martes, 17 de abril de 2018

El folio en blanco - Napoleón

Liany mira su ordenador en blanco y no sabe muy bien porque la gente tanto le tema si simplemente tiene que escribir. Recuerda algo que una ves dijo shakeaspeare que la inspiracion te encuentre ocupado.se ha despertado hace poco recuerda que una ves leyo que los mejores momentos para escribir son en la mañana o en la noche. o quizas se referian a leer en lugar de escribir? no importa. Termina de de darle su mordida al Pie de limon. aun esta en pijama. Escucha la ducha, segura su novia ya se desperto . se acerca donde su bebe y su sonrisa es mas que suficiente para inspiracion, decide escribir la historia de un joven abogado Carlos espejo, que ama escribir, artes marciales y la musica.
Aunque ahora esta en un puesto del trabajo que no le gusta bastante. anteriormente habia trabajado en estudios juridicos ( sector privado) donde habia mas presion pero ahora en el estado es todo mas tranquilo, plan h. x eso ahora tiene tiempo para escribir.
-Hola bebe, Su novia, chica de este noche la saludal.
Liany la observa , samantha, un bombom que todo hombre desearia, pero decidia pasar la noche con ella.
Sobre que escribies ,
De un nuevo protagonista.
Lee las hojas anteriores, i si le pones super poderes, sabes que me encanta lo que tenga ponders y magia.
-MM digamos que su poder es que las personas siempre se reflejan en el.
volvemos con carlos.
Ahora mismo esta escribiendo. y realmente siente su corazon latir.
" ahora esto hasta el final del mundo se dice para, talves tenga problemas de atencion, talves no sea el mejor Bailarin aunque ya ha tomado clase de bacahta.......

El folio en blanco - María de los Ángeles Mena

Se oía la lluvia golpear la ventana. El olor se entremezclaba entre tabaco, cognac y limón. La cama estaba deshecha, y el escritorio junto a ella era tan pequeño que apenas cabía espacio para el lápiz grafito, la pluma y el folio en blanco. Alberto suspiró. Tenía sueño, y a la vez, necesitaba escribir, aunque no tenía absoluta certeza de qué ni por qué. Pero era algo en él, una necesidad imperiosa que lo llevaba a sujetar la pluma con fuerza y apretar los nudillos. Goteó la tinta para formar un círculo morado oscuro sobre el papel. Alberto pensó en ella. Se le vino a la mente, como una silueta desdibujada, como si en su recuerdo se fuera empañando la imagen y perdiendo la nitidez. Recordó, no obstante, su aroma. Usaba perfumes a cítrico, siempre. A veces, claro, llevaba el de lavanda, pero solo porque se lo había regalado a él. Pero Alberto sabía a la perfección que en realidad no le gustaba, y prefería mil veces usar el perfume ácido, que teñía las sensaciones de un tono amarillo pálido. Miró otra vez el folio. No sabía qué escribir. Había tanto… y tan poco.

Se llamaba Paula.

Escribió temeroso, notando que la pluma temblaba en sus dedos. La soltó. Tomó el lápiz, quizá con eso podría borrar.

Se llamaba Paula, y yo la amaba, continuó, sin saber qué estaba haciendo. Recordó su vestido rojo, más escotado de la cuenta, y más, desde luego, de lo que la familia aprobaría. Se imaginó la lencería que traería debajo, y ese vestido, en efecto, era un estímulo para la imaginación.

Se llamaba Paula, y yo la amaba, y vestía de rojo.

Bailaba como los dioses. Eso era capaz de recordarlo. La sostenía en sus brazos, y parecía flotar sobre los aires, guiándolo a él en un vals que pareció, entre las manos de otra, jamás haber bailado en otra ocasión.

 Alberto tomó el papel, y lo arrugó. Ella no merecía esto. Aquello era un bodrio, mientras que esa mujer merecía una obra maestra, un Da Vinci, un Paganini, un James Joyce para que la amasen y la inmortalicen. No él, él era Alberto. Y la estaba, poco a poco, olvidando.

Taller Literario Literautas - Recopilación de Relatos Abril, 2018 - Escena # 53

En esta sección encontrarás la recopilación de los relatos.

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Si no sabes cómo comentar, lee la entrada de Literautas aquí.


RECOPILACIÓN DEL MES DE ABRIL, 2018
Móntame una Escena: "La página en blanco" - Escena #53

Se pide una escena con un escritor o escritora que le tiene miedo al bloqueo. 
Reto opcional: Incluir las palabras: lápiz, limón y lencería. (R)

Todos los trabajos se han publicado tal y cual los ha enviado el autor, y todos los derechos pertenecen al mismo.

  1. La cómplice - Ocitore* (R)  Blog c/CM
  2. El folio en blanco - Kathie G* (R) Blog c/CM
  3. Ocurrencias - Carlos Jaime Noreña* (R) 
  4. La inmensidad de tu Vacío - Gina Loyola (R)
  5. Insaciable - K.Marce (R)
  6. Agatha Mercury - M. Cavani* (R) 
  7. Bloqueo - Pato Menudencio* Blog/S 
  8. LOS ESCRITORES TAMBIÉN TIENEN MIEDO A QUEDARSE EN BLANCO - Yas (R)
  9. El folio en Blanco - Alberto Gárgoles (R)
  10. Del blanco al color - Rossana Samarra (R)
  11. Contador de historias - Helena Sauras* (R) c/CM
  12. Blanco - Maxi de León 
  13. El grito - Isán* (R)
  14. Azahares - César Henán* (R) Blog/S c/CM
  15. TIRAN LO BLANC - Amilcar Barça*
  16. La tragedia de la inmortalidad - Leosinprisa (R)
  17. Cuando la procrastinación gana la partida - Irene R (R) 
  18. EL ESPEJO - Labajos (R)
  19. EL TREN CREATIVO - Gustav (R)
  20. El folio en Blanco - David (R)
  21. 72 horas - Abi Ponce* (R) Blog/S
  22. Cosas que cobran vida ante el bloqueo de la escritora - Yoli L.* (R)
  23. Narrar desde el corazón - Menta (R)
  24. ESCRIBE O MUERES - Ceyla Ramos (R)
  25. No es una gran historia pero es una historia - Estel Vórima* Blog/S
  26. El nevero - Feli Eguizábal Fernández * (R) Blog/S
  27. Trabajo de ensueño - Brian David VM* (R)
  28. Dar cera, pulir cera - José Luis (R)
  29. El lugar donde habitan las arañas - Martin S.G. (R)
  30. VIOLACION MORAL - El Chaval (R)
  31. El folio en blanco - Ana de la Hoz (R)
  32. En blanco - Elizabeth* (R) 
  33. Hoja en blanco - TM. Andrade* (R)
  34. La madre de los miedos - Maurice
  35. Una idea genial - Juana Medina* 
  36. El que la hace la paga (aunque sea en sueños) - Fortunata (R)
  37. La vida secreta de los semáforos - Cualquiera (R)
  38. El folio en blanco - María de los Ángeles Mena (R)
  39. El folio en blanco - Napoleón



La inmensidad de tu Vacío - Gina Layola (R)

Ya son varios los días que me siento frente a ti sin poder articular palabra. Te miro y la intensidad de tu mirada me paraliza. Mi mente busca desesperada las palabras que llenen el espacio y no logro poner en claro mis ideas. Pudiera hablarte de historias pasadas, de metas logradas, de sueños cumplidos y anhelos perdidos; nada parece apropiado, suena soso, vulgar y trillado. Busco inspiración en libros, olores, emociones y recuerdos. Voy a la cocina y el aroma de café me sabe a rumores compartidos a dramas vividos, paso por el bar y las botellas me hablan de amores perdidos e historias contadas en medio de tequilas y limones. Sigo mi caminar y llego a la recamara y al ver el encaje de la lencería, las historias de pasión se agalopan en mi mente. Voy de prisa a tu encuentro, armado solamente con el lápiz en la mano y las ideas aun hirviendo en mi cabeza. Nuevamente me siento frente a ti, pero ahora cierro los ojos para que la inmensidad de tu vacío no se atragante con mis palabras y quede nuevamente yo perdido.
Respiro profundo y dejo que las palabras fluyan que encuentren su camino como las aguas que buscan el rio. Empiezo lentamente pero pronto el ritmo se vuelve caudaloso. Abro los ojos y veo como las palabras han inundado tu blancura. La fuerza que han cobrado las ideas han ahogado el miedo de plasmar en tu virginal pureza mis más profundos pensamientos.

La vida secreta de los semáforos - Cualquiera

Desde que las multas de tráfico asolaron su cuenta corriente, Benito había aplacado con mucho sus pequeñas transgresiones urbanas. Su relación con la dirección general de tráfico distaba mucho de ser genial. La primera vez que lo detuvieron, por avanzar serenamente con su moto por una calle peatonal, repuso a los policías, con álgida y chistosa elocuencia veraniega, que no había peatones por la calzada en ese momento, ni él tenía intención de atropellar a nadie a menos que este se arrojara furiosamente a sus pies. En cuyo caso la multa la tendría que pagar él—terminó con retranca inocente.

—Vaya, un listillo—dijo el policía echándose la mano a la billetera como un John Wayne.

—¿Cree usted necesario multarme por avanzar a paso de tortuga, señor agente?

—Ahora mismo te extiendo la receta.

Benito, que ya veía la batalla perdida se tiró sin paracaídas:

—Pues le voy a decir una cosa—dijo indignado ante el policía cada vez más feo—la aplicación de una norma nunca debería desentenderse de su contexto real, ha de ser aplicada por un criterio humano que sepa distinguir un paso de tortuga de una conducta temeraria, porque si lo piensas bien, el concepto paso de tortuga dista mucho de ser una actitud peligrosa y es algo que nunca ha hecho daño a nadie, a menos que seas tú la tortuga y llegues siempre tarde a una convención de galápagos.

No sólo le pusieron la multa, también lo llevaron a comisaria, preguntándose él qué había ofuscado más al policía, si el hecho de que cuestionara su autoridad o el que emplease metáforas animales en su cometido. Lo sintetizó por fin en una tesis que le pareció razonable. Los policías se rigen por unos principios que se deben al cuerpo disciplinado, y si piensan que estás dudando de esos principios creen que se la estás intentando clavar y entonces te la clavan ellos porque son los que llevan la porra. Esa es la lógica del policía.

Su último susto, que le metió el estómago hacia dentro y lo dejó sin ganas de escribir unas cuantas semanas, había sido una diligencia de embargo por dos multas de las que no tuvo nunca noticia: dos semáforos que se había saltado en rojo a las dos de la madrugada hacía cuatro años. Dos semáforos que se saltó cuando el ruido de la ciudad había enmudecido y no quedaba alma triste que no quisiera llegar a su casa para refugiarse del frío. Nadie excepto la dirección general de tráfico, que con su ojo de halcón te vigila.

Después de que sus ahorros se redondearan a la intacta cifra de cero, se prometió a sí mismo que nunca más volvería a saltarse un semáforo, aunque estuviese sólo en el mundo y su única compañía fuese ese tonto muñeco encendido de rojo enfado. Ahora se quedaba parado mucho antes de un paso de cebra, dejaba respirar tranquilo al motor. Había decidido fraccionar las distancias, servir como un ciudadano modelo a esa mano enguantada que fija las normas y te birla la billetera sin que te enteres. Aceptó con el pesar de sentirse algo idiota, pero a partir de esta paciencia gremial de ciudadano correcto ha ido sin querer descubriendo nuevas cosas: la vida secreta y estática de los semáforos, lo que hace la gente en el medio minuto de esa breve espera.

Observa ahora una insólita escena que capta con su lógica cerebral como a cámara lenta: dos transeúntes esperan ante un semáforo. Un señor de unos cincuenta, que al ver el cambio de color se dispone a cruzar la ancha calzada. Pero a su vera, casi una sombra, una señora no mucho mayor arranca a la misma vez, lleva una bolsa con ropa de lencería, y ahí comienza la carrera. El hombre va pisando sólo las zonas pintadas de blanco, un paso de cebra también puede ser una impar aventura. La mujer avanza en cambio con pasos despreocupados, mira hacia delante pero su lentitud la retrasa con respecto al hombre que va como dando saltitos. La victoria parece segura, pero algo capta la atención de la mujer en mitad de la travesía y es el número de segundos que quedan para cruzar: 7, 6, 5…apresura entonces el paso temiendo a los coches que rugen en la parrilla de salida. Y el señor ¿qué hace el señor? ¿Ha perdido la cuenta de sus pasos? Se detiene un momento, tropieza, se descoordina ¿teme pisar en falso y caer engullido por el gris del cemento? Vence la señora, que alza sus brazos imaginariamente.

Al volante los hombres revelan su rostro y también su estado de ánimo, pero también algo más esencial, y es la relación que cada uno entabla con su vehículo. Ahora detiene su ojo en los semáforos como si quisiera percibir el mundo, el estudio epidemiológico de las almas conductoras. Un joven agarra el volante rodeándolo con todo el codo y es como si lo quisiera mucho. Seguro que le ha puesto nombre al trasto, le hace cariñitos y dice que es lo único que nunca le falla. Está el piloto gruñón, que parece no comprender la presencia de los demás coches. Insulta a la menor interacción mientras se desespera o hace gesto de arrancarle la cabeza a alguien. En realidad, odia su propio coche, le gustaría tener un audi, ya que el insulto y la rabia es siempre una delación de lo que eres en falta. Otro tamborilea con los dedos de una sola mano dando una sensación de impaciencia tranquila, escucha su cd con discreción individual, ha aprendido educación y singularidad. La chica que ensueña su mirada por la ventanilla del autobús, sólo desea que la trasporten, que la dejen viajar libre por sus recuerdos.

Pero entonces se fija en ella, detrás de unas gafas de sol y de una vinculación inconcreta con un seat Ibiza blanco. Se paró a su lado y la miró. Ella se giró ligeramente, hasta que se dio cuenta de que él la observaba y escondió la cabeza como un avestruz.

El semáforo no dio para mucho más. Metieron primera y se borraron en la carretera sus últimos pensamientos. Pero en la gran avenida flanqueada de frondosos árboles los coches aceleraban para tener que frenar cada poco. Así que se encontraron en el siguiente semáforo, doscientos metros más allá, en el mismo carril fiel a cada uno. Él pensó que recordaba a esa chica del semáforo anterior. Ahora le parecía más guapa aún, y sobre la guantera había observado que tenía un libro. ¿Cuál sería el título? La chica guapa y lectora, que aceleraba su coche con tranquila parsimonia y haciendo un poco de hipo en el cambio de marchas.

La chica descubre otra vez a Benito mirándola, y no es que se asuste, pero sí se molesta. «¿Qué pretende este tío con tanta miradita?» Si hubiera tenido sus impulsos alerta le habría sacado una peineta por esa invasión de su intimidad. Pero hay algo sin embargo en su cara que le recuerda a otra persona, « joder, ¿es…él?» La chica asoma curiosa la cabeza por la ventanilla y Benito le responde guiñándole el ojo. Ella se retira horrorizada, «no, no puede ser él, qué va».

El semáforo vuelve a cambiar y no da lugar a más circunloquios. Los coches avanzan otra vez, creen que van a llegar lejos, pero un poco más adelante vuelven a tropezar con un nuevo obstáculo.

La chica ya es familiar en la vida de Benito. Le dice moviendo los labios: «tú y yo estamos atrapados en el mismo semáforo», «tú y yo habitamos el mismo universo intermitente».

Ella vuelve a mirarle confusa en su idea, obsesiva como es de las fijaciones: «hostias, tiene la nariz igual ¿se habrá puesto gafas?».

Benito parece verla sonreír, pero es un gesto de duda que ella hace, torciendo la boca como si quisiera desconfiar o estuviera mordiendo un limón.

Se reanuda la marcha y Benito conduce acompañándola, pero viaja por el carril izquierdo y de pronto tiene que parar y esperar a que alguien detenido consiga aparcar. Se entristece como un impedido cuando ve pasar al Seat Ibiza que se aleja. Pero por fin el coche de delante se aparta y se hace ilusiones que confirma con su dicha. Aprieta el acelerador para volver al paralelismo, pero justo cuando está a punto de llegar a su altura (es el quinto semáforo de su tórrida unión), otro coche se entromete de pronto. Un joven mascachapas que conduce como un coreano, lleva la música a tope y tiene alerones traseros y llantas de aleación. Se quiere demostrar a través de su máquina, más simple que el mecanismo de un lápiz. Va como un relámpago y ocupa el lugar que a otro por derecho le corresponde. Benito profiere todo tipo de insultos bíblicos sobre el malhadado Fernando Alonso. Y siente afligido que algo falla, demasiados obstáculos en este corto destino, como cuando el azar le pone sus alas negras a la mariposa.

Pero el verde impulsa a los coches otra vez a salir. Se van internando en una cavidad céntrica de la ciudad, donde el tumulto de los coches y la ferocidad de los conductores impiden toda comunicación humana. Benito huele el instinto de una pequeña historia, la que ahora viven ellos dos, casualmente emparentados en la ruta, personas que se conocen en lo desconocido, solitarios e inocentes. Ha llegado de nuevo a su altura justo cuando el semáforo se volvía a cerrar, y sin más tiempo de espera, abre la ventanilla esperando que también la abra ella y poder escuchar su voz, aunque ya se la imagina. Ella abre la suya triplemente intrigada por la confusa identidad, y entre el ruido impenetrable, le pregunta:

—Oye, ¿tú eres Juanjo?

Él entiende «tú eres guapo», y un sol ilumina toda su psicología. Responde soñador:

—Tú no sólo eres guapa. Eres un cisne de la carretera.

Ella no lo entiende bien, pero en esa mayor cercanía aprecia que no es igual su hoyuelo en la barbilla, ni la intriga carnosa de sus labios, ni el porte de seguridad que asentaba su gesto y le hacía resolver con soltura cualquier problema. Le dice aclarada ya de sus dudas:

—Perdona, me he confundido, perdona…—pero él no la entiende porque los coches les empujan otra vez desde atrás.

Hay una nueva parada antes de que dos caminos se unan o se bifurquen, ya que la céntrica plaza San Agustín es el corazón dónde la ciudad bombea su sangre hacia muchos destinos distintos. Benito trata de conducir sin que el alma se le escape por la posibilidad de perderla, como si se acercase a un precipicio o a una catarata. “Si no te vienes conmigo habremos perdido la prueba”. Ella sigue su carril y tuerce a la derecha. Benito se va separando a la izquierda, hubiera deseado que decidiera ella, pero en un último miedo al abandono, Benito tuerce rápido el volante en una maniobra discutible, colándose en el otro carril justo detrás de ella.

Y otra vez un guardia irrumpe en la vida de Benito, un policía que ha visto el volantazo sin la menor señalización, y le invita a aparcar a su lado dándole instrucciones de dónde tiene que colocar el culo. Se acerca chulesco a la ventanilla echándose la mano a la libreta y le dice:

— ¿Sabe caballero que ha hecho usted una maniobra que está prohibida?

Benito ve partir a su chica de carretera, pero ha podido ver el título del libro “Historia de la psiquiatría”, eso le consuela, porque él está loco, observa nostálgico su número de matrícula que va borrándose entre el tumulto que se aleja.

— ¿Quiere que le diga algo magnífico señor agente? — dice Benito con profunda tranquilidad. Que hoy he conocido a la musa que me ha salvado del folio en blanco.

Fin

El que la hace la paga (aunque sea en sueños) - Fortunata


¡Que dolor de cabeza!, es imposible que no se me ocurra nada, lo del síndrome del folio en blanco era cosa de otros, ¿qué fue de mi inagotable creatividad, envidia de los compañeros de redacción?, ¿dónde está mi famoso sarcasmo a la hora de comentar la vida de famosos y famosillos?. No será por falta de material, ya que estas fotos son lo que cualquier chupatintas del ramo desearía: ¡ni más ni menos que David De Guarda con Mery Prada!, una criatura recién salida de un talent show con una veterana actriz clásica, para más inri casada con el cantautor izquierdoso de las esencias patrias y blanco de las iras de la derecha mediática, además ¡hay que ver qué posturas, qué lencería!.
Voy a cambiar de lápiz, a ver, ¿dónde estará el gris de siempre?, ese siempre me da buenas historias.

¡Que calor, que sed!, nada, no hay manera, es que no puedo ni empezar, ¡una palabra por favor, sólo una y luego ya sigo! Voy a beber zumo de limón ¡que fresquito!

Llaman, ¿quién será?, voy a ver por la mirilla, no me apetece que me vean con estos pelos, ¡Dios, no!, es imposible, ¿qué hace Alicia Guillén en mi puerta?, es una venganza, seguro; querrá pegarme o algo peor, pero tenía que publicarlo ¡no puedo dejar que se me adelanten! La verdad puede que le haya destrozado su carrera, pero si no lo hago yo lo hace otro y ya puestos mi propio puesto de trabajo también tiene un valor, digo yo. Sigue, que agobio, ¿no puede parar?, ¡por favor!, ¿dónde estoy?, ¡es el despertador, que alivio, ha sido un sueño!, ya tengo el artículo escrito en la mesilla, ¡qué bien! pero casi lo voy a suavizar un poco, ahora que recuerdo igual fui algo dura...

Insaciable - K. Marce


Escuchó la campanita sonar con violencia. Hoy tampoco amaneció de buen humor, aunque recientemente no lo tenía. La joven avanzó por el largo corredor hasta los aposentos de la señora de la mansión; quién acostada con fina lencería, yacía en su cama con ebúrneas columnas, blancos  cojines de terciopelo y cortinas de seda. La dama extendió la mano para que la ayudara a levantarse. Tenía el rostro lleno de arrugas y altivez. Una vez sentada, extendió los brazos para que se le colocara su bata de organza con millares de vuelos a lo largo de las mangas y el cuello. Ella misma se ató, caminando descalza por la nívea alfombra. Acomodó sus cabellos blanquecinos, colocando una tiara sobre ellos.
—Hoy trabajaré temprano —Buscó sentarse en la silla de piel, como inmaculada nieve, en su escritorio de vidrio—. ¿Qué haces ahí parada? ¡Ve por mi trago!
—Mi señora, apenas son las siete de la mañana...
Se volvió para verla inclinando el mentón. Sus ojos verdes aguileños hicieron un gesto de indiferencia y, sacudiendo la mano, le dio señal que se retirara.
La joven cerró la puerta, dirigiéndose al bar para preparar ese trago que ella tomaba cuando buscaba inspirarse: Gin tonic con limón.
«Se cree Hemingway que necesita estar alcoholizada para escribir...» —la reprendía en sus pensamientos—. «¡Otra mañana de lo mismo!».

Porque la joven había trabajado con la señora veinte años. La conocía bien. Al principio esa prepotencia en la dama no existía. La conoció cuando tenía catorce años y aquella mujer era hermosa, llena de vida, alegre, juguetona. Su encuentro fue en un parque, entre palabra y palabra, ambas simpatizaron. Comenzaron a encontrarse en ese lugar. Rodeadas de ese verdor que destacaba los multicolores de las flores, el canto de las aves, la algarabía de la gente que disfrutaba también de esas tardes de primavera infinita. La mujer le dijo: «Múdate conmigo, seremos muy felices». La niña ingenua, llena de ilusiones aceptó rendida, completamente inspirada por la vivaz mujer.
En aquel entonces vivían en una casita pintoresca, con paredes pintadas cada una de diferente color. ¡Es que parecía sacada de un cuento! Una entrada cargada de laureles, margaritas y girasoles. Su interior parecía un jardín de niños; con estantes con libros, lápices y hojas en blanco. La mujer solía vestir de algodón con colores brillantes. Un día le confesó: «Mi niña querida, no quiero imaginarme el mundo, o charlarlo contigo, quiero escribirlo». La chica le dijo: «Hazlo, persigue tus sueños».

El sonido de la campanita la hizo regresar a la realidad, apresuró el paso para dejar sobre el escritorio la bandeja con la bebida. La dama tenía la mirada en la nada, mordía su uña, buscando en su mente una idea. Bebió un sorbo. Sacó un lápiz, para meterlo entre los cabellos, reposado en la tiara de cristales.
«¿Creerá que eso le servirá de antena?», pensó la joven. Haciendo reverencia, buscó retirarse.
—¿A dónde crees que vas? —refutó la dama—. Voy a trabajar, pero no voy a perder el tiempo yendo y viniendo por alguna cosa. Te quedas aquí cerca, por si te necesito.
—¿Ha escrito algo, mi señora?
—Nada todavía. Me caería bien un chocolate… unas galletas, una fruta, algo de música. Ve y hazlo. Algo vendrá con el estómago lleno.
La joven colocó la música favorita, para después complacerle los antojos a la mujer. Pero una vez que hubiera comido, la página seguía en blanco.
—Hay algo que no estoy haciendo bien —volvió a verla con sus ojos verdes empequeñecidos, escudriñándola—. ¡Tú no me estás ayudando en nada!
—Hago todo lo que me pide, mi señora. Pídame y lo haré.
—Es qué no sé qué escribir. Debe ser mucho mejor que lo último que hice. Más intenso, más emocionante. ¡Pero se me ha secado el cerebro, no puedo quedarme en blanco, no puedo!
—Escriba sobre el amor, a todos les encanta.
—Basta de eso que me aburres. Hace mucho dejé de ser romántica. El amor es una bobada que no existe, apenas es atracción, soledad o lujuria. Ni los hijos aman a sus padres...
La joven buscó abrir las cortinas blancas y pesadas para que entrara la luz. La mujer suspiró aburrida.
—Mi señora, ¿y si salimos afuera?, hace un día hermoso. El parque sigue verde, la gente está feliz. Seguro que al verlos, ver las nubes o las aves, la inspire...
—¡No seas ridícula, criatura! Yo ya no escribo cuentos. ¿Es qué lo has olvidado? Años y años escribiendo sin parar, para que nadie excepto tú lo leyera. Hasta que leíste sobre ese concurso y nos entusiasmamos, para no ganar nada —se burló—. «Haga un blog», me dijiste... Y ahí empecé a ser menos anónima. ¿Pero te has olvidado de todas las madrugadas que cabeceabas a mi lado, ibas y venías por tazas de café; hasta que un día quedó terminada mi novela? Cuánto caminamos, cuántas puertas se nos cerraron en las narices. Nos dimos aliento la una a la otra hasta lograrlo. ¡Publiqué!
—¿Cómo he de olvidarlo, si en todo su camino yo fui partícipe? Sufrimos mucho, lloramos juntas y también la alegría nos colmó. Miré lo que ha logrado. Dejó su casita, se mudó a una más grande y más libros vinieron. Luego se mudó aquí... a esta mansión, toda blanca, tan vacía. Y usted solo se encerró...
—¿Eres idiota, o te haces? —gritó furiosa— Para que pueda llenar esta mansión de lujos, de cosas hermosas, ¡debo trabajar, cada vez mejor!, ¿cómo voy a escribir, si pierdo el tiempo viendo gente, flores o ardillas? ¿Qué va a producirme una playa, sino solo insolación? Niña ingenua.
—Podría escribir cualquier cosa. A medida que lo haga, mejores ideas vendrán. No puede escribir, si no escribe...
—¡Vete! —Le señaló la puerta— ¿"Cualquier cosa"? Si qué es mediocre... —dijo entre dientes—. Cuando se ha alcanzado la cima... ¡se buscan las estrellas!
La joven sintió pena de su señora; pero mucho más molestia. Sin decir nada, cerró las puertas a sus espaldas. Pensó en cómo un poco de éxito le robó el amor por las letras.

—¡Ya me tienes harta, Clio! Quédate encerrada en tu "mastermind”. ¡Musa egoísta!  Fuimos compañeras y ahora soy tu esclava. ¡Hasta aquí! —dijo levantándose la joven del escritorio, cerró la portátil—. ¡Yo voy a vivir! Veré los colores, oleré las flores, disfrutaré los ruidos, gustaré los sabores, hablaré con la gente... ¡Saldré a bailar!... Y otra musa vendrá a mí.
Cerró la puerta para ir al parque.

El folio en blanco - Ana de la Hoz

Son las seis de la mañana de un día más con la cabeza hueca. Cierro los ojos, respiro profundo y trato de relajarme. No quiero levantarme de la cama sin una idea fuerte para desarrollar el texto. Odio verme de nuevo frente a computadora, contemplando la hoja en blanco, vacía, expectante, retadora.
El relajamiento se va por otro lado y me quedo dormida.
Decido levantarme y darme una ducha tibia, ni caliente ni fría. Lavo mi cabello y me doy un suave masaje. Intento despertar las ideas. Se acaba el agua caliente.
Hago un poco de ejercicio. Desayuno ligero para evitar la pesadez. Mis gatos duermen. Se me ocurre una historia en la que despierto y mis gatos se han convertido en tigres. O que yo me he convertido en gato. No, relatos fantásticos no, los odio.

A medio día me pongo a buscar en Internet cómo hacen otros para motivarse a escribir. Encuentro rituales previos de famosos: Ernest Hemingway sacaba punta a seis lápices número dos. Schiller olía una manzana antes de empezar a escribir, y Dahl usaba lápiz amarillo.
Empiezo por los lápices. Consigo cuatro aunque no todos número dos ni amarillos. Con sumo cuidado les saco punta. Los ordeno por tamaño sobre el escritorio. Cierro los ojos pensando en la madera del lápiz, el grafito, el viejo, el mar, el suicidio. Momento. No sé quién es Dahl. Inicio la búsqueda. Autor de Charly y la Fábrica de Chocolates. Gran película, Johnny Deep, conflictos con el padre. El mar trae una botella con el nombre del padre, al que el protagonista de mi historia ha buscado desde siempre. Es el viejo que de niño le regalaba chocolates…No, tema trillado.
Paso a lo de la fruta. No tengo manzanas. Saco del refrigerador medio limón. El olor me transporta a la tierra caliente, la selva, ruido de pájaros. Hombres y mujeres que trabajan la tierra de sol a sombre sufren y además aman, tienen hijos. Sí, pero no tienen que encontrar tramas que escribir. El personaje principal es el capataz de la plantación y se enamora de una de las trabajadoras, que resulta ser una princesa india con poderes ancestrales que…No, por Dios.

Por la tarde cambio de estrategia. Me voy a lo esotérico. Dar once vueltas en círculos usando un solo pie. Lo descarto por peligroso. Usar lencería de color rojo. Busco en mis cajones. Sostén rosa y pantaletas negras.
A las ocho de la noche, bingo. Lo tengo: cambiar hojas blancas por hojas de color. No tengo. Con acuarelas pinto tres hojas, cada una con un color primario. Mientras se secan preparo te de yerbabuena con pimienta y cinco ajos.
No puedo salir del baño por la diarrea. Tiemblo por estar tantas horas en lencería.
Me voy a la cama. Pongo los lápices y las hojas de colores bajo la almohada.
Antes de quedarme dormida pienso en un gato color limón que está afanoso escribiendo una historia.

VIOLACIÓN MORAL - El Chaval

Tiene varias carpetas donde guarda escritos de cuentos varios, pero cuando encima de su mesa dispone un nuevo folio para iniciar algo nuevo, los ojos se le vuelven estrábicos de tanto mirar sin ver.

Lápiz duplicado –lo prefiere al ordenador—y algo escrito pero tachado, se le aparecen como líneas paralelas semejantes a las vías del tren. La mente, en blanco, con la mano izquierda apoyada en la frente que va resbalando sin fuerza, parece demostrar que el peso de la nada es superior al pensamiento.

Si pasa un tiempo en esta situación de dejadez mental, le vienen ganas de aflojar la presión de la vejiga, esperando que cuando vuelva la inspiración o musa esté ya presente en la mesa, para señalar el camino en este desierto que representa el folio en blanco. Se prepara un té y, entre sorbo y sorbo, en vez de pensar en lo correcto tiene la mente puesta en un recuerdo que le resulta desagradable, por no saber reaccionar conforme a la dignidad.

<<Era la tarde de pasar por la biblioteca a entregar y retirar dos libros que tenía reservados, cuando al pasar por delante de un portal sale una señora que, con acento extranjero me espeta cogiéndome del brazo. – ¡No se acuerda de mí! de la panadería, que le sirvo el pan en algunas ocasiones. Venga, venga aquí dentro, que le enseñaré un producto para conseguir bienestar corporal y además con ello se gana mucho dinero con la venta.

Estaba perplejo, no reaccionaba ante aquella avalancha de palabras proveniente de una señora rellena en carnes y que me atrae hacia el interior, para enseñarme unos sobres con nombre comercial indescifrable y unos cuantos billetes de 20 euros. Dice ser una fórmula húngara en polvo a base de frutas del bosque y con sabor a limón, muy agradable de tomar con agua en el desayuno.

--Tenga, me dice, y me abre la cremallera del bolso y deposita cuatro o cinco sobres y dos billetes de 20 euros ante mi cara de estupefacción. No sabía que hacer, no comprendía, estaba obnubilado y paralizado, mientras me empujaba hacia una zona oscura y manoseando por todo el cuerpo; que hacía mucho tiempo que no estaba con un hombre, y dándome golpecitos en la entrepierna me coge una mano y la conduce por debajo de la falda hacia su entrepierna, que no llevaba lencería alguna y moviéndose al ritmo de alguna música que ella solo debía oír.

Cómo me apretaba a su cuerpo; yo también apretaba, pero al bolso, porque mi mente algo atrasada en digerir lo que estaba pasando, empezaba a despertar ante tamaña grosería y forma de querer engañar para intentar apropiarse de lo que podía ser interesante para ella.

Punto final a un mal recuerdo, cuando en la puerta –supongo un vecino de la casa—gritaba como energúmeno para que saliéramos de allí. Qué vergüenza al pasar delante y con la mujer detrás gritando para que le devolviera lo que había puesto en el bolso. ¡Qué mal rato! Soy hombre prudente, ingenuo y tonto y le entregué lo que pedía, antes de que se formara un corro de gente que ya me miraba de forma extraña, ante la vociferante señora insatisfecha.

--Estoy sudoroso, pero creo que ya puedo empezar las primeras líneas sin miedo, salga lo que salga, después me iré serenando para seguir exponiendo lo que llevo en mente.

El lugar donde habitan las arañas - Martin S.G.


Tumbada sobre el sillón de dos cuerpos, un aroma floral invadió las narinas de Camila. Ella sabía que en la habitación había plantas, pero estas eran artificiales.
- ¿Será este el olor a naturaleza muerta? Ironizó para sus adentros.
Cuando sus pulsaciones se normalizaron, se dispuso a pensar en voz alta, cumpliendo así con la consigna principal del ejercicio que está tan de moda y que cada vez atrae a más y más gente.
Una libre expresión de palabras se agolpó en su garganta, con ansias de salir a chorros e inundar la habitación. Tal vez eso, era lo que tenía atravesado hace ya mucho tiempo y le entorpecía respirar. Fue así que exteriorizó que en el último tiempo, la sensación se había intensificado. No le permitía dormir, y si lo hacía, se despertaba en medio de la noche, alrededor de las cuatro de la mañana, para darse cuenta que todo seguía igual; y si no había sido una pesadilla más, era un desvelo donde el vacío adueñaba su mente y con suerte, en algún momento, las almohadas la llevaban otra vez al laberinto de los sueños.
Contó también en voz alta, más bien reflexiono, que su situación no dependía del contexto. Ella se había convencido de que no servía, que no estaba hecha para esto. Que así tuviera el tiempo y las comodidades predilectas, iba a fracasar, siempre.
Camila llegaba a su departamento y sentía meterse en un cubo oscuro, sin ventilación ni ventanas. Cuando se disponía noche tras noche a plasmar sus ideas, le sobrevenía la angustia. Se le cerraba el pecho. No entendía que le pasaba por dentro, algo más tomaba control de sus pensamientos. Sentía estar en un vértice del cubo, sobre el suelo, sentada, rígida, mirando al frente por horas, sin tener a donde ir. Pues al otro lado no había más que oscuridad y otra pared, y otra esquina. No veía escapatoria, y esto, por supuesto, la tenía intranquila.
Este estado además de haberse hecho dueño de sus noches, también lo estaba haciendo de sus mañanas y su cuerpo. Su cara, amarga y sin expresiones, la ropa cada vez menos ajustada y con más orificios a pasar en sus cinturones, y sus energías, cada vez más reacias en aparecer al despertar, habían comenzado a llamar la atención de sus compañeros en el trabajo.
Por fortuna una alarma se encendió dentro de ella, y así fue que comenzó con estas pláticas en voz alta. Que no la convencían, pero ante la insistencia y recomendación de quienes la veían mal, las puso en práctica.
Noche tras noche, en una especie de ritual inspirador, y con el afán de no sentirse agobiada al entrar, daba dos vueltas a las llaves de su apartamento, y atravesaba el marco de la puerta. Encendía el velador de la mesa ratona, dejaba las llaves en el cenicero con forma de limón y desfilaba a su pieza, donde se desnudaba y pasaba a darse un baño.
Al salir cogía una de sus bombachas, y sin más lencería, la cocina era la siguiente parada. Un yogur oficiaba de cena y la mesa del comedor se convertía en cómplice y testigo de su soledad y la desdicha que se avecinaba.
Se acomodaba un lápiz entre sus cabellos para fijarlos en un rodete, y así, sentada frente a la hoja en blanco del ordenador, disponía sus manos sobre el teclado de forma que los diez serviles dedos se movieran y hablasen como ellos quisieran. El silencio era ensordecedor.

Silencio y vacío. Silencio y otra vez la sensación de estar atrapada en un cuerpo que no era suyo. Un cuerpo que no podía controlar y que la desquiciaba por no poder hacerse cargo de él.
Se percibía atrapada y envuelta en una red donde cada movimiento era en vano hasta el día siguiente, en donde su rutina y las obligaciones la liberaban por un momento, pero al volver la noche, era cazada otra vez. Igual que en estás charlas en voz alta que una vez por semana, la retenían durante sesenta minutos y transcurrían a un módico precio de cuatrocientos cincuenta pesos con su frase final: “Hoy hicimos un avance importante Camila, volvé el próximo Viernes”.

Dar cera, pulir cera - José Luis (R)

Después de haber sido derrotado por su reciente miedo a la hoja en blanco, Gaudencio Morales, autor atrapado en una fase de falta de ideas, decidió consultarlo con su buen amigo Eufrasio Fernández, quien había triunfado con varias novelas que dominaron las listas de éxitos. Siempre proclive a echarle una mano a un colega de profesión, Eufrasio lo emplazó a visitarlo en su mansión, cosa que Gaudencio hizo al día siguiente.

En la entrevista que mantuvieron, Gaudencio se dio cuenta de lo bien que le iba a Eufrasio, pues pudo observar en su muñeca un elegante reloj de pulsera de oro brillando como el sol. Se fijó que en una de las paredes de la habitación colgaba un boceto dibujado a lápiz de un pintor famoso, probablemente adquirido en alguna subasta exclusiva. Y no podía olvidarse del coche súper deportivo que había visto aparcado en la entrada de la mansión, la cual, por cierto, estaba construida en mitad de una extensa finca, provista de su propia arboleda natural de robles y castaños, un estanque de agua clara con peces japoneses koi, y un coqueto campo de golf. Gaudencio jamás había sido una persona envidiosa de los éxitos de los demás, pero comenzó a sentir la picazón de dicho pecado en el mismo centro de su corazón. ¿Cómo era posible que su amigo hubiese medrado tanto en tan poco tiempo? Sus novelas eran un éxito sin precedentes y la mayoría fueron llevadas con fortuna a la gran pantalla. ¿De dónde salía la inspiración, al parecer tan fértil y fecunda?

—Te voy a ayudar, pero tienes que confiar en mí y hacer lo que yo te diga, sin rechistar.

Gaudencio, a pesar de la buena noticia, desconfiaba de la generosidad de su amigo.

—¿Por qué ibas a compartir tus secretos conmigo?

—Mis intenciones son sinceras. ¿Confías o no?

¡Qué remedio! Gaudencio, aunque por fuera no lo pareciera, por dentro estaba desesperado. Y no se trataba solamente de una cuestión de vender novelas para poder vivir; también estaba en juego su propia estima como artista.

—Está bien, Eufrasio. ¿Qué tengo que hacer?

—Permite que me acueste con tu mujer. Que se ponga su mejor lencería...

—¡¡Qué!!

—Es broma, hombre. Mira, lo primero que tienes que hacer es podar los setos de la finca. En la caseta de mantenimiento hallarás las herramientas. Tómatelo con calma, ya que podar lleva un tiempo.

—¡Cómete un limón! No soy tu jardinero.

—Entonces no quieres mi ayuda...

Gaudencio se tragó el orgullo e hizo lo que se le pidió, aunque le pareciera un dislate. Tras podar los setos, tuvo que limpiar el estanque, lavar el coche, pintar algunas habitaciones e incluso cortar el césped. Estuvo varios días, incluso varias semanas, llevando a cabo diversos encargos de Eufrasio, hasta que un día se plantó y se encaró con él.

—¿Pero tú quién te crees que soy? ¿Tu mono de feria? Ya me he hartado de tus trabajitos. No soy Hércules. Me largo de aquí.

—Ya sé que no eres Hércules. Dar cera, pulir cera*... —espetó Eufrasio, pero Gaudencio no pilló la referencia cinematográfica.

—¿Qué has querido decir con eso?

—Al principio, yo tampoco me lo creía, pero seguí el consejo que alguien me dio en un sueño que tuve cuando me hallaba justo en la misma situación que tú.

—¿Te has basado en un sueño —Gaudencio estaba indignado— para obligarme a hacer todas aquellas tareas estúpidas? ¿Es que no estás en tus cabales?

—Piénsalo bien. Algunas de las mejores ideas nos llegan a nosotros, los escritores, a través de los sueños.

—Esa no es razón para obligarme a ser tu criado particular.

—El ejercicio físico es mano de santo para optimizar los ejercicios mentales que acostumbramos cuando nos ponemos a escribir una novela o un cuento. Estoy seguro de que ya has superado tu miedo a la hoja en blanco. Después de todo, hace semanas que no piensas en escribir.

—¡Me has tenido bien ocupado! —exclamó Gaudencio, pero no lo había dicho con rabia, pues la frase estaba teñida de cierto reconocimiento. Añadió—: Me voy a casa. ¿Gracias...?

—Dar cera, pulir cera —dijo Eufrasio simplemente, con una sonrisa pícara.

Gaudencio se sentía otra persona cuando se puso delante del ordenador. Una idea para una novela se metió en su cabeza y no paró de teclear hasta terminarla. Cuando publicaron su libro, en el capítulo dedicado a los agradecimientos, el nombre de Eufrasio Fernández ocupaba un lugar destacado.

FIN

*Visionar película cinematográfica “Karate Kid”, de 1984.

El nevero - Feli Eguizábal Fernández

La ansiedad se le apoderaba y decidió dejar el lápiz sobre el escritorio. Acompañada por su malestar, se fue a recorrer el monte de abetos y encinas; la hojarasca cubría el camino en forma de un policromado manto de rojos y ocres dorados. Inertes. Así lo veía ahora. Quizá por eso, no había sido capaz de dibujar los primeros trazos del cuento que se suponía, comenzaba en aquel maravilloso sendero lleno de buenos recuerdos.
Su mente vacía, caminaba por la inercia de su cuerpo cansado y sudoroso. Podía percibir cómo sus poros diluían la savia por su piel igual que la resina rebosada por los troncos. Había perdido su néctar.
Lo tenía todo, y nada a la vez. Aquella vívida luz que le había guiado otrora, se había apagado. Fechas que se fueron…, otras por llegar y que se irían igualmente sin equipaje, se habían convertido en la espada de Damocles que no le dejaba pensar. No podría presentarse al certamen de “el premio Limón”, que estaba próximo a celebrarse.
Tropezó en las raíces ocultas por la hojarasca y rodando, aterrizó a los pies de un conocido nevero. « ¡Eureka! Te he encontrado. Tantas veces como he venido a buscarte y había pasado de largo, por lo que veo» —pensaba mientras se sacudía la tierra, hojas y ramas que habían penetrado hasta su fina lencería.
Atónito del hallazgo, entró en la cavidad reconstruida, que en otros tiempos había albergado la nieve suficiente para conservar los alimentos y medicinas de condes y reyes…, y se sentó al amor de la raya de sol entrante. El tiempo no tuvo medida.
Cuando regresó encontró el folio maculado por cuatro círculos bordeados de un relieve reseco y salado, que llenaban todo el espacio que ya no era blanco; y que le contaba la historia que de sus ojos había caído, marcando la nívea ágora que recogía nuevo relato.


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Link del Blog: Tablillas de Cera/ Relato El navero

ESCRIBE O MUERES - Ceyla Ramos

—¡Escribe! —me gritó el hombre con furia— ¡Escribe, maldito hijo de puta!

Sus gritos me sobresaltaron. No sabía dónde diablos estaba, ni cómo llegué allí. Estaba sentado frente a un viejo y empolvado escritorio, pero no lograba reconocer el lugar. Todo estaba en tinieblas, excepto por una débil luz amarilla que iluminaba una hoja de papel y un lápiz que yacían solitarios sobre el escritorio.

El hombre caminaba de un lado a otro por la oscura habitación y se agarraba la cabeza desesperado.

Cuando salió de la penumbra pude contemplar su rostro y un escalofrío me recorrió la espalda. El arma que tenía en la mano y su mirada llena de odio me anticiparon que aquello no iba a terminar bien.

—¡¿Acaso no dices ser un escritor?! —continuó enfurecido, se acercó a mí amenazante y empujó mi cabeza hacia el papel en blanco—. Si eres un escritor, ¡¿por qué no puedes escribir?!

Petrificado por el miedo era incapaz de pronunciar una palabra. Mi mano temblorosa tomó el lápiz e intenté escribir algo en aquel papel. Pero no pude.

De repente, en mi cabeza se reprodujeron los momentos previos a éste. Estaba en mi casa intentando trabajar en mi nueva novela sin lograr escribir nada. En realidad, había pasado el día entero mirando el folio en blanco que proyectaba el computador.

Quise despejar la mente y decidir ir a uno de mis bares favoritos donde los tragos son servidos por lindas chicas en lencería. Estaba seguro de que eso iba a motivarme. Mi espalda acumulaba demasiada tensión y tenía que distraerme un poco o el estrés terminaría matándome.

Un tiempo atrás mi vida había sido diferente. Había logrado publicar una exitosa novela que los críticos aplaudían de pie. El dinero y la fama me arrollaron de frente y me dejé llevar por esa corriente de júbilo que había llenado mi vacía existencia.

Me dediqué a disfrutar de la vida, derroché dinero a manos llenas y me olvidé de la escritura. Había pasado tanto tiempo escribiendo que estaba cansado de estar encerrado en mi habitación a solas con mi computador. Ahora había llegado el momento de vivir, de divertirme, de saborear las mieles del éxito.

Pero cuando aquel frenesí menguó, me encontré a mí mismo con los bolsillos casi vacíos, físicamente agotado y perdiendo una lucha contra el tiempo para entregar el primer avance de mi nuevo libro.

Me puse en marcha. Desempolvé mi lugar de escritura y me senté frente a mi ordenador esperando que en mi mente apareciera una buena idea. Había vivido mucho en los últimos meses, de aquellas experiencias cualquier escritor habría sacado buen material para varios libros. Pero yo no era capaz de escribir siquiera un párrafo.

Me senté en la barra y pedí un tequila con limón que me quemó la garganta, pero que de inmediato renovó mi ánimo. Tequila tras tequila fui sintiéndome mejor, el estrés parecía esfumarse. La fecha límite, el dinero agotándose y la presión por crear una novela mejor que la anterior parecían ahora problemas minúsculos. Decidí que era hora de volver a mi escritorio, por fin tenía la sensación de que estaba a punto crear algo grande.

Pero no recuerdo haber llegado a casa…

—¡Eres un completo fracaso! —gritó al ver que no había escrito una sola palabra.
—¡Déjame en paz! —dije desesperado, golpeando con mis puños el escritorio.
—Eres un fracaso —dijo a mi oído mientras yo cubría mi cabeza con mis manos—. ¿Tienes la osadía de llamarte escritor? ¡Maldito farsante! Fui yo quien te hizo famoso. Fui yo quien plasmó cada letra, cada frase, cada párrafo de lo que tú llamas «tu novela». Gracias a mí has conseguido todo lo que tienes.

Dicho esto se alejó y pateó algo a mis espaldas. El ruido me sobresaltó y un temblor involuntario se apoderó de mí. Aún con las manos en mi cabeza, sollocé en silencio.

—Has arruinado mi vida. Estos meses he vivido un infierno mientras tú te ibas de vacaciones. ¿Has pensado en mí, maldito egoísta? ¿No se te ocurrió imaginar qué sentí cuando decidiste dejarme a un lado? —dijo todavía a mis espaldas.

Se acercó de nuevo a mí y su cercanía hizo que mi piel se congelara.

—Escribe algo ahora mismo o te mueres —me susurró al oído mientras un metal frío se posaba con firmeza en mi nuca.
—No puedo —dije entre sollozos—. No puedo escribir nada. Lo he intentado, pero no puedo.
—Entonces no mereces lo que tienes —dijo él con frialdad.
—Por favor, dame tiempo. Voy a escribir algo muy bueno, sólo necesito tiempo —dije levantándome de la silla.
—Ya tuviste demasiado tiempo.
—No, no, no. Por favor —supliqué desesperado al ver como cargaba el arma.
—El día que me encerraste en esta pocilga te sentenciaste a ti mismo. Yo soy el escritor. Tú eres nada.

Apuntó su arma directamente hacia mí y pude ver cómo un destello salía del cañón. Un fuerte ardor en mi pecho me tumbó al piso, y mientras caía, la luz iluminó su rostro y en él me vi a mí mismo.

Tirado sobre mi espalda, mis ojos se fueron apagando lentamente al mismo tiempo que aquella luz amarilla disminuía su intensidad hasta convertirse en pura oscuridad.

Un segundo después, desperté sobresaltado y con la necesidad de tomar una gran bocanada de aire después de lo que parecía una eternidad sin respirar.

Miré a mi alrededor. Estaba sentado en mi silla, frente a mi escritorio y justo delante de mí, la pantalla del ordenador reflejaba una página en blanco, única testigo de mi resurrección.

Como si los meses de bloqueo se hubieran condensado en una noche oscura, la luz de la aurora que se filtraba por la ventana trajo consigo una idea. Mi mente se iluminó y ante mis ojos se dibujaron innumerables escenas y personajes. Había vuelto.

Me acomodé en mi silla y escribí. El miedo, la presión, la angustia habían desaparecido. Escribí durante horas. Escribí sin parar, con el afán de recuperar el tiempo perdido. Con las ansias de disfrutar de nuevo la magnífica sensación de crear algo, de moldearlo, de hacerlo perfecto.

Disfruté de ese placer que aquel inútil buena-vida me había quitado al alejarse de mi esencia para satisfacer sus propios deseos.

Sólo algo me preocupaba: él aún estaba con vida y algún día iba a vengarse del escritor que había intentado asesinarlo.

Ese tonto nunca entendería que tuve que hacerlo para salvarnos a ambos. Jamás podría comprenderlo. Ahora tenía que aprender a vivir con el terror de saber que algún día volvería a encerrarme otra vez en aquel lugar de olvido para ponernos nuevamente frente a un interminable folio en blanco.

Narrar desde el corazón - Menta

Mi profesora de literatura se llamaba Asunción. Nos motivaba de mil maneras para que leyéramos. Nos hablaba de los autores clásicos y de los modernos con una admiración contagiosa.

—La lectura debe ser una necesidad vital para vosotras, como es el comer —nos decía.

Se propuso “sacar al escritor que llevábamos dentro”, y para que esto ocurriera, todos los días teníamos que escribir una redacción. Para el primer relato nos sugirió contar algo que nos hubiera ocurrido durante el verano anterior.

Al llegar a casa me senté frente al cuaderno y empecé a escribir. Pero nada de lo que ponía en el papel tenía la gracia y la fuerza que había tenido en la realidad. Desesperada, le pregunté a mi abuela sobre qué podía hacer la redacción. Después de pensar un rato, exclamó:

—Ya sé. Escribe sobre lo que le ocurrió a aquel torero en las fiestas del pueblo. Te impresionó mucho y creo que ahí tienes bastante material para tu relato.

Fue duro recordar aquella tarde de muerte en la plaza. Pero al día siguiente, cuando leí el relato en voz alta, recibí los aplausos de la señorita Asunción y del resto de la clase.

—Pareces un crítico taurino. Muy bien.

Pero más importante que los aplausos fue que aquella primera experiencia hizo crecer dentro de mí la necesidad de narrar historias.

La profesora de labores y dibujo se llamaba Consuelo. Un día estábamos cosiendo en silencio en clase, y de repente la señorita se levantó de la silla, bajó de la tarima y se acercó a mi pupitre. Me ordenó que diera la vuelta al paño que bordaba.

—¿Pero esto qué es? Si parece un nido de arañas. ¿Te has fijado en los nudos y las hebras sueltas que tiene por el revés? ¡A ver! ¡Anabel, trae aquí tu labor!

Me quedé asombrada. Era una labor perfecta, el derecho y el revés eran prácticamente iguales.

—Te lo vas a llevar a casa y que te ayude tu madre. El próximo día traes lo que hayas hecho. ¡Pero perfecto!

Me quedé hundida. Ella nunca me había enseñado a bordar, y a pesar de no hacerlo muy bien, yo disfrutaba en su clase cosiendo y preguntando las dudas a mis compañeras. Me pareció muy injusta.

Cuando terminó la clase, Anabel me dijo:

—No te preocupes. Te propongo un trato.

—¿Cuál? —le pregunté.

—Tú me escribes las redacciones y yo te hago las labores y los dibujos.

A partir de ese día yo escribía dos redacciones, cosa que me encantaba; y ella bordaba dos paños iguales y me daba uno. El dibujo de un limón del natural también lo realizó por duplicado. Delimitó los contornos, y para no levantar sospechas, puso sombras a uno de ellos con un lápiz blando y a otro con carboncillo.

Mantuvimos este trato hasta que un día aciago la señorita Consuelo se dio cuenta de nuestra trampa y nos llevó al despacho de la directora. Allí confesamos toda la verdad. Se dirigió a mí muy enfadada, elevando la voz y agitando su dedo delante de mis ojos, y rugió:

—Escribes muy bien ¿verdad? Pues de ahora en adelante, no podrás escribir nada. Cuando te sientes delante del cuaderno, sentirás mucho miedo porque las ideas habrán huido de tu cabeza.

Al final de curso suspendí sus dos asignaturas y mi verano transcurrió entre labores y láminas de dibujo. Algunos días intenté escribir en mi diario, pero mi cabeza estaba seca de ideas. Me acordaba de la maldición y sentía terror.

—Abuela. No puedo escribir. Me persiguen las palabras de la señorita Consuelo.

Se sonrió. Después me dijo:

—Yo conozco antídotos para todos los conjuros del mundo y entre ellos hay uno especial que cura el miedo a la hoja en blanco.

—¿Cuál es? ¡Dímelo! ¡Por favor...!

—No hay nada que decir, hay que hacer. Para empezar, debes elegir una anécdota que te haya pasado a ti y que mientras la vivías fuiste consciente de sentir emociones intensas: miedo, vergüenza, enojo, compasión... Escribe todo lo que hayas sentido pero siempre desde la verdad de tu corazón.

Pensé durante un rato y después le conté:

—El otro día fui a la lencería de la esquina con mamá para comprar mi primer sujetador. En la tienda estaba el hijo del dueño que tiene mi misma edad. Cuando le vi, creí morirme de vergüenza. Ella no se dio cuenta de mi bochorno y delante de él, habló de tallas, colores, aros…

¿Crees que es interesante que escriba hoy sobre la vergüenza que sentimos, a veces, los adolescentes?

La abuela me acercó el diario y yo empecé a escribir desde mi corazón, desde mi verdad, y poco a poco, describiendo mis sentimientos, me curé del miedo a la hoja en blanco.

El folio en Blanco - David

El Escritor lo vio. Allí estaba otra vez, en medio del camino, aparecido de ninguna parte y con su habitual y terrible sonrisa de arrogancia que se le clavaba en el alma, escociéndo como la sal y el limón lo hacen sobre una herida abierta. "No puede ser, otra vez no" —pensó, mientras la fatiga y las dudas le inundaban el cuerpo.
El Folio en Blanco, la bestia negra de El Escritor, el enemigo mil veces derrotado y mil veces renacido. "¿Será este el camino correcto?" —se preguntó—. "Es la tercera vez que me lo encuentro está semana, son demasiadas, algo no va bien, debo tener la brújula estropeada o estar utilizando el mapa equivocado".
El Escritor se encontraba totalmente dubitativo y a punto de rendirse ante la imponente figura de su adversario cuando vio acercarse a un caballero de negra y gruesa armadura. Tesón, su incansable compañero en numerosas contiendas.
—Veo, muchacho, que vas tener que recurrir a mi martillo una vez más —dijo el caballero con la voz llena de orgullo.
—Y mi puntería tampoco te vendría mal.
El Escritor se dio la vuelta y sonrió. Chispa, la silenciosa y esbelta arquera de mirada audaz, siempre aparecía sin que nadie la viese venir.
—Lo derrotamos mil veces, y mil veces más lo derrotaremos —dijo ella sacando una flecha de su carcaj.
—Estamos contigo, compañero. Siempre nos tendrás a tu lado —Tesón se puso en posición de combate—. Tú nos guías en la batalla.
El Escritor miro a sus amigos y luego al Folio en Blanco. Ya no había duda en su mirada, sólo determinación. Desenfundó su espada, Lápiz, mil veces mellada y mil veces afilada.
—¡A POR ÉL!


Nota de administración:

David nos envió su texto para la recopilación, y también ha creado su propio blog. Si quieres leerlo ahí y dejarle comentarios en su blog personal, puedes hacerlo. Toma en cuenta que necesitas estar suscrito a WordPress para poder comentar. O utiliza esta entrada y deja tu comentario, si no tienes un canal de suscripción, puedes hacerlo a través del Nombre/URL o Anónimo.

El link de su blog: Acción Evasiva / Relato El folio en Blanco

EL TREN CREATIVO - Gustav

Un Viernes cualquiera, por la tarde después de una jornada de trabajo, Ana pasa a su piso de la calle Fresnedillas en Madrid.
—Estaba deseando que llegara el fin de semana, a descansar¬—. Dijo Ana con el entusiasmo propio de un niño recién salido al partió para jugar con sus amigos.
Deja la mochila en el suelo y se tumba en la cama, empieza a pensar en el concurso literario del que es miembro llamado “Contadores de cuentos”, se apuntó hace meses y no escribe desde el mismo tiempo. Se levanta de la cama y se dirige a la cocina para cenar algo antes de ponerse a escribir.
—Unas patatas cocidas me vendrán muy bien—.pensó Ana. Cogió el táper de patatas cocidas del frigorífico, que había preparado el día de antes y echó mahonesa hasta dejarlas a su gusto y para después unas sardinas con limón exprimido.
Una vez tomada la cena, aún sentada en el escritorio de su habitación, pensando en su cuento; Trama, desarrollo, personajes,… —¿por dónde empiezo?—se pregunta Ana después de más de una hora postrada en la silla. Miró a la ventana y vio las ramas de los árboles del parque moverse continuamente por el viento desapacible que hacía esa noche, lo que la llevó a emperezarse y meterse en la cama, —mañana me pondré en serio—, dijo restregándose los ojos. —Lo del folio en blanco no era una pamtomima, creo que me está pasando a mí, lo estoy viviendo en mi propio folio.
A las 8:15 sonó el despertador digital de Ana y casi de un salto se levantó de su cama y se vistió, miró a su escritorio y vio el folio blanco impoluto encima de su escritorio, este le recordó la charca helada que todos los años se formaba al lado de la granja familiar, situada en un pueblecito de la llanura manchega. De repente sintió una poderosa fuerza que la atraía a aquellos recuerdos más recónditos de su niñez, en aquel pueblecito donde empezó a contar sus primeros años de vida y que guardaba una cantidad de experiencias incontables, hasta su partida a la capital para cursar sus estudios de periodismo.
—Me iré allí, a la granja familiar, cogeré el tren en cuanto pueda y pasaré en el pueblo el fin de semana, para hacer salir nueva ideas y dejar aquí ese maldito folio en blanco—.dijo Ana en tono mandón y definitivo.
Con una rapidez frenética, empezó a preparar la maleta para emprender su viaje, sin olvidar la lencería que aún no había estrenado, su portátil y su bloc de notas, se colgó la mochila y cogió la maleta, para coger el segundo tren que salía de la estación de Atocha a las 9:29h.
Todo fue casi mecánico; cogió el taxi -para ahorrar tiempo- y a pocos minutos de esperar en la estación subió al tren, con este aún parado en la estación, sacó de la mochila el bloc de notas y un lápiz con el que empezó a escribir ideas que no paraban de aflorar de su cabeza.
—¿Puedo?—preguntó un señor apuesto mayor que ella, que vestía pantalones vaqueros, chaqueta y una camisa—. Por supuesto, siéntese—. Contestó ella entusiasmada por la ebullición de ideas y la nueva compañía.
Con el tren en marcha, dejando atrás los atascos y el ajetreo de la ciudad Ana ya tenía varias hojas escritas en su bloc de notas, decidió disfrutar del paisaje que se expandía a través de la ventana, pero con el susurro de los pasajeros y el traqueteo del tren, el sueño se apoderó de ella.
FIN

EL ESPEJO - Labajos

“El Poeta”, el preso más anciano y sin embargo firme, subió pesadamente, las escaleras que comunicaban las tres plantas de la segunda galería en la Prisión Modelo de Valencia. Ascendió saboreando cada peldaño de madera, consciente de que no estaba haciendo un acto puramente mecánico, por el contrario cada esfuerzo era complementado con la meditación y determinación que siempre le caracterizaron, no permitiéndose jamás, a lo largo de su extensa vida, decidir a la ligera. No culpaba a nadie por lo que iba a hacer, tampoco consideraba en esos momentos su vida como algo insoportable, era consciente de que la altura catedralicia de la galería hacía prácticamente seguro su objetivo. Aunque en ese instante, se acordó de “Batman”, el único preso que había sobrevivido a la caída, lo que le valió su apodo. Sonriendo llegó al final de la escalera, y se dispuso a bajarla de nuevo, no fue el recuerdo de “Batman” lo que le hizo desistir, aunque sí soltar una sonora carcajada «sólo faltaría mudar “Poeta” por “Robin”», simplemente, su todavía infalible maquinaria mental había encontrado otra solución.

Desde siempre, “El Poeta” se había ganado la vida componiendo en la página en blanco de su memoria poemas, canciones, discursos, cartas, recursos, instancias que dictaba a su incondicional público. Cobraba la voluntad, pero a cambio exigía por condición que sus obras nunca fuesen vanas, consideraba superficiales a los poetas que hacen de su trabajo un simple recreo, “rimar bonito sin decir nada, es como una elegante lencería sin una señora dentro”, manifestaba. Era su opinión, por todos tan respetada como su propia persona, nadie decidía nada en la segunda galería, sin su previa consulta, todos acudían al él como mediador.

***

Todo empezó cuando por fin pudimos conseguir el espejo, un objeto tan cotidiano en el exterior como apreciado en la cárcel, en aquellos años ochenta, época de mudanza, convivían normas antiguas con las de la recién estrenada democracia, dando lugar a absurdos tales como que estuviesen permitidas las cuchillas de afeitar desechables, pero no la entrada de espejos, sin embargo una vez dentro, la mayoría de funcionarios no cuestionaba su procedencia, siempre que fuesen de dimensiones diminutas.

Cuando “El Poeta” se asomó al espejo, solamente cabían en él unos ojos, y no eran los suyos. Espantado dio un salto atrás al reconocer en el cristal los ojos de su padre. Recordó a su anciano progenitor asomado a una televisión con los recuerdos agotados.

Hijo, ponme esa película de Marilyn.
La viste ayer papá
¡Qué dices! Hace muchos años que no la veo.
De hecho, la ves todos los días…
Hijo: ¡Qué cosas tienes!

Al ver en el espejo esos ojos, un escalofrío le atravesó el cuerpo, como si hubiese mordido un limón, el pánico se apoderó de él. Recordó a su padre derrotado cuando siempre fue su referente, se percató de la multiplicación con que últimamente se producían sus descuidos, de ese trato blandengue y condescendiente con que últimamente le trataban los compañeros…«Os estáis amariconando» Echó la vista atrás y se dio cuenta que en su libro en blanco ya casi no le quedaban páginas por rellenar, pronto saldría en libertad. ¿Para qué? ¡No sin su intangible libro de poemas! y se dirigió a la escalera que presidía la galería.

Cuando terminó de bajar, ya había tomado una decisión todavía le quedaban unos renglones por escribir y un pequeño cabo de su último lápiz, agotaría al máximo estos recursos. Regresó a la celda 227, cerró tras de sí la puerta, me agarró fuertemente agitándome los hombros, mientras muy bajito no paraba de reclamarme: No permitas que salga de aquí sin saber leer y escribir, no lo permitas.

( en el original es una raya "misterio")

Blanco - Maxi de León

Abrigado a inicios de primavera. Camino rumbo a mi departamento. El sol no sale, en lugar de rayos, nubes bajas pasan sobre mí. El viento mueve la Neblina de casa en casa, tan densa y blanca, se puede ver como fluye. Paso por un parque, no hay nadie. Solo hojas caídas de árboles regresan al otoño en primavera. Siento frío pero estoy a punto de llegar. Antes de entrar al departamento, paso a una tienda y compro vino, me mantendrá tibio mientras la primavera decide aparecer. En casa, voy al estudio, termino la revisión de una historia referente a lealtad y traición. Pienso sobre ello, todo el mundo te traiciona sí sus intereses son más importantes que los tuyos. En fin, sirvo un vaso de whisky, lo bebo y vuelvo a repetir dos ocasiones más. Empezaré una nueva historia y ya es tarde para el trabajo son 9.20 am y recién me siento para empezar a escribir. Pienso ideas, valores narrativos de qué hablar esta vez pero lo único que pienso es en la chica de ayer; indescriptible era ella, solo recordarla hace querer regresar.
Hoy es un buen día para la concentración. Prendo un porro y voy al balcón. Regreso al estudio. Empiezo a escribir, lleno diez hojas en menos de cinco minutos. Tomo otro vaso. Este whisky es bueno. Sabor humeado o leñoso tal vez a carbón. Mi celular suena, es una llamada. Contesto
-Buenos días –dijo una voz femenina- busco al señor de Leòn
-Igualmente, soy de Leòn ¿Qué busca?
-Hablo de editorial Neo, su historia le ha gustado a la mayoría, dicen que tiene una voz fuerte. Quieren ver si puede hacer una historia con la misma fuerza que la historia que mando pero que trate sobre la felicidad, solo tendría quince días para ello. ¿Lo acepta?
-claro, no cr…
-enviaremos información más detallada a su correo
-bip, bip…
Tan bien que iba con esta historia. Lo han venido a joder. Al ver que tengo un nuevo proyecto decido ir a dormir por el día de hoy. Antes termino mis cinco mil palabras de cada día y mis cinco wiskis. No me cambio, solo caigo en cama y despierto hasta el otro día.
Me siento sediento, mis ojos están hinchados como si me hubiese golpeado el mismísimo Morfeo durante toda mi siesta. Busco mi celular y publico un estado sobre tomar fotos en whattsapp. No contesto a ningún mensaje. Pronto serán las nueve y sigo acostado. Abro el mensaje de la editorial, leo las instrucciones. Son una mierda, nunca han escrito nada algo en su vida. No le puedes mandar instrucciones a un escritor. Ya relajado voy al escritorio para empezar a trabajar en su estúpida historia. La felicidad es… recién empiezo a escribir y un mensaje llega, respondieron mi publicación, y es una exnovia.
-Deberíamos tomarnos un par –escribió mi exnovia.
-ya tenemos –respondo con indiferencia.
Uyyyy sii pero esas fotos ya son viejiiisimas -dijo en un audio- ven a visitarme un día de estos, cuando estés desocupado. Me encantaría verte.
Su voz, un canto de sirena a mis oídos. No puedo negarme. Tal vez cualquier otra mujer pero no a Jannis.
-cuando este en la ciudad te marco para vernos- dije.
-espero sea pronto –dijo Jannis.
Han pasado ya tres días desde la llamada. Pensé que tenía algo sobre que escribir. Palabra tras palabras hasta formar una historia. No he tenido una sola idea, ni un pequeño destello de genialidad. Solo he pensado en Jannis estos días. Ha bloqueado mi proceso creativo.
Ni una palabra en 5 días ya es jueves. No he bebido ni fumado. Empiezo a entrar en frustración. Leo lo que puedo como distracción pero no funciona. Ningún pensamiento creativo, solo recuerdos sobre Jannis. Busco un pasaje en autobús a la ciudad. Despejarme del ambiente puede servir. Rento una habitación por nueve días. Salgo en la mañana a medio día.
En la ciudad si existe la primavera. Bajando del autobús me deshago de sudadera y chamarra. Un calor abrasante cubre a la ciudad. Empiezo a sudar con las primeras cuadras. El piso quema. Mis pies sienten que pisan la entrada al infierno. Busco una bar, en el puedo descansar del agobiante sol. Pido una cerveza. Saco mi libreta y pluma para escribir. Nada... nada… y nada. Dejó de estar desesperado, ahora me encontraba con miedo. No puedo escribir ni un relato. Lo intento con una pareja que pasa enfrente de mi pero es imposible. Pido otra cerveza. Pienso llamar a Jannis. Lo hago hasta la tercer cerveza.
-Hola Jannis- digo- estoy en la ciudad.
-Te parece que nos veamos el viernes-dijo ella
-el viernes es bueno – digo- en el bar que esta atrás de la catedral a las siete ¿te parece bien?
-me parece bien –dijo ella- ahí te veré. Ansió a que llegue el viernes.
-nos vemos el viernes Jannis-
-Chao maxi.
Cuelgo la llamada. Pago la cuenta del bar. Busco el hotel donde reserve. Lo encuentro después de preguntar a una señorita. Camino un par de cuadras alejándome del centro. Llego al hotel. Voy a la recepción. La habitación esta lista para ser ocupada. Me informa el gerente.
-Quiero pedirle un favor amigo
-¿Qué tipo de favor señor?
-no quiero ser interrumpido mientras me encuentre en mi habitación, nada de llamadas. Ni siquiera la limpieza. Cualquier cosa que necesite yo lo buscare. ¿Puede hacerlo?
-claro señor, en el hotel Riverside estamos para servir.
Le dejo propina al gerente. Tomo mi maleta y la llave. La habitación número 15, segundo piso. En el ascensor una pareja sube conmigo. El parece importante. Trae puesto un traje color Oxford elegante. Parece hecho a la medida. Ella luce una gabardina, parece que es del sujeto. Vamos al mismo piso lo intuyo cuando salen atrás de mí. Veo más de ella. El cinturón de la gabardina se ha aflojado. Pasan a mi lado su habitación la 16. Mala pasada del gerente pienso. no quedaban más habitaciones o lo ha hecho por fastidiar. Mientras intenta abrir el sujeto la habitación. La observo a ella. Descubro que solo trae puesto lencería color perla. Entran en la habitación. Hago lo mismo. Duermo por una hora. Resulta imposible. Me ha despertados los gemidos de la pareja de un lado. Decido salir y comprar alcohol. Dejo puesta música antes de salir.
Los gemidos hacen que recuerde con más ímpetu a mi exnovia. Importante fue pero no debería ser un obstáculo para que pueda escribir.
Se escuchan gemidos y Led Zepellin en el pasillo del segundo piso. Espero no estén toda la noche así- pienso. Los gemidos en la habitación solo se escuchan al cambio de una canción. Por lapsos de 4 minutos puedo dejar de escucharlos. Tomo un vaso con whisky para relajarme. Tomo mi libreta y lapicero. Lo he hecho muchas veces sin resultados esta semana. Harto y con miedo decido hacer un intento más. Sentado enfrente del papel en blanco decido enfrentarlo. Mis ideas estas esparcidas. Leo a Sartre. Me ayuda cuando me siento bloqueado. Termino tres capítulos. Tomo otro whisky. Sigue sin funcionar. Llevo dos vasos. Esta noche quede en solo tomar tres si es que nada salía de mi mente. Después de ello tomaría lsd como último recurso. Probé lsd con el último vaso. Me sentía relajado sin nada en que pensar mi ex resultaba gracioso pensar en ella, la idea central de la historia una bazofia, el efecto del lsd empezó a hacer efecto a la hora. Un completo desastre termino siendo. Termine con un viaje intenso donde solo veía como se distorsionaba la habitación y en el techo jeroglíficos que nunca llegue a comprender, nada de creatividad aquella noche. Pude dormir un rato, un par de horas. Un efecto del lsd, no deja dormir. Trasnochado. Tome una ducha. Apenas me daba cuenta y ya era viernes. No sé en qué momento perdí los días. Solo tenía una hora antes de ver a Jannis. Como pude estuve listo. Salí a prisa del hotel hacia el bar. Hacia frio en cuanto Salí del hotel. Creí que estaría el sol y olvide la chaqueta. Llegue al bar diez minutos antes de la hora. Pedí una cerveza y espere a que Jannis apareciera.
Ella entro al bar a las siete, un toque que solo alguien que me conoce haría. Llegar a la hora ni un minuto antes ni uno después. Lucia como el primer día que la vi. Cabello largo con un flequillo. Eso era nuevo. Su sonrisa con hoyuelos, encantadora con el lunar sobre su labrio superior. Llego luciendo un vestido rojo escotado, pronunciando sus encantos, igual que en su labio, en su pecho izquierdo otro lunar. Pequeños detalles que la hacían ser quien es. La mire y cuando se acercó le pedí que tomara asiento.
-¿Qué quieres beber? –Dije- yo he pedido una cerveza.
-tomare lo mismo que tu –dijo Jannis
-Mesero otra cerveza, por favor
-si señor –dijo el mesero- en un momento la traigo.
-gracias –dije- ammm ¿Cómo has estado?
-días buenos y malos –dijo Jannis- estuve pensando en ti últimamente antes de escribirte.
-¿Qué has pensado? –dije-
-lo que vivimos y porque terminamos –dijo Jannis- recuerdas…
Empezó a recordar, tenía nostalgia en lo que hablaba. No sé si era verdad, deje de prestar atención a ella en ese instante. Cuando dijo lo que vivimos, vino todo a mi memoria y supe que no todo fue tan bueno. Realmente lo intentaría. Por eso estábamos ahí. La añoranza de un recuerdo. Buscando la felicidad en aquellos que dejamos en el camino. De pronto tuve que pararme e irme antes de que ella terminara de hablar. No había más que pensar. Lo que pensaba de ella ya no era. En aquel instante no podía pensar en nosotros. Me pare y fui directo a la habitación del hotel.
Fui instintivo, no había una decisión que tomar. Era importante retirarme, mientras ella hablaba, en mi mente surgía una idea. Una historia debía escribirla antes de olvidarla.

La tragedia de la inmortalidad - Leosinprisa

—Hoy, tú eres mi rival —dijo Hurtadillas retando a la hoja en blanco que tenía ante sí. Una hoja de buen gramaje oesteño, de la excelente calidad que era norma común para la mayoría de sus manufacturas. La elfa frunció el gesto no convencida de sus propias palabras. Pudiera tratarse de otra mentira en la cual ponía toda su convicción, como la de que había nacido en las cercanías del Bosque Espeso y contaba a todo el mundo.

“Sí, eres mi rival. Y un rival muy peligroso, pues si he de narrar cuanto he vivido, cuanto he amado y deseado olvidar, consumiría cuanto papel hubiera desde el principio de los tiempos hasta el final de estos” pensó con cierto dolor. La mayoría de esos recuerdos eran amargos, fruto de la pérdida, de quien ha vivido lo impensable y no conoce la muerte.

—Te he buscado y nunca te he encontrado... —escribió con su lápiz mientras lo recitaba. La bella letra destacó en el papel como una centella en el cielo. Detuvo la escritura, aguijoneando el limón que se encontraba sobre su escritorio portátil con la afilada punta del lapicero, en un intento de reprimir los pensamientos generados por dichas palabras. Le gustaba la fragancia desprendida al aire por los agujeros provocados en la fruta amarilla. Siempre le había entusiasmado su sabor ácido y solía comérselos incluso con su corteza, masticada por los duros dientes sin tregua, saboreada en los escasos momentos de relativa paz que solía disfrutar.

—Y por cuanto percibo, tú tampoco tienes piedad —habló de nuevo a la hoja de papel como si esta poseyera vida propia, releyendo una y otra vez el exiguo texto que se había atrevido a escribir. Poco para cuanto querría contar a posibles lectores, demasiado para su desacostumbrada mano, más a gusto con la empuñadura de un arma que con tan delicado utensilio.

Se levantó de su cómodo asiento, el taburete desmontable que había fabricado con su habitual pericia, al igual que el escritorio y cuanto tenía a su alcance, con la sensación de haber fracasado en su empeño.

La yegua Bellandante, su montura, un magnífico ejemplar de una raza antigua y temperamental que nadie más podría domar, se acercó hasta ella para pastar del rico suelo que las rodeaba. El paraje era fértil y se perdía en el horizonte. Un hermoso lugar que invitaba a la reflexión y el día esplendido, con la temperatura suave y el sol calentado en su justa medida, ayudaban a dicha contemplación.

—¿Qué estoy haciendo, amiga mía? —dijo a la montura quien la observó con un gesto de inteligencia que otras caballerías no poseían—. !Escribir! ¿Para quién? ¿Para qué? Todo esto no tiene importancia. Nadie me creería, nadie estaría dispuesto a creerme. ¿Qué sentido tiene?

—Fastidiarme. Como siempre —escuchó a sus espaldas.

Hurtadillas se volvió con cierta desgana. Había olvidado a su acompañante, la humana Test, la denostada archimaga de Támtasia. Otro personaje golpeado por la vida que en aquel momento se encontraba tumbada en la hierba. Indolente y remolona como la mayoría de las veces.

—Me has despertado de mi siesta con tus gritos —quejó la maga levantándose. Llevaba su larga cabellera negra alborotada, dándole el porte de una fiera peligrosa al acecho de su presa. Se alisó el pelo con sus dedos, como si fueran las gruesas púas de un peine, volviendo a poseer un aspecto más humano, pero no por ello menos intimidatorio.

—Estabas roncando. Y no me dejabas concentrarme con tu molesta interrupción —excusó la elfa.

—!Yo no ronco! —protestó Test—. Además, ¿qué pretendes? !Escribir! Vaya estupidez por tu parte. Te recuerdo que ya lo hiciste a través del Libro Verde y con ello ya es suficiente. Vas a matarnos a todos si continuas con tu inapropiado propósito. No necesitamos más relatos tuyos.

Hurtadillas no quiso responderle en ese instante. O no deseaba hacerlo, pues la humana tenía razón en su mayor parte. El Libro Verde era algo más que un libro, un metamorfo, una forma de vida, consciente e inteligente. Una rareza que se había inspirado en la existencia de la elfa, para llenar sus páginas con historias de pasados que nadie quería conocer y con futuros que a nadie le apetecía atisbar. Era un libro peligroso para ser leído por una mente no preparada para enfrentarse a ese reto. Llevaba la locura a la mayoría de los seres vivos.

Muy pocos se habían adentrado en sus páginas. Test había sido uno de esos espíritus inquietos cuya ansia de conocimientos no tenía límites. Y después de haberse interesado en cuanto aquel libro le ofreció, no deseaba hablar de cuanto en él había encontrado, a pesar de sobrevivir a su lectura con un rotundo éxito. Pero Test era una criatura especial, como la elfa. Eran iguales, aunque hubiera llegado al mundo mucho después, o al menos, en una forma perdurable y consecuente con sus actos. Un ser casi inmortal. Casi... pues aún la ataba al mundo una parte irracional de que la humana no quería desprenderse. Esa parte que la elfa había perdido, o tal vez, nunca había poseído.

—Sí roncas —dijo Hurtadillas con irrefutable seguridad—. Pero tienes razón en lo demás. Es una temeridad escribir nada sobre mi. El mundo no necesita a otra mediocre escritora...

—!Mediocre! Pésima diría yo... más que pésima... insufrible. Debería quitarte todos tus utensilios de escritura: lápices, plumas, tinteros y resmas de papel. El mundo viviría más tranquilo.

—Sí, la ignorancia da la felicidad. Es un hecho probado.

Test gruñó. Era el síntoma de que aquella conversación había terminado. Se dio la vuelta para buscar algo con lo que saciar su apetito en uno de sus morrales. Bonitotrasto, su vieja montura parda con tintes rojizos, también pastaba, tranquila y segura, cerca de ellas y no parecía interesarse por nada de cuanto discutían ambas mujeres.

—Preciosa lencería —dijo Hurtadillas con una pícara voz .

La archimaga se volvió, una parte de su falda se había enganchado en los ornamentados tachones del ancho cinturón que rodeaba su cintura, dejando al aire una pequeña parte de su cadera y la braga que la cubría, sofisticada y nada común, comparadas con las de lino que eran norma habitual, aunque la mayoría prefiriera no llevar nada bajo sus ropajes. De fino encaje negro y cara, muy cara confección. Gruñó de nuevo al arreglarse la ropa, pero aquel sonido no era como otros gruñidos, sino que llevaba una carga de desconcierto que se asomó en las mejillas, sonrojándoselas.

Una tibia mirada se dirigió a la elfa, breve y espontánea. Una mirada llena de pasión que Hurtadillas ya había visto en pocas ocasiones adornar los bellos ojos oscuros de la humana. Luego, volvió a ser turbia. La mirada de alguien que también había vivido demasiado.

Sabía lo que transmitían esos ojos delatores, que la amaba y era un amor sin condiciones. Pudiera ser que, esa fuerza capaz de permitirle leer el Libro Verde y sobrevivir, se encontrara en algo tan sencillo como ese amor que le profesaba. Y tan difícil de explicar a la vez.

“Te he buscado y nunca te he encontrado...” volvió a leer de la hoja de papel que hubiera deseado continuar escribiendo.

Pero, ¿a qué se refería? En un principio, al escribirla, aludía a la muerte que nunca la alcanzaba. La deseaba, ansiaba encontrarla, pero le era esquiva. Nunca encontraría esa paz que llenaba su diario anhelo.

Ahora no estaba tan segura. Tal vez fuera el amor lo que nunca había hallado. Un amor sincero, verdadero y profundo como el que Test le ofrecía. Adivinaba sus sentimientos hacía ella en todos sus gestos e intenciones, con una rotundidad que no había encontrado en otras personas a lo largo de su existencia.

¿Había amado alguna vez? La respuesta era sí. Había sentido amor por otras personas y el dolor de perderlas. La muerte siempre las alcanzaba y la dejaban sola de nuevo, celosa de esa muerte huidiza, furiosa consigo misma y con el mundo. Amargura e ira en iguales proporciones.

¿Y por Test? ¿Qué sentía por esa humana malhumorada y caprichosa? Por ese ser, una promesa más perdurable que cuantos había encontrado antes. Se concentró en la hoja, y esta ardió en sus manos al estimar que ya no era necesaria. Una llamarada azul que devoró las palabras escritas sin un conocido propósito. ¿O no era tan desconocido?

Volvió a mirar a Test. Una mirada fugaz y tímida, recelosa de descubrir una verdad que ella se obstinaba en callar. Solo obtuvo silencio en su interior. Un silencio hondo como el amor de Test hacía ella. No quería promesas, sino certezas, y allí, en aquel momento, no encontraba ninguna. Cualquier deseo de transcribir sus memorias se desvaneció de inmediato, para eso ya estaba el Libro Verde, aunque para cualquier mortal significara la muerte o la demencia ahondar en sus desconcertantes hojas.

La luz del mediodía cubría la llanura con su plenitud y la elfa decidió que también era hora de comer algo. Cogió el agujereado limón y lo mordisqueó con ansias mientras miraba al horizonte con una mirada perdida. Dedujo mientras masticaba que hoy no tendría una respuesta. Mañana, pudiera ser. Tenían todo el tiempo del mundo para encontrarla. O casi...

Incluso los inmortales pueden dejar de serlo, si escriben demasiado sobre si mismos.

Del blanco al color - Rossana Samarra (R)

En mi terraza, sentada en la silla blanca de forja, tengo encima de la mesa: el café con leche, tostadas y un zumo cítrico, mitad naranja y mitad limón; al otro lado, mi bloc.
El sol empieza a asomarse y da comienzo a un día nuevo y soleado, el cual aprovecharé para escribir el inicio de mi novela. Lápiz en mano, ideas en mente y folio en blanco, surge mi inspiración... ¡ahí voy!

Pasan los primeros diez minutos, treinta, y así hasta llegar a las dos horas. ¡Nada!, no sé como plasmar todo lo que navega por mi mente, no veo por dónde empezar, no puedo. Me levanto de la silla y tarareo de un lado a otro sin parar, estoy muy inspirada pero no encuentro como escribir la primera palabra, ni la siguiente, ni una sola frase. Mi libreta está abordada de notas pero el folio me ilumina de tan blanco que está.
Creo que es mejor dejarlo y escribir otro día. Me digo: «seguro que me encontraré con más ansias y las palabras tendrán tanta soltura que solas se dibujarán» En estos momentos no me concentro, escucho toda clase de ruidos, el respirar de una mosca y hasta la lencería que llevo me aprieta tanto que parece que vaya a cortarme la circulación, « ¿Será por el mal humor que me está entrando....? »

Las cuatro de la tarde, podría ser una buena hora para probar; el sol brilla y calienta más, « ¡al igual esto me transmite más energía! »—me digo, positivamente—
Toda convencida y preparada, otra vez frente al folio blanco.....El lápiz está más redondo de lo que era, le doy vueltas y vueltas, tantas como horas tiene el reloj. Ocho de la tarde y sigo igual, una tortura, no llega el momento en que escriba un principio, ni si quiera la primera letra en mayúscula. Este día ha sido igual que los otros anteriores y caigo en el pensamiento negativo: «no sirvo para escribir», es imposible empezar.
Pero, al cabo de un rato doy un giro mental y «quizás cambiando el folio blanco por uno de color las palabras fluyan más rápido »
Este fue el final de unos días grises. Hay momentos que sobre el blanco tiene que predominar el color para verlo todo diferente.

«A pocos días de la Navidad y en su rincón favorito, se encuentra Anna, feliz de otro día en su chocolatería y de que haya salido tan sabroso como el chocolate caliente que se sirve. Contenta y orgullosa de ver su sueño cumplido; metida en sus pensamientos de cómo decorará el local para la época que se aproxima….de repente se abre la puerta, un cliente nuevo, a última hora de la tarde cuando ya estaba cerrando. Anna siente como su corazón le da un vuelco, «es él,…..Maurizio, el hombre con el que llevo soñando»

El folio en blanco - Alberto Gárgoles (R)

Estás absorto observando el folio en blanco. Las pupilas ligeramente dilatadas fijan su atención en la limpieza deslumbrante del papel. No piensas, no puedes pensar. Te sientes tan vacío como el pedazo de celulosa que se muestra arrogante ante ti.
Diriges tu mirada un momento, un sólo segundo, al lápiz que se encuentra al lado del folio en blanco, sólo para comprobar que puedes hacerlo, que el folio no te ha hipnotizado. Le ves ligeramente torcido, sin representar una forma totalmente paralela con el lado exterior del folio. Te das cuenta de que hace rato que lo soltaste, antes de pasarte las manos por la cabeza, desesperado, y de que te pusieras a observar anonadado el folio, puro, que aún no has podido ensuciar. Piensas que eso ocurrió hace un minuto, tal vez dos, pero por el rabillo del ojo compruebas que no entra claridad por la ventana, cuando eso ocurrió aún era de día.

Sabes perfectamente cómo es esa sensación. Es como un cosquilleo, como algo que tienes dentro y se revuelve. Pero es algo muy pequeño, y está enterrado muy profundo. Y sin embargo está ahí, lo notas, lo sientes, percibes cómo se mueve y te hace sentir incómodo. Pero es algo tan pequeño que no le haces caso, continúas con tu trabajo, intentando que esa microscópica sensación no desvíe la atención que tu cerebro presta al nervio óptico, por donde fluye toda esa inútil claridad. No merece la pena prestar atención a algo tan pequeño, tan minúsculo, aunque se revuelva y empiece a estar caliente, aunque empiece a quemar, tan minúsculo como toda la materia del universo concentrada en un centímetro cuadrado, que bruscamente provoca un Big Bang.

Y tras la Gran Explosión se crea el universo. La materia comienza a tomar forma alrededor del punto exacto donde se encontraba esa aparentemente inofensiva presión. A tu alrededor todo vuela y se hace trizas. Todo lo que había sobre el escritorio, en este momento se encuentra en un punto indeterminado del espacio a tu alrededor, chocando de forma caótica contra las paredes que limitan tu propio universo, cayendo al suelo sucio que hace semanas que nadie limpia y esparciéndose entre los restos de algo que parece restos de comida y ropa usada. Al mismo tiempo que esto ocurre, como un gorila desquiciado, golpeas con los puños el escritorio del que no has podido sacar nada. Y te detienes. Las manos te duelen y escuchas tu propia respiración. No miras alrededor, te basta con saber que de momento has sobrevivido a tu particular estallido. Sales de la habitación a grandes zancadas, tienes que salir de esa cueva agobiante y huir a algún lugar lejos de ahí. Por ejemplo la cocina.

En la cocina hace frío, la ventana está abierta ¿cuánto tiempo lleva así? ¿desde que ella se fue? veamos, ¿cuantas líneas de texto te ha dado tiempo a escribir desde entonces? cero. ¿Cuanto puede hacer entonces que se fue? todo el tiempo del mundo o nada. Te desesperas, te arrancas los pocos pelos que te quedan. Necesitas un choque, un golpe, una sensación que te coja de los tobillos y te vuelva a poner los pies en el suelo. Lo ves y sin pensarlo, te lo metes en la boca y muerdes fuerte. Cierras los ojos todo lo que puedes, sientes cómo la exagerada acidez te absorbe los fluidos y una lágrima te resbala por la cara. Lo escupes al fregadero. Ves como el deshecho de lo que un día fue medio limón cae destripado. Amigo, ahora no sólo te falta talento, además tienes la certeza de que eres patético. Bravo.

Y vuelves sobre tus pasos, andando despacio, arrastrando los pies, derrotado. No eres más que una sombra en una oscura noche sin luna. Te asomas a la habitación por la abertura que deja la puerta entornada. Está oscuro, pero adivinas la lencería desparramada por los suelos, como la dejaste cuando tuviste la certeza de que ella no volvería. Entras despacio de nuevo en la cueva. Notas el aire viciado. La única fuente de luz proviene de la lamparilla que está en el suelo, milagrosamente no se desenchufó tras la explosión. El lápiz yace pegado a la pared, la punta también ha aguantado el impacto. Te arrodillas y lo recoges. Gateas hasta el folio, que colocas de forma que puedas verlo bien. Indeciso, pudoroso, con timidez, acercas el lápiz al folio en blanco, y llorando comienzas a escribir: «Estás absorto observando el folio en blanco...»