Hacía media hora que el matrimonio Peñalver había entrado a la sala de 
espera del Hospital Callejas y ya ambos tenían la certeza de que había 
sido el tiempo más largo de sus vidas. En el ala oeste del hospital se 
juntaban el área de emergencias con la sección de medicina integral, 
ambas divididas por un estrecho pasillo por el que noche y día corrían 
las camillas de pacientes cuya dolencia requiriera de una operación 
urgente. Al final de ese corredor esperaban cuatro quirófanos equipados 
para intervenciones no planificadas y de casos generalmente graves. En 
la esquina donde convergen el pasillo y las entradas de urgencias y 
medicina integral había una pequeña sala de espera para familiares del 
paciente en quirófano. Lo que hacía a esa sala una especie de cueva 
infernal era, además de su mínima y enclaustrada estructura, el hecho de
 que ésta tuviera la difícil tarea de acoger a personas en momentos de 
gran desesperación. Cuarenta minutos habían pasado ya, pero Diana y 
Genaro Peñalver habían perdido la noción del tiempo.
Los Peñalver llevaban casados catorce años, en los que habían vivido 
todo tipo de situaciones. Tres días antes de la boda, Genaro había 
estado implicado en un altercado con violencia que le había dejado una 
herida en el antebrazo y por la que tuvo que hacerse curas durante una 
semana, incluido el día de la ceremonia momentos antes de pisar el 
altar, cosa que había provocado una incómoda estupefacción en su rostro 
al escuchar al cura pronunciar las palabras del casamiento y sólo poder 
centrarse en la casualidad trivial de verse tan íntimamente unido a dos 
acepciones tan opuestas del término cura en un mismo día. A Diana le 
había molestado levemente el hecho y durante los primeros días pensó que
 el embotamiento de Genaro en un momento tan crucial pudo deberse a las 
dudas sobre la decisión de tomarla como esposa, pero lo cierto es que el
 hecho no trascendió y el matrimonio había sido bastante feliz.
Nakír era su único hijo, que con trece años estaba en la edad de las 
patinetas y la edad de no tener miedo, esto se había traducido hacía un 
par de horas no en el común raspón de una caída, sino en un grave 
accidente que había dejado al chico inconsciente y con una clavícula 
rota. En ese momento estaba en medio de una riesgosa operación en el 
quirófano tres.
El médico les había dicho hacía cincuenta minutos que había que operar 
para parar el sangrado y una contusión que porque el coma y el hueso y 
la sangre A+, y nosequé más cosas que no lograban todavía digerir porque
 ambos estaban en proceso de negación y las palabras del médico se 
licuaban en su mente sin orden alguno, sólo sabían que su hijo estaba 
grave y con riesgo de quedar en coma. Ninguno podía salir de la sala 
hasta que no llegara el cirujano o algún personal del hospital a dar un 
parte de la intervención. El tiempo pasaba lentamente y el ambiente era 
tan denso que ambos creían continuamente estar a punto de necesitar 
también un médico. Ni Diana ni Genaro habían quitado la vista del 
picaporte de la puerta, y si lo habían hecho habría sido en vano, pues 
la estupefacción no les permitía ver lo que había a su alrededor, era 
como si la vista condujera directamente las imágenes a un abismo sin 
retorno, desechándolas en el seno de un lugar lejano dentro de la mente.
 No había nadie más en la sala. Al cabo de una hora el picaporte por fin
 giró noventa grados, la puerta se abrió dejando entrar una luz que Dios
 haya librado a aquellos señores de asociarla a la del final del túnel. 
El hombre que apareció entonces, de bata blanca y bigote platinado, era 
el mismo que les había hecho esperar en aquella sala y el mismo que 
minutos antes había logrado encajar las dos partes de la clavícula 
derecha de Nakír. Las palabras esta vez fueron claras y perfectamente 
comprensibles, tanto así que si Diana y Genaro llegaran a vivir cien 
años, a pesar de los achaques seniles que el tiempo causa en la memoria,
 seguirían recordando al pie de la letra aquella frase: "Está fuera de 
peligro, no hay daño cerebral y la clavícula ya está en su lugar, este 
muchacho ha tenido mucha suerte". En aquel momento Diana y Genaro se 
miraron, la consonancia de felicidad que notaba en sus ojos era algo que
 solo ellos podrían describir, pero ninguno habló, sólo hubo un abrazo, 
un solo abrazo de apenas diez segundos que ambos sintieron como de tres 
horas. Las emociones de aquella sala jugaban con el tiempo como les daba
 la gana. Ya podían salir de ahí, y eso fue lo primero que hicieron al 
saber la noticia, como si el sopor del ambiente los expulsara a presión 
de aquel lugar.
Cuando Genaro cruzó la puerta, Diana, que iba detrás, se giró para dar 
un repaso ahora consciente a la sala, a modo de despedida y como forma 
de agradecimiento porque a pesar de todo, no les había ido tan mal ahí 
dentro. Al hacerlo se percató de que la minúscula sala no tenía 
ventanas, y para compensar ese claustrofóbico hecho habían sido 
colocadas dos plantas en cada una de las esquinas del fondo, además de 
una pequeña repisa. Al mirar el objeto que había en aquella tabla, 
observó una estatua en miniatura de un dragón asiático esculpido con 
gran minuciosidad. Era tarde para ponerse a reparar en los detalles de 
la hasta entonces ignorada figura, y lamentó no haber podido observarla 
mejor durante su larga estancia, aunque a la vez deseaba fervientemente 
no tener que volver a verla jamás.  Al cruzar ella la puerta, el amable 
cirujano le rozó levemente el brazo y amistosamente dijo: "Señora 
Peñalver, la espera ha debido ser larga, y esa sala no es la mejor del 
edificio, ¿sabe? ¡Vaya encierro!, aquí le decimos la cueva… Pero todo ha
 salido muy bien, su hijo ha sido trasladado a la habitación 14, en el 
ala este, acompañen a la enfermera, ella les indicará el camino".
 
Buenas, Jach.
ResponderBorrarBuen relato. Has sabido transmitir el miedo y la impaciencia de esos padres durante la espera.
El párrafo largo que comienza con "El médico les había dicho..." me ha parecido un tanto largo y en algún momento he echado en falta algún punto y aparte. Además, el principio del mismo es un tanto confuso, es lo que los padres sienten, pero igual se podría escribir de otra manera, que quede claro el sentimiento de los personajes, pero sin que eso dificulte la lectura.
No puedo decir que el relato me haya gustado, pues es una situación en la que nunca me gustaría tener que estar, pero creo que lo has escrito muy bien y has sabido hilarlo.
Un saludo.
IreneR
Me gusta la idea de que la sala de espera sea la cueva del dragón y también que hayas creado esa atmósfera asfixiante de la espera. El detalle de la figurita del dragón está también bien integrado y es una manera diferente, metafórica, de afrontar el motivo del taller este mes.
ResponderBorrarAunque haces una alternancia bastante adecuada de períodos sintácticos largos y frases cortas, creo que mejoraría la lectura acortar algunos de los primeros.
Un saludo,
Manderley
Hola Jach
ResponderBorrarSi "cueva del dragón" pretende trasmitir un sentido de temor, de angustia, mejor elección que la sala de espera de un hospital no debe de existir. Sobre todo una sala de urgencias graves.
El cuento se lee de manera fluida a pesar de algunas frases algo largas, como ha sido comentado. La palabra cura aplicada al sacerdote significa también curar, en lugar del cuerpo cura el alma. Tengo entendido que ese es el concepto, de todos modos para el pobre hombre no debe de haber sido muy gracioso el tema de las curas. Buen relato.
Saludos