Decidimos comprar la cueva del dragón una mañana soleada de invierno.
Por entonces, Marga ocupaba un alto puesto en la administración y a mí
me iba viento en popa en el bufete. Tan bien que no fueron pocos los
casos que hube de rechazar.
Tanta prosperidad era buena para nuestras cuentas corrientes y para
nuestro ritmo de vida, pero tenía su parte mala. Hacienda esperándonos a
principios de verano como un vulgar ladrón tras la primera esquina. Por
eso empezamos a hacer inversiones.
La primera fue una heladería desvencijada por el tiempo en la que solo
se vendían helados de sabores tradicionales: fresa, vainilla, chocolate,
nata y turrón. La regentaba un matrimonio de edad avanzada que vestía
un uniforme de rayas rosas y blancas. Parecen presidiarios de la calle
de la gominola, dijo Marga cuando entramos acompañados por el asesor
inmobiliario. Y ésa fue la razón por la que la compramos.
Después de la heladería vinieron algunos pisos del centro y varios
adosados de las afueras. Todo el mundo sabe que durante un par de
décadas fue deporte nacional firmar hipotecas imposibles de cumplir. Ni
Marga ni yo nos sentimos culpables al principio. Aunque nada más entrar
en las viviendas notáramos ese olor característico de la ausencia, ni
aunque en todas ellas encontráramos objetos insignificantes que eran el
rastro de la vida huyendo. Hablo de un guante derecho, o de un mechero
con la piedra gastada, o de un lazo azul hielo prendido en el espejo del
baño, esperando inútilmente adornar la coleta de una niña inexistente.
No nos sentimos culpables al principio, ya lo he dicho. Incluso hicimos
una pequeña colección con todos aquellos cachivaches y, a veces, cuando
nos aburríamos o no teníamos ganas de salir, imaginábamos quiénes serían
aquellas personas, dónde estarían en ese momento, si extrañaban la taza
desportillada que se quedó en el fregadero o la sudadera del Atleti que
colgaba en la pared de una habitación infantil.
Pero aquéllo empezó a cambiar. No supimos cómo ni por qué. Solo que, de
pronto, una noche, Marga o yo, o ambos, nos despertábamos entre sudores,
gritando incoherencias, como que el dueño del guante derecho ya no lo
necesitaba, porque se había cortado la mano con la que firmó la
hipoteca. O que la mujer de la taza desportillada había pasado sus
últimas horas en la casa de pie ante el fregadero, ingiriendo pastilla
tras pastilla, un sorbo de agua entre cada una, hasta caer al suelo, y,
en la misma caída, la taza golpeando contra el acero inoxidable.
Consultamos lo que nos estaba ocurriendo con diversos expertos. Desde un
naturópata, que había ayudado a la madre de Marga con un problema
hepático, hasta un psicoanalista de la escuela francesa de Lacan que
había tenido un romance con mi hermana. Finalmente, la solución vino de
lo concreto y tangible, nos la dio un asesor inmobiliario: la nuda
propiedad. Consiste en adquirir un bien pero no el derecho de uso hasta
que se cumplan unas condiciones pactadas en la compraventa. En el ámbito
que nos ocupa, el de las inversiones inmobiliarias, se traduce en que
compras una vivienda con el anterior propietario manteniendo su derecho a
vivir en ella hasta el momento en que se haya pactado. Generalmente es
hasta que muera.
La idea nos gustó mucho. Podríamos seguir invirtiendo en vivienda, pero
la fórmula no partía, como la anterior, de la desgracia ajena, sino que
ayudaba a transformar la desgracia ajena en una ventaja para ambas
partes.
Descartamos la primera casa que nos ofrecieron bajo esta fórmula porque
su habitante parecía tener una resistencia a prueba de bombas. Estaba en
un bosque, a su dueña la acosaban vientos huracanados, un lobo perpetuo
y una nieta ya adolescente que le llevaba alimentos procesados y
bebidas azucaradas desde la ciudad. Nada había podido con la anciana
señora. No era una buena inversión.
La cueva del dragón, en cambio, nos encantó. Estaba en el interior de
una montaña lejana e inaccesible. Dos imponentes estalagmitas de roca se
alineaban en la entrada como para dejar claro que entrabas en las
fauces de una fiera descomunal. Una vez dentro, el asesor inmobiliario
llamó nuestra atención sobre lo bien organizados que estaban los
espacios: una amplia sala para la batalla, una mazmorra con barrotes
dorados para encerrar a la princesa, una pinacoteca de la serie
histórica de batallas, princesas y jorges. Todo verdaderamente
encantador y bien pensado. Hasta contaba con diversas puertas
cortafuegos por si al dragón se le iba la cosa de las manos.
Por si tuviéramos alguna duda, el asesor nos enseñó, de forma discreta,
para no molestar al dragón, el resultado de su última revisión médica.
Era demoledor. A los achaques normales de su edad se sumaban los propios
de una vida exhalando fuego, recibiendo estoques y viviendo más solo
que la una. Firmamos allí mismo. Fue la primera vez que vi sonreír al
dragón.
Buenas, Manderley.
ResponderBorrarMe ha encantado tu relato. Me ha gustado mucho como describes la buenaventura de los dos protagonistas y los objetos que se van encontrando en las casas, el atuendo de los dueños de la heladería me ha sacado una sonrisa.
Y me ha gustado mucho como le das la vuelta al texto. Como de encontrarnos en un mundo mundano pasamos a otro de cuento.
Muy bien llevado y narrado.
Excelente trabajo.
Un saludo.
IreneR
Hola Manderley: Soy Menta y como estoy justamente encima de ti en el nº 30, tengo que comentarte. Lo hago con mucho gusto.
ResponderBorrarEscribes muy bien, muy fluido y te he seguido sin detenciones durante todo el relato. Pero en cuanto a la estructura, creo que deberías ceñirte un poco más a las normas aristotélicas: presentación, nudo y desenlace y equilibrar cada parte (en cuanto al tiempo y el espacio). Lo que quiero decir, es que la presentación (tiene 72 palabras), el nudo (570 palabras), son muy extensos y el desenlace, que es lo estrictamente que se pedía en el reto del mes, lo resuelves en 172 palabras.
Muchas gracias por compartir tu relato con todos nosotros. Un saludo, Menta
Hola Manderlay, soy cualquiera.
ResponderBorrarMe ha encantado tu relato, no sólo por la traviesa bofetada que da al sistema fiduciario, sino porque te va arrastrando sonrisa tras sonrisa desde el mismo principio hasta ese final encantado que es el descubrimiento de la cueva. Un dragón no es moco de pavo, y entiendo perfectamente que a la pareja de lunáticos se le ocurriera invertir allí. Mucho más sabiendo que el dragón estaba aquejado de dragonismo. Y que por más que invertir en la vida de otros tiene su grata recompensa, tampoco es cosa de pagarle la hipoteca a un ser inmortal. La mezcla de ironía, delicadeza, ingenio y fantasía lo hacen un relato complejo, liviano, risueño y hermoso, y todo por el mismo precio. La gran inversión para mí en este caso, ha sido volver a leerte.
Hola Manderley:
ResponderBorrarHilvanar con tanta gracia un relato tan surrealista me parece de muchísimo mérito. Buenas descripciones, geniales toques de humor y un muy buen final.
Enhorabuena!
Saludos.
Gracias por vuestros comentarios.
ResponderBorrarManderley