, me surgió la duda sobre la acentuación gráfica del “que” en la frase: “Pero no tenía ni idea que estaba haciendo allí.” Tras alguna consulta en internet, (no soy muy bueno en gramática), he concluido que, en este caso, debe llevar tilde por tratarse de una oración interrogativa indirecta.
Saludos, y felicidades por tu imaginación.
Un excelente relato, sorpresivo y original. Aunque la referencia a los borgoñones me ha liado un poco: te refieres a que los bandidos eran de Borgoña, ¿no?
ResponderBorrarHola, Leosinprisa.
ResponderBorrarEs un relato muy original y creativo. Fácil de leer y entender. Conforme vas avanzando en la lectura, no solo te atrapa, sino que te sorprenden los constantes cambios, a la vez que vas vislumbrando nuevos significados en la historia.
Me gustó esa imaginación tan, aparentemente, facilona.
Vengo de Literautas y soy Toñi Avila, por si se me publica el comentario como anónimo, igual que en algún otro blog.
Buenas tardes Leosinprisa: Me ha gustado mucho la historia de Juana de Arco y de su padre.
ResponderBorrarNo he entendido la importancia de las zanahorias aunque intuyo que la tienen y mucha. Acláramelo, por favor, que he leído el relato varias veces y no lo he pillado.
He visto algunas cosas que a lo mejor debes cambiar. Creo que las frases de la primera página:
Intentó ver a quien había hablado, mas no supo descubrir su origen.
y
escuchó proveniente del suelo.
Deben ir debajo del diálogo.
Aquí, "escuchó" es sin acento: "—Yo siempre escuchó. En todo momento. —Mordió con fuerza otra zanahoria moviendo las orejas para apoyar sus palabras."
Por hoy nada más. Enhorabuena y un saludo, Menta