Desde que las multas de tráfico asolaron su cuenta corriente, Benito
había aplacado con mucho sus pequeñas transgresiones urbanas. Su
relación con la dirección general de tráfico distaba mucho de ser
genial. La primera vez que lo detuvieron, por avanzar serenamente con su
moto por una calle peatonal, repuso a los policías, con álgida y
chistosa elocuencia veraniega, que no había peatones por la calzada en
ese momento, ni él tenía intención de atropellar a nadie a menos que
este se arrojara furiosamente a sus pies. En cuyo caso la multa la
tendría que pagar él—terminó con retranca inocente.
—Vaya, un listillo—dijo el policía echándose la mano a la billetera como un John Wayne.
—¿Cree usted necesario multarme por avanzar a paso de tortuga, señor agente?
—Ahora mismo te extiendo la receta.
Benito, que ya veía la batalla perdida se tiró sin paracaídas:
—Pues le voy a decir una cosa—dijo indignado ante el policía cada vez
más feo—la aplicación de una norma nunca debería desentenderse de su
contexto real, ha de ser aplicada por un criterio humano que sepa
distinguir un paso de tortuga de una conducta temeraria, porque si lo
piensas bien, el concepto paso de tortuga dista mucho de ser una actitud
peligrosa y es algo que nunca ha hecho daño a nadie, a menos que seas
tú la tortuga y llegues siempre tarde a una convención de galápagos.
No sólo le pusieron la multa, también lo llevaron a comisaria,
preguntándose él qué había ofuscado más al policía, si el hecho de que
cuestionara su autoridad o el que emplease metáforas animales en su
cometido. Lo sintetizó por fin en una tesis que le pareció razonable.
Los policías se rigen por unos principios que se deben al cuerpo
disciplinado, y si piensan que estás dudando de esos principios creen
que se la estás intentando clavar y entonces te la clavan ellos porque
son los que llevan la porra. Esa es la lógica del policía.
Su último susto, que le metió el estómago hacia dentro y lo dejó sin
ganas de escribir unas cuantas semanas, había sido una diligencia de
embargo por dos multas de las que no tuvo nunca noticia: dos semáforos
que se había saltado en rojo a las dos de la madrugada hacía cuatro
años. Dos semáforos que se saltó cuando el ruido de la ciudad había
enmudecido y no quedaba alma triste que no quisiera llegar a su casa
para refugiarse del frío. Nadie excepto la dirección general de tráfico,
que con su ojo de halcón te vigila.
Después de que sus ahorros se redondearan a la intacta cifra de cero, se
prometió a sí mismo que nunca más volvería a saltarse un semáforo,
aunque estuviese sólo en el mundo y su única compañía fuese ese tonto
muñeco encendido de rojo enfado. Ahora se quedaba parado mucho antes de
un paso de cebra, dejaba respirar tranquilo al motor. Había decidido
fraccionar las distancias, servir como un ciudadano modelo a esa mano
enguantada que fija las normas y te birla la billetera sin que te
enteres. Aceptó con el pesar de sentirse algo idiota, pero a partir de
esta paciencia gremial de ciudadano correcto ha ido sin querer
descubriendo nuevas cosas: la vida secreta y estática de los semáforos,
lo que hace la gente en el medio minuto de esa breve espera.
Observa ahora una insólita escena que capta con su lógica cerebral como a
cámara lenta: dos transeúntes esperan ante un semáforo. Un señor de
unos cincuenta, que al ver el cambio de color se dispone a cruzar la
ancha calzada. Pero a su vera, casi una sombra, una señora no mucho
mayor arranca a la misma vez, lleva una bolsa con ropa de lencería, y
ahí comienza la carrera. El hombre va pisando sólo las zonas pintadas de
blanco, un paso de cebra también puede ser una impar aventura. La mujer
avanza en cambio con pasos despreocupados, mira hacia delante pero su
lentitud la retrasa con respecto al hombre que va como dando saltitos.
La victoria parece segura, pero algo capta la atención de la mujer en
mitad de la travesía y es el número de segundos que quedan para cruzar:
7, 6, 5…apresura entonces el paso temiendo a los coches que rugen en la
parrilla de salida. Y el señor ¿qué hace el señor? ¿Ha perdido la cuenta
de sus pasos? Se detiene un momento, tropieza, se descoordina ¿teme
pisar en falso y caer engullido por el gris del cemento? Vence la
señora, que alza sus brazos imaginariamente.
Al volante los hombres revelan su rostro y también su estado de ánimo,
pero también algo más esencial, y es la relación que cada uno entabla
con su vehículo. Ahora detiene su ojo en los semáforos como si quisiera
percibir el mundo, el estudio epidemiológico de las almas conductoras.
Un joven agarra el volante rodeándolo con todo el codo y es como si lo
quisiera mucho. Seguro que le ha puesto nombre al trasto, le hace
cariñitos y dice que es lo único que nunca le falla. Está el piloto
gruñón, que parece no comprender la presencia de los demás coches.
Insulta a la menor interacción mientras se desespera o hace gesto de
arrancarle la cabeza a alguien. En realidad, odia su propio coche, le
gustaría tener un audi, ya que el insulto y la rabia es siempre una
delación de lo que eres en falta. Otro tamborilea con los dedos de una
sola mano dando una sensación de impaciencia tranquila, escucha su cd
con discreción individual, ha aprendido educación y singularidad. La
chica que ensueña su mirada por la ventanilla del autobús, sólo desea
que la trasporten, que la dejen viajar libre por sus recuerdos.
Pero entonces se fija en ella, detrás de unas gafas de sol y de una
vinculación inconcreta con un seat Ibiza blanco. Se paró a su lado y la
miró. Ella se giró ligeramente, hasta que se dio cuenta de que él la
observaba y escondió la cabeza como un avestruz.
El semáforo no dio para mucho más. Metieron primera y se borraron en la
carretera sus últimos pensamientos. Pero en la gran avenida flanqueada
de frondosos árboles los coches aceleraban para tener que frenar cada
poco. Así que se encontraron en el siguiente semáforo, doscientos metros
más allá, en el mismo carril fiel a cada uno. Él pensó que recordaba a
esa chica del semáforo anterior. Ahora le parecía más guapa aún, y sobre
la guantera había observado que tenía un libro. ¿Cuál sería el título?
La chica guapa y lectora, que aceleraba su coche con tranquila
parsimonia y haciendo un poco de hipo en el cambio de marchas.
La chica descubre otra vez a Benito mirándola, y no es que se asuste,
pero sí se molesta. «¿Qué pretende este tío con tanta miradita?» Si
hubiera tenido sus impulsos alerta le habría sacado una peineta por esa
invasión de su intimidad. Pero hay algo sin embargo en su cara que le
recuerda a otra persona, « joder, ¿es…él?» La chica asoma curiosa la
cabeza por la ventanilla y Benito le responde guiñándole el ojo. Ella se
retira horrorizada, «no, no puede ser él, qué va».
El semáforo vuelve a cambiar y no da lugar a más circunloquios. Los
coches avanzan otra vez, creen que van a llegar lejos, pero un poco más
adelante vuelven a tropezar con un nuevo obstáculo.
La chica ya es familiar en la vida de Benito. Le dice moviendo los
labios: «tú y yo estamos atrapados en el mismo semáforo», «tú y yo
habitamos el mismo universo intermitente».
Ella vuelve a mirarle confusa en su idea, obsesiva como es de las
fijaciones: «hostias, tiene la nariz igual ¿se habrá puesto gafas?».
Benito parece verla sonreír, pero es un gesto de duda que ella hace,
torciendo la boca como si quisiera desconfiar o estuviera mordiendo un
limón.
Se reanuda la marcha y Benito conduce acompañándola, pero viaja por el
carril izquierdo y de pronto tiene que parar y esperar a que alguien
detenido consiga aparcar. Se entristece como un impedido cuando ve pasar
al Seat Ibiza que se aleja. Pero por fin el coche de delante se aparta y
se hace ilusiones que confirma con su dicha. Aprieta el acelerador para
volver al paralelismo, pero justo cuando está a punto de llegar a su
altura (es el quinto semáforo de su tórrida unión), otro coche se
entromete de pronto. Un joven mascachapas que conduce como un coreano,
lleva la música a tope y tiene alerones traseros y llantas de aleación.
Se quiere demostrar a través de su máquina, más simple que el mecanismo
de un lápiz. Va como un relámpago y ocupa el lugar que a otro por
derecho le corresponde. Benito profiere todo tipo de insultos bíblicos
sobre el malhadado Fernando Alonso. Y siente afligido que algo falla,
demasiados obstáculos en este corto destino, como cuando el azar le pone
sus alas negras a la mariposa.
Pero el verde impulsa a los coches otra vez a salir. Se van internando
en una cavidad céntrica de la ciudad, donde el tumulto de los coches y
la ferocidad de los conductores impiden toda comunicación humana. Benito
huele el instinto de una pequeña historia, la que ahora viven ellos
dos, casualmente emparentados en la ruta, personas que se conocen en lo
desconocido, solitarios e inocentes. Ha llegado de nuevo a su altura
justo cuando el semáforo se volvía a cerrar, y sin más tiempo de espera,
abre la ventanilla esperando que también la abra ella y poder escuchar
su voz, aunque ya se la imagina. Ella abre la suya triplemente intrigada
por la confusa identidad, y entre el ruido impenetrable, le pregunta:
—Oye, ¿tú eres Juanjo?
Él entiende «tú eres guapo», y un sol ilumina toda su psicología. Responde soñador:
—Tú no sólo eres guapa. Eres un cisne de la carretera.
Ella no lo entiende bien, pero en esa mayor cercanía aprecia que no es
igual su hoyuelo en la barbilla, ni la intriga carnosa de sus labios, ni
el porte de seguridad que asentaba su gesto y le hacía resolver con
soltura cualquier problema. Le dice aclarada ya de sus dudas:
—Perdona, me he confundido, perdona…—pero él no la entiende porque los coches les empujan otra vez desde atrás.
Hay una nueva parada antes de que dos caminos se unan o se bifurquen, ya
que la céntrica plaza San Agustín es el corazón dónde la ciudad bombea
su sangre hacia muchos destinos distintos. Benito trata de conducir sin
que el alma se le escape por la posibilidad de perderla, como si se
acercase a un precipicio o a una catarata. “Si no te vienes conmigo
habremos perdido la prueba”. Ella sigue su carril y tuerce a la derecha.
Benito se va separando a la izquierda, hubiera deseado que decidiera
ella, pero en un último miedo al abandono, Benito tuerce rápido el
volante en una maniobra discutible, colándose en el otro carril justo
detrás de ella.
Y otra vez un guardia irrumpe en la vida de Benito, un policía que ha
visto el volantazo sin la menor señalización, y le invita a aparcar a su
lado dándole instrucciones de dónde tiene que colocar el culo. Se
acerca chulesco a la ventanilla echándose la mano a la libreta y le
dice:
— ¿Sabe caballero que ha hecho usted una maniobra que está prohibida?
Benito ve partir a su chica de carretera, pero ha podido ver el título
del libro “Historia de la psiquiatría”, eso le consuela, porque él está
loco, observa nostálgico su número de matrícula que va borrándose entre
el tumulto que se aleja.
— ¿Quiere que le diga algo magnífico señor agente? — dice Benito con
profunda tranquilidad. Que hoy he conocido a la musa que me ha salvado
del folio en blanco.
Fin
Divertido, tierno y sobre todo, destilando esa manera tuya tan singular de mirar a la ciudad y a los desconocidos. Me ha encantado, oiga.
ResponderBorrarManderley
Hola,
ResponderBorrarMe ha gustado la idea y el sentido del humor sobre todo (lo de "guapo" y "Juanjo"), el vocabulario está bien escogido, hay dinamismo y la frase final es muy buena. En general muy bien aunque personalmente lo aligeraría y acortaría un poco.
Enhorabuena!
Buenas, Cualquiera.
ResponderBorrarMe ha gustado mucho el relato. Me ha enganchado desde el principio.
Muy bien escrito y desarrollado.
No termino de ver el reto del miedo al folio en blanco, pero aun así me parece un buen trabajo.
Solo una cosa: "Ahora se quedaba parado mucho antes de un paso de cebra, dejaba respirar tranquilo al motor". ¿Mucho antes de un paso de cebra? Creo que ahí falta o sobra alguna palabra.
Un saludo.
IreneR
Hola, Cualquiera, me ha parecido bastante interesante tu disertación sobre el problema de la falta de inspiración y el terror ante el folio en blanco. Partiendo del problema existencial del personaje nos das a entender que lo último que podría lograr el escritor sería sentarse a narrar algo interesante, ya que lidiar con la policía le ensombrece el mundo y lo mete en un laberinto de acertijos morales y éticos. Tanto es el martirio que busca una salida y cree, viendo a la chica de las bolsas con lencería, que la ha conquistado o llamado su atención. Por un problema de percepción se equivoca y esto da pauta para que después surja la inspiración en una historia que ya está inmersa en el cuento. Erase una vez una chica que...o, erase una vez un motociclista que un día..
ResponderBorrarEnhorabuena y gracias por recordarnos el compromiso de las críticas a los compañeros siguientes en la lista. Un abrazo.
Saludos, Cualquiera:
ResponderBorrarGracias por publicar conmigo, aquí ya casi en la recta final, leyendo a los compañeros de la recopilación que no había terminado de leer.
Si bien es cierto que es un tanto ambiguo el temor al folio en blanco, y que son más que todo disertaciones de parte del protagonista, que parece entretenerse con los momentos más invisibles que pasamos los traseútes o conductores, me parece gracioso la relación de una cosa y otra.
Espero que te unas a la escena del mes de mayo, y tengamos otra oportunidad de encontrarnos.
¡Nos leemos!