Llevaba un hacha en la mano y se paseaba con ella de un lado a otro. Su
cuerpo esbelto y su bella figura contrastaban con la vieja y oxidada
hacha de mango corto que cargaba como si fuera su bien más preciado.
—¿Esto les gusta? —preguntó levantando la afilada hacha hacia los tres
hombres encadenados—. ¿O prefieren que sea rápido y sin dolor?
Nos hablaba como si fuera a tomar en consideración alguna de nuestras
respuestas, cuando en realidad sabíamos que era una psicópata que se
divertía con esas pequeñas conversaciones en las que fingía ser nuestra
amiga.
Era nuestro tercer día en ese infierno. En medio del cansancio y del
intenso dolor corporal, mi mente trataba de entender cómo una mujer tan
joven, tan bella y tan, aparentemente, frágil había podido someter y
torturar a tres hombres adultos, más fuertes y corpulentos que ella. Por
más que lo habíamos intentado, nuestras fuerzas no habían sido
suficientes para escapar de su crueldad durante tres largos días.
—Sí, mejor lo hacemos más fácil. —La mujer soltó el hacha, se amarró el
cabello en una cola, y mirándonos con una sonrisa, tomó el revólver que
estaba en la mesa frente a nosotros. —Ya me estoy cansando de tanta
sangre.
Miré a mis compañeros y, al igual que yo, parecían vencidos. Sus rostros
estaban desfigurados por los golpes. Supuse que yo debía verme igual,
porque la cara me dolía, me ardía y la sangre palpitaba con fuerza en
cada una de las heridas de mi cuerpo, aumentando mi dolor.
Estábamos desnudos, sedientos y sin fuerzas. Ella había tomado todas las
precauciones para evitar que muriéramos. Al principio, lo agradecí.
Pero ahora, prefería estar muerto.
—Tal cómo se los había prometido, hoy terminaremos con esto. —De un
brinco, se sentó en la mesa, apoyó sus manos en el borde y, mientras
hablaba, balanceaba sus piernas en el aire, lo que le daba un aspecto
infantil que no concordaba con las circunstancias. —La buena noticia es
que uno de ustedes vivirá.
¿Era una buena noticia vivir y estar a solas con ella?
—La mala noticia es que aún no decido quién será el afortunado. En esto
van a tener que ayudarme. —La sonrisa que salió de su rostro me produjo
un escalofrío. —¿Quién de ustedes debe vivir? ¿Cuál de estos tres
asquerosos violadores de mujeres merece vivir?
El odio en sus palabras hizo que mi intuición se activara. Más que un final, este era el inicio de otro de sus juegos.
—¡Si vas a matarnos, hazlo de una vez! ¡Maldita perr… —Un disparo en la
entrepierna interrumpió las palabras del más joven de los tres.
Sin inmutarse, la mujer había levantado el arma y, con una increíble
puntería, destruyó el instrumento que había infligido dolor a muchas
chicas en el pasado.
El joven lloraba y gritaba. Gritaba desgarrándose la garganta. Y sus
gritos sólo servían para martirizar a los borregos que esperábamos en
fila nuestro turno.
—Ay, ya deja de llorar. —Un tiro en la cabeza del joven silenció los gritos.
Atónito, miré el cadáver y un gran anhelo por vivir afloró en mi interior.
—Bueno, continuemos. ¿Por qué alguno de ustedes merece vivir? —Los dos
guardamos silencio. —Por favor, no tengo todo el día —insistió ella.
—Ya no me importa lo que pase conmigo… —dijo el hombre a mi derecha.
Estaba derrotado. Lloraba con la cabeza hundida en el cuello. Tenía los
ojos cerrados con fuerza, como esperando que su castigo llegara en
cualquier momento.
—¿Y qué hay de ti? —dijo ella dirigiéndose a mí.
La miré tratando de encontrar en sus ojos algo de piedad, pero en ellos no había ningún tipo de benevolencia.
—Te juro que no lo volveré a hacer —dije con un hilo de voz, temiendo
que mis palabras terminaran causándome más daño que beneficio.
—¿Estás seguro? —preguntó ella levantando una ceja.
—Sí. Nunca más tocaré a una mujer si ella no lo quiere.
—¿Y por qué tengo que creerte?
—Porque es la verdad. Después de esto, jamás veré a las mujeres como solía hacerlo.
Durante mi vida, le había prometido mil veces a Dios que no volvería a
violar a una mujer, pero le había fallado cada vez. Pero ahora estaba
seguro de que lo cumpliría porque, después de tres días en sus manos,
una mujer me había cambiado.
—Mmm… —dijo con sus ojos puestos en mí, pero con su mente ocupada en
otras cosas —. ¿Estás dispuesto a soportar una vida sin satisfacer tus
sucios deseos? ¿Estás dispuesto a renunciar a todo eso?
—Sí. —dije sin titubear.
—Ok, me has convencido.
Con un disparo a sangre fría terminó con la vida del hombre que estaba a
mi lado, que se fue de este mundo sin volver a abrir los ojos.
La mujer se acercó a mí, me desató y a empujones me subió en la mesa. Me
obligó a acostarme sobre mi costado, y cuando estuve en la posición
“adecuada”, volvió a encadenarme.
El miedo me sobrepasó, las lágrimas salían de mis ojos sin control y mis sollozos suplantaron el llanto de mis compañeros.
—No llores, cariño. —La mujer se paró a mi lado y me acarició la cabeza con ternura. —Ya casi terminamos.
Con determinación, levantó el hacha y la dejó caer sobre mí. Un
paralizante dolor me partió por la mitad y la inconsciencia llegó como
una salvadora.
Horas –o días– después, desperté en la habitación de un hospital. Cuando tuve fuerzas, los doctores me explicaron la situación.
Lloré. Lloré como un niño pequeño durante horas. Lloré por todo lo que
había hecho, por lo que ella me había hecho y por lo que me esperaba de
ahora en adelante.
—No llores, cariño —me dijo una enfermera, y esa frase me erizó la piel
—. Eres un hombre afortunado. Si no fuera por esa llamada anónima,
estarías muerto.
¿Afortunado? ¿Lo era?
Sí, era afortunado porque por primera vez cumpliría mi palabra. Ella se
había asegurado de que así fuera. Era afortunado porque ahora,
convertido en un eunuco, por fin dejaría de ser el monstruo que era.