Le llamaban boliche porque era bajito, redondo y macizo como una bola de
billar. Aunque nadie se atrevía a decírselo a la cara. Nadie lo llamaba
así porque había una gran probabilidad de que te partiera la tuya. Se
decía que su madre murió en un incendio y que él se salvó porque se tiró
por la ventana. Cuatro pisos cayó el boliche antes de descubrir que en
su condición de pelota le era permitida la supervivencia. Se decía que
escuchaba voces que sólo estaban en su cabeza, que sus manos abrían
cráneos como nueces, que hasta los que chicos mayores le temían ya. Su
fuerza era tan temible como su desconfianza. Lo vi meter la cabeza de un
chico en una papelera y luego arrancarla y arrastrarla por el suelo
persiguiendo una larga humillación «para que vuelvas a mentar a mi madre
hijo de puta». El chico no había dicho nada.
Y a pesar de esta experiencia mía y de toda su leyenda negra, yo
observaba que sólo era a veces, cuando los ojos se le quedaban blancos y
la mirada férrea sobre alguien, entonces había que temerle. Algo
ocurría en su cerebro que lo perturbaba y se volvía ajeno e imposible de
comunicar.
Fuera por mi intrínseca simpatía con los inadaptados, o porque jugábamos
al baloncesto en el recreo y se volvía entonces dócil y sonriente como
un animalito manso, a mí me caía bien. Él admiraba mi pericia al balón y
agradecía sin decirlo que fuera el único chico que quisiera jugar con
él. Por esta razón también yo he de confesarme culpable. Creía que esa
alianza nuestra me libraría de su demonio, que el boliche trastornado
aún se acordaría de nuestra amistad.
Yo solía leer mis redacciones en clase, ya desde niño mi verbo desbocado
me hacía perseguir admiraciones. El profesor me exponía como ejemplo de
cómo se debía escribir, y yo desplegaba mi orgullo de niño tonto. Era
el comienzo de la vanidad intelectual, pero nunca hubiera pensado que
aquel escrito inocente sobre la cueva del dragón pudiese desencadenar
los hechos le siguieron. La redacción era sencilla, basada en lecturas
de Tolkien que por entonces me apasionaba, pero tenía un final dudoso y
creo que fue eso lo que le hizo exclamar a alguien:
—Vaya, ya sabemos quién es el dragón, jajaja.
No supe exactamente a qué se refería aquel chico.
Pero el boliche sí lo supo, o eso creyó él: me miró con el rictus
acerado y unos ojos de odio voluntario e insistente. Sentí un escalofrío
y me senté en la silla, aún ignorante de lo que acababa de ocurrir,
pero con el alma envuelta por esa mirada sombría. ¿Era la voz de aquel
chico que sintió que lo inculpaba o tal vez su propia locura indómita
que se proyectaba contra mí?
Sonó la campana, yo había metido los libros en la mochila con antelación
y salí de clase como un fugitivo en busca de campo abierto. Supe que el
boliche quedaba a mi espalda y el único obstáculo hasta mi casa era mi
propia velocidad. Eso me tranquilizó, me hizo bajar de mi paranoia. Qué
tontería, nadie me persigue, sólo se ha extraviado un momento.
Pero justo atravesando la verja del cole miré hacia atrás y vi al
boliche avanzar entre los alumnos a paso marcial, con su lenta barriga
pero a cien revoluciones por kilo, rabioso y abanderado en su fijeza
contra mí. El susto me bajó a los pies y se me pusieron a correr solos.
El corazón me latía, sólo sabía correr porque el miedo es un perro que
muerde, y aún así era imposible que el boliche me alcanzara la zancada.
Lo veía desde lejos, pero quería comprobar si venía tercamente a por mí o
en algún momento se desviaría olvidándome. Quería saber cuáles eran sus
intenciones, el grado de su odio. Sin duda me seguía, no se desvió
cuando yo torcía la esquina del matadero, lugar donde se escindían los
destinos de los vivos y los muertos, buscaba mis pasos como un maldito
sabueso. Me empezó a preocupar la resistencia de su obsesión y caí en la
cuenta de que me estaba equivocando: ahora saldría corriendo y llegaría
a casa en un santiamén para enfundarme en el pijama de la victoria.
Pero ¿qué ocurriría mañana? Tendría que volver a enfrentarme a aquello.
La peor estrategia era que me entendiera como a un cobarde, así que me
esperé para hablar:
—David (que así se llamaba el boliche), ¿te pasa algo conmigo?
El boliche no contestaba.
Quería hablar con él, sí, pero sin perder mi propio ritmo, manteniendo
la distancia de seguridad y caminando hacia atrás como el que escapa
charloteando. Su rostro no era el poema al que quisieras acercarte.
—De verdad, David, por mí podemos sentarnos y hablar. Estoy convencido de que sea lo que sea se trata de un malentendido.
El boliche resoplaba por los huecos de la nariz y no daba muestras de recibir información alguna.
—No habrás creído que tú eras el dragón de mi historia ¿verdad? Pero por
favor, qué tontería, nadie es el dragón, el dragón es un animal
fantástico. Venga ya, el dragón, a quién se le ocurre. Además, nunca
trataría de ridiculizarte porque eres mi amigo.
Dije esto último confiando en que el corazón se abre ante una palabra
amable, pero no funcionó. El boliche me seguía mientras yo imaginaba
palabras, intentaba ordenar mis pensamientos en un argumento coherente
que pudiera despertar su razón.
—Verás, mis redacciones no hablan de nadie en concreto. Son pura
imaginación. A ver, ¿en qué te pareces tú a un dragón? ¡Es absurdo! «a
lo que tú te pareces es a un boliche»—pensaba yo consciente de que hay
pensamientos que no hay que decir.
El boliche no desistía ni siquiera incitado por la hora de la merienda.
—No deberías confundir ficción y realidad, eso no hace bien a la mente de nadie.
El boliche aún crujía más la mandíbula.
—Y tampoco deberías hacer caso a lo que dicen los demás. La gente es mala, intenta malmeter ¿no te das cuenta?
El boliche ahora sí parecía un dragón.
¡Qué más le podía decir!
Su obsesión me había acorralado. Era incapaz de encontrar ya esperanza
en cualquier discurso. Y antes que conducirlo hacia mi casa y que
supiera dónde vivía, decidí dar un rodeo para intentar despistarlo. Usé
mi cambio de ritmo y escapé como un conejo, cayendo casi sin querer en
aquella madriguera: un patio de reja negra que estaba abierto y me
servía de improvisado refugio. Me adentré en la oscuridad de aquel
portal mugriento, que olía a ratas y a humedad y a serrín meado, y crucé
los dedos para que el boliche me perdiera de vista, se fuera a su casa y
tomara su medicación.
Pero no, no desapareció el boliche. Al cabo de unos minutos lo vi entrar
por la misma puerta del patio. La adrenalina me subió al primer piso de
un golpe, como comadreja que no entendía el olfato que lo había
conducido hasta allí, pues era casi imposible que me hubiera visto
entrar. Sería el olorcillo del miedo que había ido dejando mi rastro,
sería el instinto paranoico queriéndose hacer dueño de la situación.
Pero ahí estaba entrando en ese patio sin ascensor mientras yo subía por
las escaleras arrastrándome a gatas. Veía la grisura que dejan las
sombras en la oscuridad, porque no había luz. Tampoco el boliche la
encendió y aún me asusté más. Subía escapando hacia una posible salida
en lo alto, agarrado a la ciega baranda, pero por más que sumaba
escalones sólo aumentaba la noche en las pocas ventanas. Llegué hasta el
último piso escuchando el paso del otro que llegaba jadeante. Estaba
cerrada la puerta de la azotea. Mierda. Me quedé en silencio como un
ovillo y la cabeza escondida entre las piernas sin querer ver ni oír ni
mirar.
Pero entonces lo escuché: cómo el boliche se había parado en el último
piso y no parecía seguir subiendo, se le oía sacar una llave y el sonido
de sierra de la cerradura. Una puerta se abría y volvía a cerrarse con
un portazo de mal humor. Suspiré cuando deduje lo que había pasado. Me
habría santiguado de haber creído en Dios, pero mojé con lágrimas la
emoción del milagro, recordando que era así como terminaba mi historia:
“Había entrado sin querer en aquella cueva nocturna. No quedaban
criaturas que no se hubiesen despedido del mundo real. El dragón era
sólo de rabia y de fuego, no el dragón sabio de otras ocasiones, no el
dragón que razonaba filosofías y conocía cada recodo de su cueva y de su
mente, sino el lagarto oscuro y enigmático y obeso de engullir orcos
que caían allí atraídos por la pura maldad de sus dientes. Se quedó
escondido en el límite de la cueva, cerrando mucho los ojos y sacando el
anillo de su pequeño bolsillo hasta introducirlo en su dedo anular: si
el dragón desapareció o quién desapareció fue él es un misterio que aún
no se ha desvelado”.
Hola Cualquiera:
ResponderBorrarTu relato tiene un ritmo de miedo enloquecedor. Está muy bien pintado lo que sufre el relator. El final me queda un poco oscuro. Me parece que el anillo y su función aparecen demasiado tarde. ¿ Era herencia de la madre? ¿Lo encontró de casualidad? ¿Cómo conocía sus propiedades? Son dudas, pero la verdad es que el vertiginoso relato me ha gustado muchísimo. Una pequeñez: ..."quien desapareció..." ese quien va sin acento.
Un saludo
Buenas, Cualquiera.
ResponderBorrar¡Qué buen relato! Me ha gustado mucho y me ha mantenido con la intriga hasta el mismo final. Muy bueno.
Aunque de alguna manera, el final es un tanto extraño.
Entiendo que ese edificio es la casa del compañero, pero no he terminado de ver la similitud de esa escena con el final del relato que el chico escribe.
El anillo de "El Señor de los Anillos" te hace invisible, por lo que te salva de los perseguidores, y el chico también se libra de la paliza o lo que ese loco compañero, al que tan bien has descrito, le haría. Pero no sé, no me ha terminado de convencer la similitud.
He encontrado un par de frases que me parece que tienen algún error:
- "que hasta los que chicos mayores le temían ya". Diría que el segundo que se coló.
- "«para que vuelvas a mentar a mi madre hijo de puta»". ¿No iría una coma delante de hijo de puta?
- "—No habrás creído que tú eras el dragón de mi historia ¿verdad?". Si no estoy equivocada, delante de los ¿verdad? ¿No? ¿Es cierto? y ese tipo de interrogaciones, se debe de poner una coma.
De todas formas me ha parecido un trabajo excelente. Me ha mantenido en vilo hasta el final.
Ha sido un placer leerte.
Un saludo.
IreneR
Hola. Soy Cualquiera. Gracias a las dos, me alegra que os haya gustado la lectura. Tampoco a mí me acaba de convencer el final. Mi intención era marcar el paralelismo entre la vivencia del personaje y el relato que él mismo había leído en clase previamente. Como si se tratase de una profecía autocumplida que se descubre sólo al final. Un punto de engarce era el señor de los anillos. Por eso el personaje del hobbit desaparece al introducir el anillo en el dedo, como lo hace el protagonista de la historia salvado por el malentendido del milagro. Aunque creo que podría haber expresado mejor esa última parte. Gracias por pasaros y comentar.
ResponderBorrarHola Cualquiera,
ResponderBorrarTu relato me ha parecido muy intrigante y el personaje de David (boliche) está muy bien caracterizado para tratarse de un relato más bien corto. Me han parecido unas comparaciones muy acertadas y originales las que haces en todo el relato.
Aparte creas suspense cuando el protagonista siente que boliche le sigue. Esa persecución a la salida del colegio es brutal.
El final, uniendo su relato con la vivencia, no lo he acabado de entender en su totalidad. Creo que, en mi humilde opinión, se tendría que pulir.
Te leo en futuros textos,
¡Saludos!
Helena S.
Leosinprisa
ResponderBorrarHola Cualquiera.
He de darte la enhorabuena por la creación de esa atmósfera y miedo que creas alrededor del personaje, y también sobre la excepcional descripción de boliche, creando un personaje interesante y de matices inquietantes.
Tan solo el final es un poco confuso, aunque creo que podrás arreglarlo rediseñándolo y haciendo más claro con tu intención de similitud con el escrito del colegio.
Ha sido un placer leerte. Un saludo.
Hola,
ResponderBorrar¡Vaya! Haces que el lector pase un mal rato en la persecución de "bolinche", jajaja. Me ha gustado tu relato, está bien estructurado y tiene un buen seguimiento, pero al parágrafo final he perdido el hilo. Creo que, comparto lo de la compañera rodoreda, tendrías que pulirlo un poco.
¡Un saludo y hasta el próximo texto!
Rosanna
Me ha encantado tu relato, tiene una tensión muy bien creada y la pintura del personaje del Boliche es brutalmente buena. La voz del narrador es fresca y natural, como de cuento "contado" y no escrito. Luego están de cuando en cuanto esas metáforas que dejas casi caer, como pequeñas joyas de luz. Una maravilla.
ResponderBorrarSaludos,
Manderley
Hola, Cualquiera
ResponderBorrarGracias por leer mi relato y tu comentario
El tuyo está bien narrado, con altibajos dramáticos y leyendo la psicología de los personajes, que creo están bien desarrollados. Buena ambientación y tensión. Tal vez el texto pudo haberse acortado, porque se hace un poco largo, y el final, el último párrafo, parece sacado de la nada y no se sabe qué hace ahí y a cuento de qué, pero en conjunto tu relato está bien conseguido. Creo que boliche debería ser Boliche, con mayúscula, aunque sea un apodo.
Un saludo