sábado, 17 de marzo de 2018

Taller literario Literautas- Recopilación de relatos Marzo 2018 Escena #52

Y el día ha llegado. Aquí presentamos la recopilación de los relatos del mes de marzo, 2018 de nuestros compañeros de Literautas, que no cuentan con un blog propio,  aquellos que han publicado a través de sus propios blogs, etc. para que todos puedan abocarse aquí y dejar sus comentarios. Darle seguimiento, etc.


Recuerda que pueden dejar sus opiniones en el formulario de comentarios que aparece al final de cada uno de los relatos, hayas participado en el taller o no. Con el fin de que nadie se quede sin comentarios, les recomendamos que cada participante revise y comente los tres textos siguientes al suyo en la lista.

OJO: Ten en cuenta que los comentarios en BLOGGER, se pueden publicar con diferentes plataformas, pero NO todas cuentan con la NOTIFICACION como "Anónimo", así que SI deseas seguimiento a ese comentario, debes escribirlo en una plataforma que lo permita, en el caso de +Google, lo puedes hacer si cuentas con una dirección de correo de GMAIL. En caso que no puedas contar con una plataforma que te permita seguimiento, lamentablemente no encontré la manera de adicionar un correo de respuesta; por lo que deberás regresar a voluntad a la página para leer de nuevo. Lamento ese inconveniente.

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Si no cuentas con un email de Gmail, puedes usar el menu desplegable la opción "Anónimo", pero no podrás tener seguimiento. Y para que no quedes sin indentificarte, en la casilla de comentarios, escribe tu nombre, como: "K.Marce comenta:...", por ejemplo. Así el autor sabrá quien le ha dejado sus impresiones sobre el texto. 

En caso de duda sobre cómo comentar y valorar un texto literario, les recomendamos leer las entradas que Literautas escribió en el blog al respecto: cómo comentar los textos del taller de escritura.


Muchas gracias a todos por participar y ¡feliz lectura!



Los relatos del mes de Marzo, 2018
Escena #52  La tienda de discos
El reto de este mes era como opción que la historia transcurriera en una tienda de discos (completo o en parte), pero que contuviera las palabras obligatorias: Gato, Bruja, Cine. Aquellos textos que participan del reto adicional se marcan con (R).

Aquí el trabajo de nuestros compañeros del taller.

Para darle participación a otros que Sí cuentan con blog, estos se redireccionan a los mismos directamente, anunciados con el asterisco*

 1- Continuidad - Manderlay (R)
 2- El robot en la disquera - M T Andrade* (R)
 3- El año del gato - Ocitore* (R)
 4- Brujería en la tienda de discos - Senentoh* (R)
 5- ¡Creer o reventar! - Maurice*
 6- Black Hole Sun - Rak PyRo's (dopidop)* (R)
 7- Una de las doce - Leosinprisa
 8- La Investigación - José M. Fernández Ros* (R)
 9- La tienda de discos - Wanda* (R)
10-Cine de Bruja - Agustín*
11-Comprando discos - Fortunata* (R)        *se requiere estar suscrito para comentar*
12-Elección - César Henán* (R)
13-Mickey Mouse aprendiz de mago -Menta
14-En la penumbra - Eduardo González Leñero (R)
15-Victima del hechizo - cualquiera (R)
16-Elton y el gato - Ana De la Hoz (R)
17-VIEJA GLORIA- José Luis (R)
18-VOLUTA INFERNAL - AZUL
19-El anhelo de un vendedor de discos - Yoli L.* (R)
20-Canela, Vainilla e Incienso - IreneR* (R)
21-La bruja y el disco de Sabina -Luna Paniagua* (R)
22-El errante - Valeria (R)  
23-Tienes razón, es lo mismo - Rita (R)
24- Jugarreta - Feli Eguizabal* 
25- Cita con el destino - Jean Ives Thibauth*

Mickey Mouse aprendiz de mago - Menta (R)


Continuidad - Manderlay


VOLUTA INFERNAL - AZUL


VIEJA GLORIA - José Luis (R)

La bruja de su psicóloga le advirtió del peligro de quedarse anclado en el pasado, pero el anciano estaba allí, en la tienda de discos. Por un altavoz sonaba una triste balada y el encargado, barbudo y calvo, tenía mirada de gato. Pocas personas compraban en aquel establecimiento moribundo, una metáfora de cine que reflejaba la solitaria vida del viejo.

Antiguo rockero, pues la música había sido todo para él, tanto que incluso llegó a apartarse de su familia, ahora ya nadie se acordaba de su famosa figura, influyente en otros tiempos; pobre vieja gloria del pasado. Arrastraba los pies por entre los pasillos, mirando con negligencia las portadas de los discos de vinilo, observando caras conocidas de su juventud; tal vez fueron rivales en las listas de éxitos o a través de las ondas de radio...

¡Qué asco de vida! ¡Qué asco haber sido olvidado! Cuanto más lo pensaba el anciano, más ideas lúgubres lo acercaban a la solución final: ir a su habitación y atiborrarse de ciertas pastillas que solo se consiguen mediante receta médica. A lo mejor así conseguía volver a ser recordado...

Decidido, el viejo enfiló la salida de la tienda, pero le salió al paso una sonriente cara, arrugada como una pasa. Los labios de aquel rostro estaban pálidos, y las mejillas que los enmarcaban marchitas. La frente del desconocido estaba surcada por tantas arrugas como la del viejo, y aquellos ojos, aunque llenos de admiración, eran igual de añejos. Sostenía en sus garras, invadidas de venas azules y manchas moradas, un disco de vinilo y un rotulador. Curiosamente, la portada del álbum contenía, en primer plano, una versión joven y alocada del anciano, casi irreconocible por culpa de las greñas rizosas, mientras sujetaba una guitarra eléctrica. Justo detrás, en un adecuado segundo plano, porque sus componentes sabían quién era el líder, estaba el resto del grupo.

Respetuosamente, el de las garras le solicitó al viejo que plantara su autógrafo en el álbum: el dulce intercambio entre un viejo ídolo y un viejo fan. Encantado, y renovado de alguna manera, porque quedaba patente que todavía le importaba a alguien en el mundo, el otro accedió. ¡A la porra las pastillas! ¡La vida era maravillosa!

Elton y el gato - Ana De la Hoz (R)

La tienda de discos más importante de Sunset Boulevar abre sus puertas una hora antes exclusivamente para él. Los martes, sin distracciones, puede regodearse en la comprar de vinilos.
Son los años 70. No hay gemelos ni esposo ni música por internet.
Elton John desliza las manos por las pilas de música grabada. Pero hoy sus ojos no brillan. Detrás de los gruesos lentes cuadrados no está el pirata que babea por poseer el tesoro del último éxito de sus artistas favoritos.
No puede entregarse al placer semanal. Le pegó duro el periódico matutino.
La editorial hace una condena humillante y cruel hacia los homosexuales. Volvió el dolor que conoce desde niño. “Elton, la bruja del cuento se lleva a los niños que no son buenos”. No comprendió del todo pero entendió claro que era malo ser diferente.

Es en el pasillo de la derecha donde lo ve. Un gato hecho rosca duerme bajo la mesa del fondo. El baile lento de su respiración mece su sueño.
Lo toca la paz del felino. ¿Es el gato bueno, honesto, heterosexual, buen hijo? ¿Lo asustan los periódicos y las brujas? ¿Importa si es negro, blanco, pardo?
Elton respira profundo. Las piezas caen y disminuye el dolor. Brota una pequeñísima chispa que en su momento germinaría en un decreto: no vivir más dentro de la tapa de un LP, ni siquiera de un sencillo.


Todo esto sucede un martes setentero en Los Ángeles.
Quien imaginaría en aquel entonces que el hijo de un adolescente llamado Tom Hanks, es director de cine y documenta la historia de la icónica tienda Tower Records, con entrevista a Elton John incluida. Y que en agradecimiento al gato Elton compone uno de sus éxitos, Honky cat.

Victima del hechizo - cualquiera (R)

Las copas de los árboles se agitaban como locas despeinadas. El viento soplaba con odio y las banderillas que colgaban de los postes de luz eran llamas sin fuego, patria espoleada como un trapo esquizofrénico. La tormenta había caído hacia el sur pero aún quedaba en la tarde un rumor de huracán que me hizo entrar en aquella tienda de discos.

«El gato y la bruja», se llamaba.

Me encantó la inmediata calidez y profusión barroca de aquel sitio que tenía algo de antro y un poco de museo renacentista de la música. Había la figura tallada de un negro que se retorcía como su saxofón, una guitarra caramanchelera en manos de un gitano viejo que parecía de verdad. Un piano, una batería, otros instrumentos repartidos como parte del mobiliario. Las paredes repletas de fotos: Violeta Parra, Leonard Cohen, Louis Armstrong, Freddie Mercury. Un poster inmenso de Bob Marley fumando creaba una atmósfera lisérgica, y un gato lento se paseaba como dueño de su mansión.

—Ya sé dónde está el gato, ahora sólo me queda saber quién es la bruja—dije presentándome a la belleza de cine que atendía tras el mostrador.

—¿Quién es la bruja? Es una metáfora. La bruja es la música, la creadora del hechizo. Una simple metáfora. Así que no esperes ver muchas escobas por aquí—dijo con voz en oz.

—¿Y el gato?

—El gato es mío, ¿Qué pasa?

—No, nada, nada—dije levantando los brazos en son de paz—me parecía curiosa esa asociación entre el gato y la bruja, suena como a negra superstición.

—Ya, y a mí me suena el wasap cada cinco segundos ¿Querías algo?

—En realidad huyo del vendaval. Quería refugiarme aquí, me quedaré un rato husmeando sin molestar mucho, y tal vez hasta compre algo. Tengo seis euros en el bolsillo.

—Un mecenas.

—Eso—dije exaltando la sonrisa—con tu permiso, voy a merodear un poco.

Hojeé un libro sobre historia del folk, vagabundeé entre las estanterías, escuché algunas canciones. La chica permanecía ensimismada con sus cascos blancos del iPhone.
Agarré varios instrumentos pensando en cuál de ellos llamaría su suspicacia. Ni siquiera se inmutó cuando con un clarinete esbocé una cuchufleta de trompetilla.

—Me gustan los hermanos Marx, les encantaba la música—dije con voz tan débil que ni siquiera yo la escuché.

Ahora se había quitado los cascos para atender a un cliente que la reclamaba. Un hombre con una bizquera difícil ya que no llegabas a adivinar cuál de los dos ojos estaba menos centrado. Sostenía una amable sonrisa que le daba un aire entre errático y feliz. Dijo:

—Vengo a por el último éxito. El disco que usted me confirme es el número uno de cuántos se venden aquí, ese que por el mismo cimiento de la democracia debiera ser la mejor música que actualmente pudiera escucharse. Ese ha de ser por fuerza el mejor disco y me gustaría por tanto que me lo envolviera para regalo.

—La patología de la normalidad—respondió la chica segura y enigmática.

—¿Qué me quiere decir?—respondió el cliente curioso.

—Es el título de un libro de Erich Fromm, si lo lee podrá entender por qué la normalidad no es síntoma de salud ni sinónimo de fertilidad creativa. Por qué los superventas pocas veces reflejan el talento social, y por qué este disco que le voy a mostrar es el que usted debería llevarse y escuchar hasta que los ángeles le hablen.

El tipo agarró el disco que la chica le recomendaba con tamaña efusión, lo miró del frente y del revés con una minuciosidad entomológica, y dijo:

—Está bien, me ha convencido, me quedo con el otro.

Y así salió el cliente por la puerta, bailando reguetón con ironía y un andar contento de acertijo adivinado.

—Mira que ese caballero tenía un ojo clínico—dije tratando de volver a la conversación.

—Sí, pero tú tienes los dos en su sitio ¿verdad?

Me indigné con mímica teatralidad. Agarré una guitarra con arrebato flamenco y toqué un «Do», rasgando todas las cuerdas. Me miró con perfil interrogante. Toqué un «Mi» y torció la comisura de la boca. Acabé con un «La», y me fusiló con un bostezo.

—Te hago una canción y me tratas así.

Retorció sus manos gitanas como si fingiera fluir con mis acordes, y dijo desinhibida:

—Tengo algo que te puede ayudar a escapar de tu tormenta.

—No será un patológico paraguas…

Se acercó con aroma seductor, me apartó el pelo y me puso sus cascos. Empecé a escuchar la canción que me trasportaba a una singularidad donde todo parecía posible.

—Esto es fantástico—le dije convencido—droga de la buena, en serio. ¿Quiénes son?

Abrió los ojos como si aprendiera a verme por primera vez. Llegó con silenciosa ternura poniendo su mano en mi boca hasta dejarla sin voz, y la apretó con un beso.

Desde entonces aún sigo víctima del hechizo.

En la penumbra - Eduardo González Leñero (R)

Nunca se sabe lo que habita tras la penumbra de una mirada.


Fui al cine. Delante de mí, había una mujer. Una fila vacía y luego estaba ella. La pantalla proyectaba mi parte favorita de todas las películas, los cortos. Te cuentan una historia en minutos, con las partes más emocionantes y caóticas del filme. Me gusta el silencio que acompaña las primeras imágenes antes de comenzar, esas donde se leen los nombres de quien hizo la película. No había mucha gente en la sala. Posiblemente la mujer estuviera sola, como yo. Aunque nunca se está completamente solo en el cine, ir sin un acompañante es semejante a encontrarse en una sala vacía, excepto que la gente se queda mirándote, algunos con una mirada sentenciosa, y otros inventando una historia que explique la soledad en un lugar social. Podía ver una parte de su mejilla izquierda, y cuando giraba delicadamente, asomaba la punta casi perfecta de una nariz afilada. El cabello se confundía entrelazándose con las sombras. Me parecía liso y en él, se podía reflejar la noche. La cinta estaba por terminar, el desenlace de la trama se había resuelto y, no podía despegar los ojos de ella, esperando que lo hiciera otra vez y que mi corazón se agitara de nuevo, al verla rotar ligeramente el torso para sellar mi alma con lo que me pareció una sonrisa de lo más serio que jamás haya sentido. Sus ojos negros se mimetizaron con la oscuridad del lugar, dejando en duda, si era dirigida para mí. Discretamente inspeccioné varias veces a las personas que estaban detrás de mí, fingiendo que volteaba por otro asunto me di cuenta de que había en su mayoría parejas, excepto por los de dos filas atrás, que venían de tres. Delante mío, solo ella. Recogía su cabello con la mano izquierda, dejándolo descansar sobre su oreja. Esperaba entonces encontrar esta vez su mirada. Noté que las palomitas y el refresco estaban casi llenas, todo mi interés se centraba en algo más. No podría decir si la película valió la pena, me perdí la mayor parte de ella. Los créditos estaban por terminar cuando se levantó de su asiento, tragué saliva y toda mi energía se agudizo en el centro de mi estómago. Estuve quieto, excepto por mis ojos que la seguían como imanes. Si se volvía a mí con una nueva sonrisa, actuaría por sorpresa al devolverle el gesto. No sucedió nada hasta que se perdió de mi vista. Me levanté de mi lugar dispuesto a seguirla y, mientras recogía todo lo que había en mi asiento, la vi compartir una mirada que duro más de un segundo, con el encargado de la sala. La sangre me hirvió. Dejé todo atrás para salir con prisa, no pude evitar que me detuvieran en la salida para recordarme que la basura debía depositarse en el bote. Me detuve un par de segundos por cortesía intentando no perderla de vista, pues ya estaba por bajar las escaleras y perderse entre la multitud. Tuve que dejar hablando al amable joven para asomarme apuradamente por el balcón. Bajé caminando las escaleras eléctricas sintiendo como si volara detrás de mi objetivo. Imaginé que me veía desde la lejanía.

El centro comercial no era grande, tenía un espacio al centro con la altura total de todos los pisos hasta una cubierta de cristal, por donde se veía el cielo gris, cerca del ocaso. Todas las escaleras se concentraban en ese espacio, de tal manera que se podía ver a la multitud subiendo y bajando. Abajo y a lo lejos, pude notar las mangas rojas que terminaban en los hombros desnudos de la mujer del cine. Sería demasiada piel si su falda fuera un poco más corta. Se dirigía a los baños. Me sentí aliviado, pues me daría tiempo suficiente para librarme de la muchedumbre y alcanzarla. Unas repentinas ganas de usar el sanitario se apoderaron de mí, sin dejarme más remedio que entrar al de caballeros. A pesar de que fui rápido, me preocupaba salir tarde y perderle el rastro. Supuse que ella se tardaría un poco más. Me di prisa y en un instante estaba fuera esperando, al final del pasillo que conectaba con el corredor principal. No se me escaparía desde allí. Por supuesto fingía estudiar unas botas de cuero curtido a mano, que estaban detrás del aparador. Entré en pánico luego de un larguísimo minuto sin saber de ella. «¿Y si salió antes que yo?» pensé. Un impacto en el hombro me obligó a volver de mis pensamientos. El golpe me hizo girar el torso, tenía la fuerza de un caminante. Se trataba de una mujer de cabello castaño y enorme sonrisa. Se disculpó tantas veces como pudo, mientras recogía las cosas que dejó caer al suelo. De haber puesto atención, diría que lo hizo a propósito. Tocó mi hombro cuando me levanté, lanzando una sonrisa mucho más intensa que la anterior, como si se tratara de un hechizo que intentara capturarme. Detrás de ella y fuera de foco, logré ver a la mujer del cine salir a la calle por la puerta de cristal. Entregué a su dueña lo que había en mis manos y avancé precipitadamente detrás de mi objetivo. Escuché que la otra mujer alzó la voz en un último intento por captar mi atención. «No hay problema.» Fue lo único que salió de mi boca. No sé si quiera, si aquello contestaba a lo que me había gritado a la espalda. Nunca una desconocida me había abordado de esa manera, era seguro que se fijó en mí. ¿Acaso acababa de perderme de una oportunidad de oro con aquella chica? Mi mente no estaba clara, pero sí, completamente entregada a la tarea de pararme frente a su semblante oscuro y hablarle. La puerta de cristal se cerró detrás de mí, al tiempo que inspeccionaba los alrededores. Estaba justo allí, como a noventa metros de distancia, en línea recta y sin obstáculos. Parecía más sola que antes, sostenida en sus dos piernas dentro de la tienda de discos, usando unos audífonos con los que se pueden escuchar algunas canciones de muestra. No me dio tiempo de planear la línea con la que me presentaría, así que fingí entrar en la tienda por otras razones, desviándome al área de películas de cine de arte. Si me vieran, dirían que había un crítico de cine echando un vistazo a los viejos discos. A cada rato, levantaba los ojos para cerciorarme de que siguiera allí. En el fondo, quería que justo en ese momento, ella también lo hiciera y chocáramos miradas. Hasta entonces no había logrado capturarla. Tenía en mis manos la caja de “Il Postino” de 1994. La fotografía en la portada me transportó por un segundo, a la noche en que siendo un adolescente, conocí la forma de ver el mar, a través de los ojos del poeta. Levanté la mirada nuevamente, perdido en mis pensamientos. Ya no traía puestos los audífonos, y cuando apenas había dado un par de pasos, se volvió hacía mí, como si descargara un arma de fuego impactando el proyectil justo en mis pupilas. Sentí lo mismo que en la sala de cine. Pensé que tal vez me invitaba a seguirla de una forma extrañamente seductora. Bajó las escaleras que llevaban al sótano donde guardaban viejos discos de géneros musicales poco conocidos, había además unas mesitas en las que, en algún tiempo, se podía sentar a beber algo caliente de la pequeña cafetería abandonada. Me pregunto si en verdad alguna ves eso sucedió, desde que conozco la tienda de discos, la barra está empolvada esperando regresar a la vida. No existía otra salida más que las escaleras, así que espere un rato para bajar, en tanto intentaba tomar algo de valor. Mi sorpresa al incorporar mis dos pies en el piso del sótano fue que el lugar estaría vacío de no ser por ella. Nada en que refugiarse, nadie en quien fingir atención para no resultar obvio. El que no tenía escapatoria era yo. Me resultaba más difícil llegar a ella por sorpresa, así que espere que sus ojos me indicaran el camino. Como nunca volteó, avance lentamente, tocando con las puntas de los dedos las cajas trasparentes de los discos compactos ordenados alfabéticamente en el estante. Era más que obvio que advertía mi presencia, aun así, no dejaba de recorrer los títulos con el dedo índice seguido por el dedo medio, semejando que fueran un par de piernas caminando sobre las portadas. Todo indicaba que nada de lo que yo quería sucedería, tenía mis esperanzas puestas en que no tuviera que ser yo, quien iniciara la conversación. Recordé a mi amigo de la secundaria, que ciertamente no era una persona popular entre los alumnos, no obstante, debo reconocer que guardaba un verdadero valor que despertó al verlo realizar su hazaña, habló con la más bonita de todos los salones y, solo tuvo que decir: «Hola». Lo bueno de que no volteara, era que tenía completa libertad para estudiarla, era bellísima. Llevaba el cabello débilmente sujetado en el centro desde donde caían mechones, enmarcando una delicada línea que dibujaba su cara. «Hola» dije con la voz que sonó en un tono añejo tras largo rato de permanecer en silencio. Nos separaba un gran mueble lleno de discos sobre el que apoyé mis manos. Tardó dos tiempos en fijarse en mí y sucedió entonces su tercera sonrisa. No era como la de la otra chica, no parecía reflejar intensiones codificadas, sin embargo, era completamente cautivadora. Quizás me mantuvo inmóvil durante largo rato, contemplándola. Me devolvió el saludo y no se me ocurrió agregar nada más. No pareció molestarle. Sentía vergüenza de que pensara que quería conocerla debido a que me enamoró desde que la vi, o que supusiera que mis intereses despertaron únicamente al saberla sola. La razón decía que era demasiado tarde para eso, tenía que tener la inteligencia de un frijol para no haberlo notado. En mi mundo, con todas las actuaciones que realicé hasta llegar allí, estaba convencido de que estábamos frente a frente en una tienda de discos, solo por obra de la casualidad. Era claro que ella no debía pensar lo mismo, aun así, creerme la mentira, me ayudaba a suavizar los nervios que sentía en ese intento por conocerla. No se dijo nada más, pensé que todo aquello le parecía un juego y a mí, algo quizás fuera de mi alcance. Me convencí de que su cuarta sonrisa me invitaba a continuar el juego, cuando, mientras subía las escaleras mi guiñó el ojo al tiempo que se guardaba un disco dentro de la ropa, entre el vientre y la falda. Salí de la tienda siguiendo el aroma a perfume que quedó impregnado en el aire que rozó su piel.


Caminamos cerca de media hora, como dos enamorados que llevan toda una vida tomados de la mano, solo que en este caso, ella lo hacía una cuadra más adelante y yo, soñando desde atrás.

La mujer se detuvo luego de recorrer algunas manzanas. Generalmente prefiero no desplazarme caminando pues me asusta perderme demasiado en mis pensamientos. Esa vez no lo noté, quizás caminamos alrededor de media hora y en mi mente solo transcurrieron un par de minutos. Giró el cuello en dirección a la calle para vigilarme por encima del hombro y de reojo. Bruscamente atravesó un cancel abierto entre dos paredes que abarcaban un poco más de la mitad de la cuadra. La luminaria de la calle estaba rota, lo que me dificultaba reconocer el lugar. Todo permanecía oculto detrás de las sombras. Atravesé la puerta de metal tras unos momentos en los que, aun en la banqueta, contemplaba el interior. No hubo movimiento ni señales de la mujer y el silencio se apoderó de lugar. Mis movimientos eran temerosos, inspeccionando los alrededores del pequeño patio que apenas dejaba entrar un rayo de luna, que iluminaba los bordes de una fuentecita de cantera sobre la que descansaba un gato. Primero vi sus patas, subiendo en cámara lenta hasta chocar con un par de luces amarillas que me veían con una fuerza que atravesaba toda mi existencia. Me detuve quedando inmóvil en la pose que tenía, al tiempo que se me erizaron todos los vellos del cuerpo, luego de sentir aquella mirada casi humana. El miedo, algunas veces, actúa por cuenta propia tratando de decirnos algo. No escuché y sin pensar, avancé tres pasos hacia el gato que parecía una estatua que solo movía la cola de vez en cuando. La oscuridad me entraba por las pupilas llevándome al borde de la ceguera. Un cosquilleo eléctrico subió por mi espalda hasta la cabeza. Pensé en la mujer rubia del centro comercial, era como una especie de luz en la penumbra en donde me había metido. El lamento de las aves me regresaba al presente, desafiándome. El patio estaba rodeado de ventanas de las que no brillaba ninguna luz. Me sentía inmerso en un espacio apartado del mundo, un lugar donde el tiempo se ausentaba por largo rato. Retrocedí lentamente sin dejar de vigilar al gato que me contemplaba quieto. Temía que al moverse se desatara el terror en mí. Era claro que me había topado con otros gatos a lo largo de la vida, pero ese era diferente, o lo era quizás la pesadez de aquel sitio. Cuando la distancia entre el gato y yo era la suficiente para escapar, di media vuelta de prisa. Se heló mi corazón, la sangre parecía no haber existido nunca en mi cuerpo. Sentí un choque de hielo que se apoderó de mi piel. La mujer estaba de pie, frente a mí, con los ojos de fuego hechizando mi alma a través de los míos.

Desperté en una habitación, atado y con los ojos vendados por un pañuelo casi transparente que me dejó ver sombras de lo que me rodeaba cuando finalmente recuperé la cordura. El terror en mí nunca me dejó. Mis ojos completamente abiertos luchaban por distinguir los objetos sobre una gran mesa, aunque la única imagen clara se reproducía en mi mente como un grito de ultratumba, aquel par de ojos forjados de maldad pura. Entre persistentes escalofríos y mi pecho temblando al ritmo de mi respiración, se reproducía un sonido por la fricción de mi pantalón con las patas de la silla de madera. El ruido de mi existencia me recordaba que estaba vivo, como una música liviana que te reconoce cuando todo el sonido se ha ido. La oscuridad se hacía espesa y casi podía sentir como me tocaba, cuando un canto llamó mi atención. Era el canto de una mujer que no decía palabras, solo entonaba algunas notas con la voz de un ángel. Mi cabeza estaba sujetada por dos varas atornilladas al respaldo de la silla, no podía ver más allá que la mesa que estaba frente a mí. Se escuchaban pasos y el ruido de objetos golpeándose entre sí, o contra una mesa. Transcurrieron momentos eternos en los que me atormentaba por haberla seguido hasta aquel sitio. Horas antes fui señalado por la oscuridad y seducido hasta los aposentos del diablo. Una luz se cruzó en mi camino con la sonrisa de aquella chica de cabellos rubios. Debió significar algo, después de todo, fue esa la primera vez que una mujer se fijó en mí, intentando llamar mi atención de una forma directa, casi emergente, luego de pensarlo algunas veces, como si intentara salvarme de algo quizás. Fui señalado por la luz de igual forma, y yo la apagué como a una vela que se lamenta con un hilo de humo elevado al cielo poco después de haberse extinguido. Al fin se atravesó una silueta, sacudiéndome las entrañas. Estaba de espaldas y cantando, concentrada en lo que agitaba con las manos sobre la mesa. Sus movimientos se parecían a los de alguien que está cocinando. Ojeaba un libro y a cada rato, me vigilaba sobre su hombro. No podía distinguir sus ojos, pero conocía bien su mirada sobré mí. Me horrorizaba, emanaba el mismo fuego que habita en el infierno. No se parecía a la mujer que encontré en el cine, estaba diferente y, con un vestido antiguo que me enchinaba el cuero. Si la vieran, dirían que habían puesto el rostro de un ángel sobre el cuerpo de una anciana sin vida. Su rostro se marchitaba cuando trataba de enfocar a través de la tela sobre mis ojos, avanzando hacia mí, pronunciando palabras roncas y furiosas desde una voz suave. Luchaba por zafarme de las cadenas que me tenían allí, indefenso y con el alma a punto de soltarse de mí. A cada paso aumentaba el volumen de la voz hasta estar cerca de convertirse en gritos que retumbaban, al ritmo de mi cuerpo temblando y con la piel de hielo. Tocó mi mejilla con toda la palma. Sabía que detrás de la tela me esperaban esos ojos negros en los que me perdería en un momento perpetuo. Arrancó el pañuelo violentamente y un parpadeo pausado reveló el ser perverso que me contemplaba como un depredador a su presa. La mueca de una bruja se dibujó frente a mí al torcer el cuello y sonreír, no para mí, sino por la misma satisfacción que un diablo al devorar el alma. Dejó asomar una dentadura de colmillos puntiagudos al tiempo que se le escapo una risita aguda que llenaba mis tímpanos creciendo. Sus ojos devoraron los míos, clavó sus uñas en mi cuello, con firmeza aseverándome que me tenía y, tras unas palabras que me parecieron un gruñido, nuestras pieles se tocaron. Mis labios fueron suyos en el beso de la bruja. Todo se volvió pesado. Comenzó el ritual enérgico, entre gritos y susurros, entre besos que se llevaban una parte de mi alma hasta quedarme con solo una gota de vida. Cerré los ojos, sonaron tambores, y todo se volvió blanco.

El Errante - Valeria (R)

No sé de donde vino. Apareció en la tienda un viernes a la hora del cierre. Hizo un gesto de saludo con la cabeza y se perdió entre los estantes a ojear discos. Lo estuve vigilando por el espejo de seguridad un momento pero rápidamente me di cuenta de que era un vagabundo decente, de los que duermen en cajeros automáticos y piden a las puertas del mercado un bocadillo o un café con leche. Seguí cuadrando la caja y escuchando las noticias por la radio. Gisele tenía en vilo al país con fuertes vientos y lluvias. Había hecho volar techos de polideportivos, había tirado árboles centenarios, inundado casas y y apilado coches y furgonetas como si fueran juguetes. La narración radiofónica atrajo al hombre hasta el mostrador y pude ver sus rasgos por vez primera. Tenía el rostro del color y la textura de la arena mojada, la nariz y los pómulos afilados de hambre y unos ojos oscuros que evitaban mirar a los otros directamente para no incriminarse de tristeza. Le dije que iba a pasar la noche en la trastienda y que podía quedarse si quería. No faltaría una lata de comida caliente ni un trago de vino también caliente. Había un catre y un sofá, una televisión vieja y un ordenador sin antivirus. El hombre asintió sonriendo.
Esa noche hablé de más. De la esposa que se escapó como bruja en escoba. De los hijos que nunca tienen tiempo para el padre salvo cuando sus cuentas corrientes necesitan un suplemento. Del daño que hace la piratería al negocio. De la soledad. De las habitaciones vacías. De la cama fría. De la nostalgia del calor. De la soledad.
A la mañana siguiente, con Gisele alejándose como una gata satisfecha por el daño causado, le conseguí un trabajo en el cine del barrio como acomodador. El uniforme le quedaba grande pero no se quejó. Las propinas eran escasas pero me las mostraba con una sonrisa de satisfacción. Volvía cada noche a la trastienda y a mi cada noche se me volvía a calentar la boca. Invariablemente el hombre escuchaba con la cabeza baja, asintiendo de vez en cuando, sin apenas hablar.
Así pasaron los días y después los meses. Yo conseguí una cita con una peluquera divorciada que venía a comprar discos de Alejandro Sanz. Luego otra y otra después. A la cuarta cita dejé la trastienda y volví a abrir la puerta de mi casa. La peluquera se instaló en ella como si siempre hubiera vivido allí. El hombre siguió durmiendo en la trastienda durante un tiempo. Nos encontrábamos cada mañana cuando yo abría y él marchaba a recorrer la ciudad hasta la hora de entrar al cine. En esos breves encuentros me interesaba por su vida con la paternal curiosidad que da la felicidad. Como era costumbre en él, apenas hablaba, hasta que una de aquellas mañanas quise contagiarle mi esperanza y le recomendé ahorrar, alquilar un piso, buscar una compañera.
— Fíjate en mí — dije con gesto ilusionado —. Cuando nos conocimos estaba hundido y ahora soy un hombre nuevo.
— Lo sé — me respondió —. Vine por ti.

Tienes razón, es lo mismo - Rita (R)

Pasamos a través de las estanterías, cuyos discos acumulaban más polvo cada día. En la sección de fantasía, la primera portada que vi antes de pasar al siguiente pasillo fue la de una bruja y un gato negro sobre una escoba. Me recordó lo mucho que siempre me había gustado el cine. Reprimí un suspiro nostálgico y me centré en buscar una solución. Nos condujeron hasta una puerta al fondo de la tienda.
Me detuve antes de que nos obligaran a entrar en el almacén y me volví hacia el tipo a mi espalda.
—Necesito ir al baño.
—No. —Dio un paso adelante y abrió la puerta. Me hizo entrar de un empujón. Trastabillé, pero conseguí mantener el equilibrio y no caer al suelo. El olor a cerrado penetró en mis fosas nasales.
A Vince no lo trataron mejor. Recibió un puñetazo en el estómago un momento antes de ser empujado contra el suelo, ya dentro del almacén. Me volví a tiempo de ver a dos de ellos apuntarnos con sus armas mientras el tercero cerraba.
Corrí hacia Vince una vez estuvimos solos.
—Tengo unas tijeras en el bolsillo trasero del pantalón —susurré una vez a su lado, por si estaban escuchando. Él ya se estaba poniendo de pie. Su cabello moreno se le pegaba a la nuca y la frente por el sudor—. En el derecho —añadí mientras le daba la espalda.
—No son muy avispados si no nos han registrado.
Un segundo después, se me aceleraba la respiración al sentir el fresco en la piel cuando levantaba un poco mi blusa e intentaba llegar al bolsillo de mis vaqueros ajustados. El roce de sus dedos contra mi muñeca me provocó un escalofrío ascendente por mi espina dorsal.
—¿En qué tenía razón? —Traté de controlar mi voz temblorosa.
Vince no contestó en seguida, sino que hacía un esfuerzo por alcanzar su objetivo con las manos atadas por delante. Miré hacia atrás por encima de mi hombro y lo vi agacharse lo suficiente para llegar al bolsillo.
—Te lo contaré después, cuando salgamos de este embrollo —dijo, al tiempo que agarraba las tijeras y tiraba para sacarlas—. Ahora no es importante.
—No, una mierda. Puedes contármelo mientras nos deshacemos de las cuerdas —insistí, decidida a saberlo cuanto antes—. Estoy segura de que eres capaz de hacer dos cosas a la vez. —No pude evitar lanzarle una pulla.
—Pues fíjate que no, necesito concentrarme en esto —me contestó en el mismo tono de voz.
«¡Mentiroso! ¡Vas a matarme de la angustia!». Le hundí las uñas en la pierna y, a pesar de la tela del pantalón, pegó un brinco.
—No seas bruta, Brooke.
—Habla de una puñetera vez.
—¿Por qué? —Jadeó por la fuerza con la que intentaba cortar el grosor de la cuerda—. Sabes perfectamente lo que quería decir.
—No, no lo sé. —Me quedé muy quieta para facilitarle la tarea—. Por eso te pregunto. Así que, sé claro.
—Lo sabes, pero eres tan insegura que no te atreves a creerlo. Y eso me da rabia —enfatizó la última palabra con fuerza, al tiempo que conseguía cortar la ligadura. Suavemente, me obligó a girarme para que le mirara a la cara—. No entiendo tu inseguridad.
—Sabes que odio cuando te vas por las ramas. —Me froté las muñecas para aliviar el dolor.
Le lancé una mirada iracunda y le arrebaté con furia las tijeras para comenzar a cortar las ligaduras, manteniendo una distancia prudente. Estar cerca de él me aceleraba el corazón.
—Y yo odio cuando eres tan insegura.
—¡¿Lo ves?! —La furia me impulsó a cortar con más fuerza—. Haces esto para no decírmelo. ¡Das mil rodeos!
—¡Joder! ¡¿Quieres saberlo?! —explotó—. ¡Porque yo estoy deseando decírtelo, pero quería hacerlo en el momento adecuado!
Respiré hondo. Quería saberlo; estaba deseándolo, pero temía que no fuera lo que quería oír. Sin embargo, mi corazón palpitó de expectación esperando escuchar las palabras que hacía años anhelaba que salieran de él.
—Pues hazlo —dije con voz ahogada, sin dejar de cortar la cuerda.
—Bien, porque, si no salimos de ésta, quiero que lo sepas. —Dio un fuerte tirón de sus ataduras contra las tijeras para acabar de cortarlas y me miró a los ojos, dejando caer las cuerdas destrozadas. Se me aceleró el pulso cuando acortó demasiado las distancias—. Por fin entiendo lo que es no poder dejar ir a alguien que te importa y querer protegerlo. Porque ahora te correspondo. Y no poder apenas tocarte me mata. A veces se me olvida o, incluso, me digo a mí mismo que no me importa. Pero quiero salvarte; quiero curarte. Y no me voy a dar por vencido.
Sus palabras provocaron un torrente de sentimientos encontrados en mi interior. En primer lugar, alivio. Alivio por ser, al fin, correspondida. Por otro lado, deseo de rendirme algún día a Vince. Pero, además, miedo. Me aterrorizaba que alguno de los dos perdiera el control o, simplemente, se olvidara; e hiciéramos algo de lo que pudiéramos arrepentirnos después.
—Esas tijeras van a sacarnos de aquí. —Las señaló Vince con la cabeza, cambiando de tema para aligerar la tensión—. Cuando resolvamos esto, hablaremos del tema.
—No hay mucho de qué hablar. —Dejé que la pesadumbre me invadiera—. Estoy infectada.
—Hablaremos —aseguró, tajante—. En el momento en que entren, nos abalanzamos sobre ellos. Uno, dos… los que sean. Podremos con ellos. Puedes hacer maravillas incluso sin esas tijeras.