jueves, 17 de mayo de 2018

LA CUEVA DEL DRAGÓN - Jach


Hacía media hora que el matrimonio Peñalver había entrado a la sala de espera del Hospital Callejas y ya ambos tenían la certeza de que había sido el tiempo más largo de sus vidas. En el ala oeste del hospital se juntaban el área de emergencias con la sección de medicina integral, ambas divididas por un estrecho pasillo por el que noche y día corrían las camillas de pacientes cuya dolencia requiriera de una operación urgente. Al final de ese corredor esperaban cuatro quirófanos equipados para intervenciones no planificadas y de casos generalmente graves. En la esquina donde convergen el pasillo y las entradas de urgencias y medicina integral había una pequeña sala de espera para familiares del paciente en quirófano. Lo que hacía a esa sala una especie de cueva infernal era, además de su mínima y enclaustrada estructura, el hecho de que ésta tuviera la difícil tarea de acoger a personas en momentos de gran desesperación. Cuarenta minutos habían pasado ya, pero Diana y Genaro Peñalver habían perdido la noción del tiempo.

Los Peñalver llevaban casados catorce años, en los que habían vivido todo tipo de situaciones. Tres días antes de la boda, Genaro había estado implicado en un altercado con violencia que le había dejado una herida en el antebrazo y por la que tuvo que hacerse curas durante una semana, incluido el día de la ceremonia momentos antes de pisar el altar, cosa que había provocado una incómoda estupefacción en su rostro al escuchar al cura pronunciar las palabras del casamiento y sólo poder centrarse en la casualidad trivial de verse tan íntimamente unido a dos acepciones tan opuestas del término cura en un mismo día. A Diana le había molestado levemente el hecho y durante los primeros días pensó que el embotamiento de Genaro en un momento tan crucial pudo deberse a las dudas sobre la decisión de tomarla como esposa, pero lo cierto es que el hecho no trascendió y el matrimonio había sido bastante feliz.

Nakír era su único hijo, que con trece años estaba en la edad de las patinetas y la edad de no tener miedo, esto se había traducido hacía un par de horas no en el común raspón de una caída, sino en un grave accidente que había dejado al chico inconsciente y con una clavícula rota. En ese momento estaba en medio de una riesgosa operación en el quirófano tres.

El médico les había dicho hacía cincuenta minutos que había que operar para parar el sangrado y una contusión que porque el coma y el hueso y la sangre A+, y nosequé más cosas que no lograban todavía digerir porque ambos estaban en proceso de negación y las palabras del médico se licuaban en su mente sin orden alguno, sólo sabían que su hijo estaba grave y con riesgo de quedar en coma. Ninguno podía salir de la sala hasta que no llegara el cirujano o algún personal del hospital a dar un parte de la intervención. El tiempo pasaba lentamente y el ambiente era tan denso que ambos creían continuamente estar a punto de necesitar también un médico. Ni Diana ni Genaro habían quitado la vista del picaporte de la puerta, y si lo habían hecho habría sido en vano, pues la estupefacción no les permitía ver lo que había a su alrededor, era como si la vista condujera directamente las imágenes a un abismo sin retorno, desechándolas en el seno de un lugar lejano dentro de la mente. No había nadie más en la sala. Al cabo de una hora el picaporte por fin giró noventa grados, la puerta se abrió dejando entrar una luz que Dios haya librado a aquellos señores de asociarla a la del final del túnel. El hombre que apareció entonces, de bata blanca y bigote platinado, era el mismo que les había hecho esperar en aquella sala y el mismo que minutos antes había logrado encajar las dos partes de la clavícula derecha de Nakír. Las palabras esta vez fueron claras y perfectamente comprensibles, tanto así que si Diana y Genaro llegaran a vivir cien años, a pesar de los achaques seniles que el tiempo causa en la memoria, seguirían recordando al pie de la letra aquella frase: "Está fuera de peligro, no hay daño cerebral y la clavícula ya está en su lugar, este muchacho ha tenido mucha suerte". En aquel momento Diana y Genaro se miraron, la consonancia de felicidad que notaba en sus ojos era algo que solo ellos podrían describir, pero ninguno habló, sólo hubo un abrazo, un solo abrazo de apenas diez segundos que ambos sintieron como de tres horas. Las emociones de aquella sala jugaban con el tiempo como les daba la gana. Ya podían salir de ahí, y eso fue lo primero que hicieron al saber la noticia, como si el sopor del ambiente los expulsara a presión de aquel lugar.

Cuando Genaro cruzó la puerta, Diana, que iba detrás, se giró para dar un repaso ahora consciente a la sala, a modo de despedida y como forma de agradecimiento porque a pesar de todo, no les había ido tan mal ahí dentro. Al hacerlo se percató de que la minúscula sala no tenía ventanas, y para compensar ese claustrofóbico hecho habían sido colocadas dos plantas en cada una de las esquinas del fondo, además de una pequeña repisa. Al mirar el objeto que había en aquella tabla, observó una estatua en miniatura de un dragón asiático esculpido con gran minuciosidad. Era tarde para ponerse a reparar en los detalles de la hasta entonces ignorada figura, y lamentó no haber podido observarla mejor durante su larga estancia, aunque a la vez deseaba fervientemente no tener que volver a verla jamás. Al cruzar ella la puerta, el amable cirujano le rozó levemente el brazo y amistosamente dijo: "Señora Peñalver, la espera ha debido ser larga, y esa sala no es la mejor del edificio, ¿sabe? ¡Vaya encierro!, aquí le decimos la cueva… Pero todo ha salido muy bien, su hijo ha sido trasladado a la habitación 14, en el ala este, acompañen a la enfermera, ella les indicará el camino".

3 comentarios:

  1. Buenas, Jach.

    Buen relato. Has sabido transmitir el miedo y la impaciencia de esos padres durante la espera.

    El párrafo largo que comienza con "El médico les había dicho..." me ha parecido un tanto largo y en algún momento he echado en falta algún punto y aparte. Además, el principio del mismo es un tanto confuso, es lo que los padres sienten, pero igual se podría escribir de otra manera, que quede claro el sentimiento de los personajes, pero sin que eso dificulte la lectura.

    No puedo decir que el relato me haya gustado, pues es una situación en la que nunca me gustaría tener que estar, pero creo que lo has escrito muy bien y has sabido hilarlo.

    Un saludo.

    IreneR

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  2. Me gusta la idea de que la sala de espera sea la cueva del dragón y también que hayas creado esa atmósfera asfixiante de la espera. El detalle de la figurita del dragón está también bien integrado y es una manera diferente, metafórica, de afrontar el motivo del taller este mes.

    Aunque haces una alternancia bastante adecuada de períodos sintácticos largos y frases cortas, creo que mejoraría la lectura acortar algunos de los primeros.

    Un saludo,
    Manderley

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  3. Hola Jach
    Si "cueva del dragón" pretende trasmitir un sentido de temor, de angustia, mejor elección que la sala de espera de un hospital no debe de existir. Sobre todo una sala de urgencias graves.
    El cuento se lee de manera fluida a pesar de algunas frases algo largas, como ha sido comentado. La palabra cura aplicada al sacerdote significa también curar, en lugar del cuerpo cura el alma. Tengo entendido que ese es el concepto, de todos modos para el pobre hombre no debe de haber sido muy gracioso el tema de las curas. Buen relato.
    Saludos

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